Cuando Occidente financiaba al «carnicero de Bagdad»
Hay historias que los libros escolares prefieren pasar por alto. La versión que todos conocemos suele comenzar en 1990, con Saddam Hussein como el villano indiscutible que invadió Kuwait, provocando la operación «Tormenta del Desierto». Un dictador sanguinario que, según el relato oficial, representaba todo lo que Occidente combatía: tiranía, violaciones de derechos humanos y ambiciones expansionistas.
Pero esperen, ¿alguien recuerda qué hacía este «monstruo» durante la década anterior? Porque resulta que antes de convertirse en el enemigo público número uno, Saddam era el «amigo incómodo» que Occidente prefiere borrar de la foto familiar. Como esa tía alcoholizada que aparece en todas las fotos navideñas pero de la que nadie habla en reuniones formales. En la serie Aliados Inoportunos, Saddam Hussein merece un lugar de honor.
En el relato oficial, la Guerra Irán-Iraq (1980-1988) se presenta como un conflicto regional entre dos potencias de Oriente Medio, una lucha entre la recién nacida República Islámica de Irán y el Iraq laico de Saddam Hussein. Un enfrentamiento ajeno a los intereses occidentales.
Lo que convenientemente se omite es que este «conflicto regional» fue alimentado, financiado y orquestado desde las capitales occidentales. Washington, Londres, París y Bonn no solo observaban desde la barrera: estaban pasando las municiones y vendiendo las entradas. Todo un espectáculo de hipocresía geopolítica que haría ruborizarse a Maquiavelo.
La amenaza iraní: el enemigo perfecto
La revolución iraní de 1979 provocó pánico en las cancillerías occidentales. El derrocamiento del Sha, fiel aliado de Occidente, y la instauración de una república islámica bajo el liderazgo del ayatolá Jomeini, representaba una amenaza a los intereses petrolíferos y estratégicos en la región. La crisis de los rehenes en la embajada estadounidense en Teherán terminó de definir a Irán como el nuevo archienemigo.
Lo que nadie dice es que el Sha Mohammad Reza Pahlavi, ese amigo tan querido por Occidente, dirigía uno de los regímenes más represivos de la región. La SAVAK, su policía secreta entrenada por la CIA, torturaba a disidentes con métodos que harían vomitar a un verdugo medieval. Pero ey, era «nuestro hijo de puta», como supuestamente dijo Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Somoza. La diplomacia occidental siempre ha tenido estos lapsus de memoria selectiva.
En este contexto, Saddam Hussein, quien había accedido al poder en Iraq en 1979, vio una oportunidad para expandir su influencia y conquistar la provincia petrolera de Juzestán. Con el respaldo tácito de las potencias occidentales, lanzó una invasión contra Irán en septiembre de 1980.
Aquí viene lo bueno: esta invasión violaba flagrantemente el derecho internacional, exactamente el mismo pecado por el que una década después Occidente justificaría bombardear Iraq hasta la Edad Media. Pero en 1980, la prensa occidental apenas calificó la invasión como «agresión». Más bien fue presentada como una respuesta «necesaria» ante la «amenaza» del fundamentalismo islámico.
El hipócrita baile diplomático
La postura oficial de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania durante la guerra Irán-Iraq fue de «neutralidad». En teoría, no apoyaban a ninguno de los dos bandos y abogaban por una solución pacífica.
Lo de «neutralidad» es para morirse de risa. En 1982, cuando las fuerzas iraníes habían recuperado su territorio y amenazaban con invadir Iraq, la administración Reagan retiró a Iraq de la lista de países patrocinadores del terrorismo. Un movimiento burocrático que, oh casualidad, permitió comenzar a enviar «ayuda no letal» y facilitar créditos agrícolas. Porque nada dice «neutralidad» como financiar a uno de los bandos mientras le guiñas el ojo.
El 20 de diciembre de 1983, Donald Rumsfeld, entonces enviado especial de Reagan, viajó a Bagdad y se reunió con Saddam Hussein. Las imágenes del apretón de manos entre ambos – que las autoridades estadounidenses intentaron enterrar años después – simbolizan la hipocresía de la política exterior occidental.
Esa reunión se produjo exactamente un mes después de que Reagan firmara la Directiva de Seguridad Nacional 114, que establecía que Estados Unidos haría «lo que fuera necesario y legal» para evitar que Iraq perdiera la guerra. Rumsfeld no viajó a Bagdad a hablar del clima. La conversación incluyó el restablecimiento de relaciones diplomáticas y, sorpresa, la construcción de un oleoducto hasta Aqaba (Jordania) financiado por el Banco de Exportación e Importación de EE.UU.
Durante los años siguientes, la «neutralidad» occidental se tradujo en un constante flujo de tecnología, inteligencia militar y armamento hacia Iraq. Francia proporcionó cazas Mirage F-1 y misiles Exocet, Alemania colaboró en la construcción de plantas químicas y bunkers, Reino Unido envió radares y sistemas de defensa, mientras empresas estadounidenses suministraban helicópteros, equipos informáticos y materiales de «doble uso».
