El Mito del Presidente Ingeniero Frente al Colapso de 1929
Cuando la economía estadounidense se derrumbó en 1929, un hombre de reconocida inteligencia y extraordinaria capacidad de gestión ocupaba la Casa Blanca. Herbert Hoover, el 31º presidente de Estados Unidos, ingresaba en la categoría de mandatarios payasos no por necedad o corrupción, sino por algo quizás peor: una obstinada confianza en principios ideológicos que resultaron catastróficamente inadecuados frente a la realidad económica.
Aunque no le faltaban méritos. Antes de su presidencia, Hoover se había labrado una reputación impecable como gestor humanitario durante la Primera Guerra Mundial, organizando la distribución de alimentos a millones de europeos. «El Gran Humanitario», le llamaban. Vaya ironía que acabaría siendo recordado por los poblados de chabolas que llevaban su nombre: las «Hoovervilles», donde miles de estadounidenses hambrientos se hacinaban en casuchas improvisadas con cartones y chapas. De humanitario a epónimo de la miseria. Un downgrade considerable.
La historia oficial suele presentarlo como un presidente superado por las circunstancias, un buen hombre atrapado en una tormenta financiera sin precedentes. Las versiones más amables del relato oficial nos hablan de un Hoover que hizo «lo que pudo» con los conocimientos económicos disponibles en su época.
Lo que pudo, mis polainas. Lo que Hoover hizo fue aferrarse con uñas y dientes a dogmas económicos mientras el país se desangraba. Era como un médico negándose a usar un torniquete en una hemorragia porque «en teoría, el cuerpo debería autocurarse». Spoiler: no lo hizo.
La Gran Depresión y el Hombre que No Quiso Ver
El 24 de octubre de 1929, el mercado bursátil estadounidense colapsó. El famoso «Jueves Negro» marcó el inicio de la mayor crisis económica del siglo XX. En pocos meses, la tasa de desempleo pasó del 3% a superar el 25%, miles de bancos quebraron, y millones de norteamericanos perdieron sus ahorros, sus hogares y sus medios de subsistencia.
La versión novelada cuenta que nadie podía prever semejante desastre. Falso. Numerosos economistas venían advirtiendo sobre la burbuja especulativa. Incluso el taxista que te llevaba a Wall Street podía darte acciones «garantizadas» mientras el mercado inmobiliario de Florida se disparaba a niveles absurdos. Señales había por doquier, pero Hoover, como buen ingeniero, sólo veía los números que encajaban en su visión del mundo.
Ante esta catástrofe, la respuesta inicial de Hoover fue… convocar reuniones. Muchas reuniones. Reuniones con líderes empresariales, a quienes pedía «compromisos voluntarios» para mantener los salarios y el empleo. Reuniones con alcaldes y gobernadores, instándoles a acelerar obras públicas con fondos locales. Reuniones con organizaciones benéficas, a las que transfería la responsabilidad de alimentar a los hambrientos.
Y mientras el gran gestor organizaba sus cumbres ejecutivas en Washington, la gente común se comía los zapatos. Literalmente. Hay informes de familias hirviendo el cuero de sus zapatos viejos para extraer algo de sustancia. Quizás Hoover pensaba que esas reuniones producirían comida por generación espontánea.
El Dogma Ideológico por Encima del Pragmatismo
El problema fundamental de Hoover residía en su inquebrantable creencia en el «individualismo resistente» (rugged individualism) y su profunda aversión a la «intervención directa» del gobierno federal en la economía. Para él, la asistencia directa a los ciudadanos empobrecidos destruiría su carácter y crearía dependencia.
Vamos, que mientras millones de personas hacían cola para recibir un plato de sopa, Hoover se preocupaba por su desarrollo moral. «Pasar hambre te forja el carácter», debía pensar. Una pena que no probara su propia medicina ideológica. La Casa Blanca, por cierto, seguía sirviendo banquetes exquisitos durante su mandato.
En 1930, con la crisis empeorando, Hoover tomó una decisión que los historiadores económicos consideran prácticamente criminal: firmó la Ley Smoot-Hawley, que elevó los aranceles a más de 20.000 productos importados. Su intención era proteger a los productores estadounidenses.
El resultado fue exactamente el contrario. Países como Canadá, Gran Bretaña, Francia y Alemania respondieron con sus propios aranceles. El comercio internacional se desplomó un 66% entre 1929 y 1934. Es como intentar apagar un incendio rociándolo con gasolina premium y luego sorprenderse cuando las llamas alcanzan el techo.
La Intervención Que No Fue
A medida que la crisis se profundizaba, Hoover finalmente emprendió algunas acciones. En 1932 creó la Corporación Financiera para la Reconstrucción (RFC), destinada a prestar dinero a bancos, ferrocarriles y corporaciones en dificultades.
