La Revolución Francesa: del mito escolar a la realidad sangrienta
Cuando nuestra educación nos habla de la Revolución Francesa, el relato suele ser heroico y luminoso: un pueblo oprimido se levanta contra la tiranía monárquica, guillotina a sus opresores y establece los sagrados principios de «Liberté, Égalité, Fraternité». Una victoria popular que cambia el curso de la historia y trae un nuevo amanecer para Francia y, por extensión, para toda Europa.
Qué bonito queda ese resumen, ¿verdad? Tan ordenado, tan limpio, tan satisfactorio… Lástima que la historia real sea más bien un caos sanguinolento donde, tras la caída de una élite, simplemente se instaló otra. Pero es comprensible: ¿quién quiere explicarle a niños de primaria que tras la revolución del pueblo vinieron más ejecuciones que con los reyes, o que acabaron adorando a un emperador? Mejor seguir con el cuento de hadas republicano.
El hambre como detonante: ¿una revolución realmente popular?
La narrativa tradicional presenta el inicio de la Revolución como una reacción espontánea del pueblo hambriento. El precio del pan se había disparado, las cosechas eran desastrosas y los impuestos resultaban insoportables para las clases más desfavorecidas. La toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 supuso un punto de inflexión: el pueblo se alzaba contra sus opresores y tomaba el control de su destino.
Resulta curioso que nos vendan la toma de la Bastilla como el gran símbolo revolucionario cuando, en realidad, solo había siete presos en esa fortaleza-prisión (ninguno político, por cierto). Lo que no suele mencionarse con tanto entusiasmo es que la «revolución popular» fue hábilmente dirigida por la burguesía, ese grupo de comerciantes, abogados y propietarios que ya disfrutaban de privilegios económicos pero ansiaban el poder político. Las masas hambrientas fueron el músculo perfecto para sus aspiraciones. Como dijo Danton en privado: «Habla de libertad al pueblo, pero no le digas que solo cambiaremos de amos».
El verdadero motor de cambio, según nos cuentan, fue el deseo de justicia y libertad. La Asamblea Nacional Constituyente proclamó la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» en agosto de 1789, un documento fundacional que establecía principios universales de libertad e igualdad ante la ley.
Lo que no suele explicarse en los libros de texto es que la palabra «Ciudadano» en ese flamante documento excluía convenientemente a las mujeres, a los pobres sin propiedades y, por supuesto, a los esclavos de las colonias francesas. Olympe de Gouges tuvo que redactar una «Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana» porque sus compañeros revolucionarios, tan preocupados por la igualdad, se habían «olvidado» de medio país. ¿Su recompensa por este atrevimiento? La guillotina, claro está. La libertad era para algunos, no para todas.
De la monarquía constitucional al Terror: el desvío «necesario»
Tras la captura de la familia real en Varennes, Francia inició su camino hacia un sistema de monarquía constitucional. Luis XVI juró lealtad a la nueva constitución y, por un breve período, pareció posible una transición pacífica hacia un nuevo orden político.
Ese breve período de «transición pacífica» fue tan tranquilo que solo incluyó unos pocos centenares de asesinatos como las Matanzas de Septiembre de 1792, donde más de mil presos fueron ejecutados sin juicio en las cárceles parisinas. Pero estos detalles sangrientos generalmente se pasan por alto en la narrativa oficial o se justifican como «excesos comprensibles» en tiempos convulsos. ¿Excesos comprensibles? Imaginad que justificáramos así las matanzas ordenadas por la monarquía. Pero no: cuando matan los revolucionarios, es por el bien común; cuando lo hace el Antiguo Régimen, es tiranía.
La ejecución del rey Luis XVI en enero de 1793 marcó un punto de no retorno. Francia ya no era una monarquía sino una república que defendía los ideales revolucionarios frente a las amenazas internas y externas. Para salvaguardar estos principios, se estableció el Comité de Salvación Pública.
