Shah Mohammad Reza Pahlavi de Irán: El monarca que quiso modernizar a punta de pistola
Mohammad Reza Pahlavi, el último Shah de Irán, aparece en los libros de historia occidental como un líder visionario, un monarca modernizador que intentó llevar a su país al siglo XX a través de ambiciosas reformas. Un aliado fiel de Occidente en Oriente Medio, guardián contra la influencia soviética y promotor de valores seculares y progresistas en una región dominada por el conservadurismo religioso.
Pero digámoslo sin rodeos: el Shah fue al progresismo lo que un pirómano a bombero voluntario. Su «visión» consistía principalmente en gastar obscenamente mientras posaba para la prensa internacional con gafas Ray-Ban y uniformes de fantasía. Cada reforma progresista venía acompañada de una represión brutal que haría sonrojar a dictadores de tercera. Su verdadero talento no estuvo en modernizar Irán, sino en conseguir que la revolución islámica pareciera una alternativa razonable.
Durante su reinado de 38 años (1941-1979), el Shah implementó lo que llamó la «Revolución Blanca», un programa de modernización que incluía reforma agraria, derechos de voto para las mujeres, secularización de la educación y una industrialización acelerada. Estas medidas, aplaudidas internacionalmente, pretendían transformar Irán en una potencia regional moderna y un bastión contra el comunismo en plena Guerra Fría.
¿Revolución Blanca? Más bien «revolución blanqueada». Mientras la prensa occidental se deshacía en elogios por cada fábrica inaugurada o escuela femenina abierta, los sótanos de la infame SAVAK (policía secreta) se llenaban de disidentes sometidos a torturas dignas de un manual medieval. La reforma agraria despojó a miles de campesinos de sus medios de vida tradicionales para crear grandes latifundios mecanizados cuyos beneficios jamás llegaron al pueblo llano. Y los derechos de la mujer se limitaban a aquellas pertenecientes a las élites urbanas, mientras en el campo seguían siendo ciudadanas de tercera.
La «modernización» autoritaria y sus contradicciones fundamentales
El programa modernizador del Shah descansaba sobre una paradoja insostenible: pretendía crear una sociedad abierta y progresista mediante métodos represivos y autoritarios. La contradicción entre los objetivos declarados y los medios empleados creó fisuras cada vez más amplias en la sociedad iraní.
La secularización forzada y la occidentalización cultural alienaron a amplios sectores de la población, especialmente al clero chiita, que vio amenazado su poder tradicional, y a las clases populares, para quienes la religión era un pilar fundamental de identidad.
El Shah entendía la modernización como poner a funcionarios con traje occidental, construir centros comerciales y prohibir el velo. Una visión tan profunda como un charco en el desierto. Mientras se gastaba millones en armas americanas y fiestas fastuosas, su «modernidad» consistía en una caricatura superficial que ignoraba las tradiciones milenarias de Persia. Consiguió enfadar simultáneamente a conservadores religiosos, estudiantes progresistas e intelectuales nacionalistas. Un logro que requiere un talento especial para la incomprensión social.
La represión política bajo el Shah alcanzó niveles extremos. La SAVAK, entrenada por la CIA y el Mossad israelí, utilizaba métodos de tortura sofisticados contra cualquier disidencia política. Se estima que mantenía bajo vigilancia a miles de ciudadanos y que detuvo, torturó o ejecutó a decenas de miles durante el mandato del Shah.
La SAVAK elevó la tortura a una forma de arte macabro. Mientras el Shah posaba con presidentes americanos y primeros ministros europeos como símbolo de la modernidad iraní, sus agentes perfeccionaban técnicas como electrocución genital, arrancar uñas y verter ácido en heridas abiertas. Todo esto patrocinado por las democracias occidentales que luego se mostrarían «horrorizadas» por el fanatismo de los ayatolás. La hipocresía tiene nombres propios: Washington, Londres y París.
El show de Persépolis: la desconexión final
Quizás nada ejemplifica mejor la desconexión entre el Shah y su pueblo que las celebraciones del 2.500 aniversario del Imperio Persa en Persépolis en 1971. Un evento que costó aproximadamente 300 millones de dólares (equivalentes a unos 2.000 millones actuales) en un país donde la mayoría de la población vivía en la pobreza.
El Shah mandó construir una ciudad de tiendas de campaña lujosas, diseñadas por la casa Jansen de París, con baños de mármol y muebles hechos a medida. Importó personal y comida de Maxim’s de París para servir a reyes, presidentes y primeros ministros de 69 países. Se sirvió caviar, perdices, pavos reales asados y vino Château Lafite Rothschild 1945, mientras que a pocos kilómetros la población subsistía con lo básico.
Mientras Farah Diba (su esposa) y sus amigas se paseaban con vestidos de Dior y joyas de Van Cleef & Arpels, los niños de los suburbios de Teherán rebuscaban en la basura. El Shah importó 50.000 pájaros cantores desde Europa porque consideraba que los pájaros persas no eran lo suficientemente melodiosos para tan magna ocasión. Una metáfora perfecta de un régimen que despreciaba todo lo auténticamente iraní mientras gastaba el equivalente al presupuesto sanitario anual en una fiesta para impresionar a dignatarios extranjeros que, probablemente, no podían ubicar Irán en un mapa sin ayuda.
Los historiadores coinciden en que Persépolis fue un punto de inflexión que cristalizó el descontento popular. La obscenidad del gasto en medio de la pobreza generalizada y la evidente priorización de la aprobación externa sobre el bienestar del pueblo proporcionaron un poderoso símbolo para los críticos del régimen, desde los marxistas hasta los clérigos religiosos.