Tomen nota: dinero para los bancos, sermones para la gente común. La RFC era como darle una transfusión a un cadáver mientras dejabas desangrar a los vivos. Las instituciones recibían fondos, pero estos raramente llegaban a las personas que realmente los necesitaban.
Incluso cuando finalmente accedió a proporcionar fondos federales para obras públicas, insistió en que estos proyectos debían ser «autofinanciables» y no aumentar el déficit presupuestario. La presa Hoover, su proyecto emblemático, ejemplifica esta filosofía: una obra monumental que empleó a miles, pero que debía generar ingresos a través de la energía hidroeléctrica.
Un monumento a la contradicción: Hoover construyó una de las mayores intervenciones estatales de la historia de EE.UU. mientras se negaba a admitir que el Estado debía intervenir. Es como ser vegetariano pero permitirse comer carne «sólo si procede de animales muy grandes». La coherencia brilla por su ausencia.
El Revisionismo Histórico: Rehabilitando al Payaso
En décadas recientes, algunos historiadores conservadores han intentado rehabilitar la imagen de Hoover, presentándolo como un reformista progresista incomprendido que hizo más que cualquier presidente anterior para combatir una depresión económica.
Un esfuerzo admirable de contorsionismo histórico. Es como argumentar que el capitán del Titanic en realidad hizo un trabajo excelente porque ordenó bajar los botes salvavidas… después de chocar contra el iceberg que había ignorado deliberadamente. Puntos por intentarlo.
Estos revisionistas señalan iniciativas como la Corporación Financiera para la Reconstrucción o la Administración Federal de Ayuda para la Sequía como evidencia de que Hoover no era el defensor del laissez-faire que la historia ha retratado.
Lo que olvidan mencionar es que estas medidas fueron tan insuficientes e inadecuadas como ofrecer una tirita para tratar una amputación. Sí, técnicamente es «atención médica», pero difícilmente es lo que la situación requería.
El Contraste Revelador: Hoover vs. Roosevelt
La mejor manera de entender el fracaso de Hoover es contrastar sus políticas con las de su sucesor. Cuando Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia en marzo de 1933, la economía estadounidense estaba prácticamente en estado de coma. En sus primeros 100 días, FDR implementó una serie de medidas radicales que constituyeron el primer New Deal.
Roosevelt entró como un tornado en la Casa Blanca: cerró temporalmente todos los bancos para estabilizarlos, creó programas masivos de empleo público, estableció un sistema de seguridad social y reguló Wall Street. Mientras tanto, Hoover probablemente seguía murmurando sobre los peligros del «colectivismo» desde su retiro, como un abuelo refunfuñón que no entiende por qué ya nadie usa sombreros.
Roosevelt entendió algo fundamental que Hoover nunca comprendió: en una crisis de demanda, donde los consumidores no tienen dinero para gastar y las empresas no tienen incentivos para producir, el gobierno es el único actor con capacidad para romper el círculo vicioso.
La respuesta de Hoover a este dilema económico básico fue, esencialmente, esperar a que se arreglara solo. Como estrategia, es comparable a quedarse quieto ante un oso con la esperanza de que, si no te mueves, el animal pierda interés. Puede funcionar con algunos osos. Con depresiones económicas, no tanto.
El Legado de un Presidente Obstinado
El verdadero legado de Herbert Hoover no es su fracaso ante una crisis sin precedentes. Muchos líderes habrían fallado en esas circunstancias. Su legado es la demostración palpable del peligro que representa la rigidez ideológica cuando se enfrenta a realidades que contradicen sus principios.
Hoover no era estúpido ni malvado. Y eso es lo verdaderamente aterrador. Era un hombre brillante, con experiencia administrativa comprobada, que prefirió ver sufrir a su nación antes que cuestionar sus propias convicciones. El dogma ganó a la evidencia, la teoría a la realidad, la ideología a la humanidad.
La historia oficial a menudo pinta a Hoover como una víctima de las circunstancias, un presidente desafortunado que gobernó en el momento equivocado. Esta narrativa convenientemente ignora su responsabilidad en profundizar y prolongar el sufrimiento de millones.
La próxima vez que un político te diga que la solución a una crisis económica es «dejar que el mercado se ajuste», recuerda las Hoovervilles. Recuerda a los veteranos de guerra disparados por orden de Hoover cuando marcharon a Washington pidiendo ayuda. Recuerda que la doctrina económica que defendía no era solo una teoría abstracta: era una sentencia de hambre para familias reales.
La Gran Depresión eventualmente terminó, como todas las crisis. Pero no gracias a Herbert Hoover y su dogmatismo, sino a pesar de ellos. Y esa es quizás la lección más importante que este capítulo de la historia norteamericana nos ofrece: cuando la realidad contradice tus creencias, no son los hechos los que deben cambiar.