El eufemístico «Comité de Salvación Pública» podría haberse llamado con mayor precisión «Comité de Ejecuciones Masivas», ya que bajo su dirección comenzó el periodo conocido como El Terror. Maximilien Robespierre, ese abogado provinciano convertido en «El Incorruptible», presidió una purga sangrienta donde entre 16.000 y 40.000 personas fueron ejecutadas en nombre de la virtud revolucionaria. Curiosamente, los manuales escolares suelen dedicar párrafos indignados a las mazmorras del Antiguo Régimen, pero apenas unas líneas incómodas a estas ejecuciones masivas. ¿La razón? Es complicado mantener el mito revolucionario cuando tus héroes resultaron ser más sanguinarios que los villanos a los que derrocaron.
Robespierre: ¿incorruptible defensor del pueblo o dictador implacable?
La historia oficial presenta a Robespierre como un idealista radical que, si bien cometió excesos, lo hizo siempre guiado por su férrea convicción en los principios revolucionarios y la defensa de la república frente a sus enemigos. Se le describe como austero, dedicado y comprometido con la causa del pueblo.
Qué conveniente resulta este retrato. Lo cierto es que Robespierre, ese supuesto defensor de la virtud republicana, vivía cómodamente en la casa del acaudalado carpintero Maurice Duplay mientras enviaba al cadalso a cualquiera que considerara tibio en su entusiasmo revolucionario. Su obsesión por la «virtud» alcanzó niveles patológicos, llegando a ejecutar incluso a sus antiguos aliados como Danton y Desmoulins. «La virtud sin terror es impotente», declaró, una frase que podría haber firmado cualquier dictador sanguinario de la historia. Pero cuando eres el héroe del relato escolar, tus masacres se convierten en «medidas excepcionales necesarias».
Durante el Terror, se implementó un sistema legal que aceleraba los juicios contra los «enemigos de la revolución», permitiendo mantener la pureza de los ideales revolucionarios frente a la contrarrevolución y la traición.
Este «sistema legal» consistía básicamente en tribunales revolucionarios donde la presunción de inocencia brillaba por su ausencia. La «Ley de Sospechosos» permitía arrestar a cualquiera por meras sospechas de oposición al régimen. Las ejecuciones se convirtieron en espectáculos públicos donde las multitudes vitoreaban cada cabeza cortada. Las «noyades» de Nantes, donde miles de personas fueron ahogadas en el río Loira, o las «fusillades» de Lyon, apenas aparecen en los relatos escolares. Demasiado incómodo para la narrativa de liberación y progreso. El Antiguo Régimen ejecutaba a sus opositores y era tiranía; la Revolución exterminaba a los suyos y era «justicia revolucionaria».
Después de la tormenta: Directorio, Consulado… e Imperio
Tras la caída de Robespierre en el Termidor (julio de 1794), Francia emprendió un camino hacia la estabilización política mediante el Directorio y posteriormente el Consulado. Estos períodos, según la versión oficial, representaron una consolidación de los logros revolucionarios y un retorno al orden.
Lo que rara vez se explica es que esta «consolidación» significó básicamente el abandono de casi todos los principios revolucionarios iniciales. El Directorio fue un régimen corrupto dominado por especuladores y nuevos ricos, que reprimió tanto a realistas como a jacobinos. Y luego llegó Napoleón Bonaparte, quien completó la traición a los ideales revolucionarios estableciendo un Imperio hereditario, con una nueva nobleza, una nueva corte y un nuevo absolutismo… Pero como era un absolutismo con tricolor y retórica pseudo-revolucionaria, muchos historiadores lo tratan con indulgencia. La revolución que supuestamente liberó al pueblo de la tiranía monárquica acabó con un emperador coronándose a sí mismo. Menuda victoria para la república.
La figura de Napoleón Bonaparte suele presentarse como el heredero que exportó los valores revolucionarios por toda Europa, expandiendo los códigos legales modernos y los principios de igualdad civil.
Es fascinante cómo se vende a Napoleón como «exportador de la revolución» cuando restableció la esclavitud que la Convención había abolido, cuando suprimió la libertad de prensa, cuando creó una nueva aristocracia imperial, y cuando envió a morir a millones de franceses en guerras de conquista. Sus códigos legales, tan alabados, eliminaron derechos que las mujeres habían ganado durante la revolución, como el divorcio igualitario. Pero claro, como conquistó media Europa y generó mitos heroicos, le perdonamos el pequeño detalle de haber enterrado los ideales revolucionarios bajo una corona imperial. La libertad, igualdad y fraternidad quedaron reducidas a lemas en monedas y banderas, mientras el poder real seguía en manos de unos pocos.