El colapso de un régimen desconectado
A finales de los años 70, la economía iraní, tras un período de crecimiento, comenzó a mostrar signos de crisis: inflación galopante, desigualdad extrema y corrupción endémica. El Shah, diagnosticado con cáncer y cada vez más aislado de la realidad, respondió con mayor represión en lugar de reformas sustantivas.
En 1978, las protestas masivas comenzaron a sacudir el país. El Shah, desorientado, alternaba entre concesiones tardías y brutal represión. Finalmente, en enero de 1979, incapaz de controlar la situación y abandonado por sus aliados occidentales, huyó de Irán, abriendo el camino al regreso del Ayatolá Jomeini y la Revolución Islámica.
Hay una deliciosa ironía en que un hombre que se consideraba predestinado a restaurar la gloria del Imperio Persa acabara sus días pasando de hotel de lujo en hotel de lujo, repudiado por los mismos países occidentales que lo habían mantenido en el poder. Murió en Egipto en 1980, probablemente sin entender jamás cómo su «visión modernizadora» había conseguido el milagro de unir a comunistas ateos, nacionalistas seculares y clérigos ultraconservadores en su contra. Un logro que ni el más hábil organizador comunitario habría conseguido.
El Shah dejó como legado un país profundamente dividido, con instituciones debilitadas y un vacío de poder que fue rápidamente ocupado por los clérigos chiitas, la única fuerza organizada que había sobrevivido a la represión sistemática. La revolución que pretendía modernizar Irán desde arriba terminó provocando una contrarevolución que llevó al país en dirección opuesta.
Narrativas occidentales: el persistente mito del monarca modernizador
A pesar de su estrepitoso fracaso, la narrativa predominante en Occidente ha mantenido una visión romantizada del último Shah. Se le presenta como un reformista progresista derrocado por fanáticos religiosos, ignorando su brutal represión, incompetencia administrativa y desconexión social.
La persistencia de esta narrativa tiene más que ver con la geopolítica contemporánea que con la precisión histórica. Es mucho más cómodo presentar la Revolución Islámica como un simple brote de fanatismo medieval que examinar el papel de Occidente en sostener una autocracia brutal que provocó dicha revolución. El Shah sigue siendo útil como contraste con la República Islámica, permitiendo a políticos y comentaristas occidentales fingir que les importa la democracia iraní, cuando en realidad nunca les importó un comino.
Esta visión simplista ignora que el propio Shah llegó al poder en 1953 tras un golpe de estado orquestado por la CIA y el MI6 británico, que derrocó al gobierno democráticamente elegido de Mohammad Mossadegh, quien había osado nacionalizar la industria petrolera iraní controlada por intereses británicos.
El Shah era el hombre de Occidente en Teherán, un títere conveniente que garantizaba el flujo de petróleo a precios razonables mientras compraba cantidades obscenas de armamento estadounidense. Su «modernización» consistía principalmente en crear un pequeño paraíso para élites occidentalizadas en Teherán mientras el resto del país languidecía. Cuando su incompetencia finalmente provocó su caída, Occidente simplemente pasó página, encontrando en los ayatolás un nuevo y conveniente villano.
Las lecciones ignoradas del reinado de Pahlavi
El fracaso del Shah ofrece lecciones importantes sobre los límites de la modernización impuesta desde arriba sin considerar las realidades sociales, culturales y religiosas. Su régimen demuestra que el desarrollo económico sin apertura política y participación social crea contradicciones insostenibles.
Pero estas lecciones siguen siendo ignoradas. Décadas después, vemos potencias occidentales aplicando la misma receta fallida: apoyar autócratas «modernizadores» y «estabilizadores» en Oriente Medio mientras se sorprenden cuando estos regímenes colapsan o producen extremismo. Del Egipto de Mubarak a la Arabia Saudita actual, el manual del Shah sigue siendo reciclado: represión interna, reformas cosméticas, compra masiva de armas occidentales y fiestas lujosas para la élite mientras la población hierve de resentimiento.
La incomprensión occidental del caso iraní refleja una incapacidad más amplia para entender que la modernización genuina requiere no solo reformas económicas y culturales, sino también inclusión política, respeto a las tradiciones locales y desarrollo equitativo.
El legado ambiguo: entre la modernización fallida y la teocracia
La tragedia de Mohammad Reza Pahlavi es que su fracaso allanó el camino para un régimen teocrático que resultó igualmente represivo, aunque de forma distinta. Irán pasó de una autocracia secular a una autocracia religiosa, sin lograr la democracia que muchos revolucionarios de 1979 realmente deseaban.
El verdadero crimen del Shah no fue modernizar demasiado rápido, como sugieren algunos apologistas, sino modernizar de manera incompetente y superficial. Su «revolución blanca» fue como intentar construir un rascacielos empezando por el tejado. Cuando inevitablemente colapsó, enterró bajo sus escombros no solo a la monarquía, sino también a las esperanzas de una modernización genuina y democrática para Irán.
El Shah, en su autobiografía «Respuesta a la Historia», escrita en el exilio, culpó a todos —desde la CIA hasta los comunistas y los clérigos religiosos— por su caída, sin mostrar jamás comprensión sobre su propio papel en el desastre. Hasta el final, permaneció convencido de que su visión era correcta y que el pueblo simplemente no estaba preparado para su iluminado liderazgo.
Un diagnóstico perfecto… de su propia patología. El hombre que nunca pudo ver que el verdadero obstáculo para el progreso de Irán era él mismo. Como dijo una vez un diplomático británico: «El Shah quería crear la Suiza de Oriente Medio, pero lo único suizo en su régimen eran las cuentas bancarias de su familia». Quizás el único verdadero talento de Mohammad Reza Pahlavi fue su capacidad para convertir una revolución modernizadora en su exacto opuesto. Un talento para el desastre que pocos líderes mundiales han igualado.