El legado selectivo: una revolución a la carta
La narración oficial celebra el legado de la Revolución Francesa como el nacimiento de la democracia moderna, los derechos humanos y el estado de derecho. Se exaltan sus documentos fundacionales como inspiradores de movimientos democráticos en todo el mundo.
Esta narrativa selectiva ignora convenientemente que la Revolución Francesa fue también la primera experiencia de totalitarismo moderno, con su culto a la razón, sus fiestas civiles obligatorias, su vigilancia sistemática de los ciudadanos y su represión brutal de la disidencia. En lugar de reconocer esta complejidad, la historia oficial separa lo «bueno» (la Declaración de Derechos, los principios abstractos) de lo «malo» (el Terror, las masacres), como si fueran elementos separables y no consecuencias del mismo proceso ideológico. Así, las escuelas pueden enseñar una revolución esterilizada, donde los principios brillan sin la sangre que costaron.
Los libros de texto subrayan cómo la Revolución Francesa abolió los privilegios feudales, promovió la meritocracia y sentó las bases para un mundo más justo e igualitario.
Lo que no suelen explicar es que, bajo esta retórica igualitaria, simplemente se sustituyó una aristocracia de nacimiento por una oligarquía de dinero. Los sans-culottes, esos heroicos trabajadores urbanos que pusieron los muertos en las jornadas revolucionarias, acabaron tan pobres como empezaron, mientras los burgueses compraban a precio de saldo las propiedades confiscadas a la iglesia y la nobleza. La revolución que supuestamente se hizo para el pueblo terminó siendo principalmente para la burguesía. Pero esa conclusión no queda tan bonita en los murales conmemorativos ni en los actos del 14 de julio.
La Revolución y la Iglesia: la libertad religiosa según los revolucionarios
La narrativa tradicional describe la relación entre la Revolución y la Iglesia como una necesaria separación entre el poder político y el religioso, presentando las medidas anticlericales como pasos hacia la libertad de conciencia y la modernización del Estado.
Lo que esta versión edulcorada oculta es la brutal persecución religiosa que incluyó el cierre forzoso de miles de iglesias, la ejecución de sacerdotes y monjas, y la profanación sistemática de lugares sagrados. La «libertad religiosa» revolucionaria significó en la práctica la imposición de cultos artificiales como el de la Razón o el Ser Supremo. En la Vendée, la represión contra los campesinos católicos alcanzó niveles genocidas, con columnas infernales que arrasaron poblaciones enteras. Pero claro, como eran campesinos «supersticiosos» opuestos al «progreso», su exterminio apenas merece una nota al pie en los manuales escolares. Los muertos incómodos siempre se entierran bajo la retórica de la necesidad histórica.
Los olvidados de la Revolución: mujeres, esclavos y pobres
Las celebraciones de la Revolución Francesa suelen centrarse en la universalidad de sus principios y en cómo estos sentaron las bases para la emancipación futura de todos los grupos sociales.
Esta narración convenientemente ignora que la revolución no solo excluyó activamente a las mujeres de los derechos políticos, sino que prohibió explícitamente sus clubes y organizaciones. Figuras como Olympe de Gouges o Théroigne de Méricourt, inicialmente revolucionarias entusiastas, acabaron guillotinadas o en el manicomio cuando se atrevieron a sugerir que la igualdad también incluía al sexo femenino. En cuanto a los esclavos de las colonias, aunque la Convención abolió momentáneamente la esclavitud en 1794, fue solo después de que Toussaint Louverture y los esclavos haitianos la abolieran por su cuenta con las armas en la mano. Napoleón, el heredero de la revolución, se apresuró a restablecerla en 1802. Y respecto a los pobres urbanos y rurales, pronto descubrieron que los derechos abstractos no llenaban estómagos vacíos. Las revueltas por hambre durante el período revolucionario fueron reprimidas con la misma brutalidad que bajo el Antiguo Régimen. Pero estos «detalles» manchan la imagen impoluta del gran relato revolucionario, así que mejor mencionarlos de pasada o directamente ignorarlos.
Revolución e historiografía: elegir la versión que nos conviene
La narrativa dominante sobre la Revolución Francesa ha experimentado cambios significativos a lo largo del tiempo, con interpretaciones que van desde la marxista (que la ve como el triunfo de la burguesía sobre la aristocracia) hasta la liberal (que enfatiza el nacimiento de los derechos individuales).
Lo fascinante es cómo cada época y cada corriente política ha moldeado la Revolución Francesa a su imagen y semejanza. Los conservadores del siglo XIX la veían como un baño de sangre innecesario; los republicanos, como el glorioso nacimiento de la Francia moderna; los marxistas, como una etapa necesaria pero incompleta hacia la revolución proletaria. La historia escolar, dependiendo del gobierno de turno, enfatiza unos aspectos y minimiza otros. Es como un buffet histórico donde cada uno se sirve la revolución que mejor refuerza sus convicciones previas. ¿Te molesta el Terror? Ignóralo o preséntalo como una desviación. ¿Te incomoda que acabara en un imperio? Destaca las reformas administrativas de Napoleón. El mito revolucionario es tan maleable que sirve tanto para justificar repúblicas liberales como dictaduras populistas. Una revolución para todos los gustos, siempre que no se mire demasiado de cerca.
La imagen frente a la realidad: revolución como espectáculo
Los símbolos de la Revolución Francesa —la toma de la Bastilla, la Marsellesa, la bandera tricolor, el gorro frigio— han perdurado como iconos potentes del cambio político y social, convirtiéndose en un lenguaje visual universal de la revolución.
Esta potente iconografía ha sobrevivido mucho mejor que los hechos históricos, creando una especie de parque temático revolucionario donde la guillotina se convierte en souvenir turístico y María Antonieta en villana de película Disney. Los aniversarios de la revolución se celebran con desfiles, fuegos artificiales y champán —ese símbolo de lujo aristocrático—, mientras se olvida convenientemente que la mayoría de franceses que vivieron la revolución experimentaron hambre, miedo y violencia. La revolución se ha convertido en una marca país, un producto de exportación cultural que vende mucho mejor sin las complicaciones morales de las purgas, las persecuciones religiosas o el fracaso final de sus ideales. Es más fácil agitar banderas tricolores que explicar cómo una revolución por la libertad derivó en una dictadura, o cómo los derechos del hombre coexistieron con el Terror. Pero así es la historia que nos gusta consumir: brillante en la superficie, con la sangre convenientemente oculta bajo la alfombra republicana.
El verdadero saldo de la revolución: cambios cosméticos y nuevos amos
El balance final que nos presenta la historia oficial es el de una transformación social profunda que, a pesar de sus excesos, cambió Francia y el mundo para siempre, estableciendo principios que hoy consideramos fundamentales.
Este balance triunfalista oculta una verdad más prosaica: para la mayoría de franceses comunes, la vida cotidiana después de la revolución siguió siendo una lucha por la subsistencia. Los campesinos pasaron de pagar diezmos a la iglesia y tributos a los señores a pagar impuestos al nuevo Estado burgués. Los trabajadores urbanos vieron cómo la Ley Le Chapelier prohibía sus asociaciones en nombre de la libertad económica. Las mujeres perdieron incluso algunos derechos que tenían bajo el Antiguo Régimen. Y mientras tanto, especuladores y oportunistas amasaban fortunas comprando bienes nacionales. La gran revolución que supuestamente lo cambió todo dejó intactas muchas estructuras de poder; simplemente cambió las personas que las ocupaban. Como resumió el astuto Talleyrand, quien sirvió tanto al rey como a la república y al imperio: «Hay que cambiar algo para que todo siga igual». Esta es quizás la lección más incómoda de la Revolución Francesa: que incluso las transformaciones más radicales pueden ser cooptadas por nuevas élites, convirtiendo ideales libertarios en nuevas formas de dominación. Pero es una lección demasiado cínica para los libros de texto, que prefieren el final feliz de «y así nació la democracia moderna» a la conclusión más ambigua de «y así aprendimos lo fácil que es traicionar una revolución».