Lo que viene a continuación es simplemente repugnante. En 1984, el Departamento de Estado de EE.UU. tenía evidencias de que Iraq estaba utilizando armas químicas contra las tropas iraníes, una violación flagrante del Protocolo de Ginebra de 1925. ¿La respuesta de Washington? Condenar públicamente… a ambas partes (sin mencionar específicamente a Iraq) mientras continuaba el apoyo al régimen de Saddam. El mensaje era claro: podías gasear a tus enemigos siempre que fueran también nuestros enemigos. La ética internacional en su máxima expresión.
Tecnología occidental para matar iraníes
El apoyo tecnológico de Occidente a Iraq no se limitó a equipamiento militar convencional. Empresas occidentales, con el conocimiento y beneplácito de sus gobiernos, contribuyeron decisivamente al desarrollo de los programas de armas químicas y biológicas iraquíes.
El informe del Senado estadounidense de 1994 titulado «Exportaciones de EE.UU. a Iraq: Una historia detallada de aprobación de licencias» reveló que el gobierno de Reagan había autorizado la venta de toxinas mortales a Iraq, incluyendo cepas de ántrax, botulismo y otras bacterias que podrían usarse para crear armas biológicas. Entre las empresas implicadas estaban gigantes como Alcolac International, que exportó tioglicolato, un precursor de gas mostaza. Todo perfectamente legal gracias a interpretaciones creativas de las regulaciones de exportación.
Alemania Occidental, supuesto bastión de los valores democráticos en Europa, desempeñó un papel crucial en el desarrollo del programa de armas químicas iraquí. Empresas como Karl Kolb GmbH y Pilot Plant proporcionaron equipamiento especializado que, según declararon más tarde, era para «uso civil» en insecticidas. El hecho de que estas fábricas se ubicaran estratégicamente en complejos militares parecía no levantar sospechas entre las autoridades alemanas.
En 1988, cuando la CNN mostró imágenes de miles de kurdos muertos por gas en Halabja, los mismos gobiernos que habían proporcionado la tecnología para fabricar esos gases expresaron su «profunda preocupación». Un gesto tan hipócrita como inútil para las 5.000 víctimas. Algunos funcionarios occidentales incluso intentaron culpar a Irán del ataque, en una pirueta propagandística que habría hecho sonrojar a Goebbels.
Francia, por su parte, suministró a Iraq tecnología nuclear a través del reactor Osirak, supuestamente para «fines pacíficos». Tan pacíficos que Israel lo bombardeó en 1981, provocando condenas internacionales pero probablemente evitando que Saddam obtuviera armas nucleares.
Por cierto, cuando Israel bombardeó Osirak, Estados Unidos condenó la acción como «inaceptable». Una década después, bombardear Iraq para destruir sus instalaciones de armas de destrucción masiva se convertiría en política oficial estadounidense. La coherencia nunca ha sido el fuerte de la diplomacia.
Financiando a un dictador
Además del apoyo tecnológico y militar, Occidente proporcionó a Saddam Hussein el soporte financiero necesario para sostener una guerra que costaba a Iraq unos 14.000 millones de dólares anuales.
Aquí está la parte jugosa: los mismos países que luego congelarían activos iraquíes por violaciones de derechos humanos, estaban en los 80 abriendo sus arcas para financiar esas mismas violaciones. Como diría mi abuela, es como prohibir los dulces a tus hijos mientras les rellenas los bolsillos de caramelos.
Kuwait y Arabia Saudita, con el beneplácito de sus protectores occidentales, proporcionaron a Iraq préstamos por valor de 50.000 millones de dólares. Estados Unidos facilitó créditos del Commodity Credit Corporation supuestamente para «compras agrícolas», que en realidad liberaban otros fondos para el esfuerzo bélico.
El programa de garantías de crédito a la exportación del Departamento de Agricultura de EE.UU. concedió a Iraq 5.000 millones en garantías entre 1983 y 1990. Teóricamente para comprar trigo y arroz. Es curioso cómo ese programa se disparó justo después de que Iraq comenzara a usar armas químicas. Debe ser coincidencia, como también debe serlo que el Banco Nacional de Atlanta (BNL) financiara ilegalmente a Iraq con 5.000 millones en préstamos. Un escándalo que se destapó sólo cuando Iraq ya no era útil.
El Banco de Exportación e Importación de EE.UU., cuyo propósito es promover las exportaciones estadounidenses, aprobó créditos para proyectos iraquíes por valor de más de 500 millones de dólares, muchos de ellos con aplicaciones militares directas.
Y mientras tanto, en el Congreso de EE.UU., algunos senadores como Claiborne Pell advertían sobre la locura de armar a Saddam Hussein. Sus voces fueron sistemáticamente ignoradas. Como dijo George Orwell: «En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario». Y también, al parecer, un acto completamente inútil.
La reescritura de la historia
Cuando Iraq invadió Kuwait en agosto de 1990, la percepción occidental de Saddam Hussein cambió de la noche a la mañana. El aliado estratégico se convirtió en el «nuevo Hitler», según la flamante comparación del presidente George H.W. Bush.
Es fascinante cómo funciona la amnesia política. Los mismos funcionarios que sonreían junto a Saddam ahora lo presentaban como si siempre hubiera sido un monstruo. Ninguna mención a las anteriores ventas de armas, los créditos, la inteligencia compartida o las fotos sonrientes con Rumsfeld. La historia oficial comenzaba en 1990, como si los años anteriores hubieran sido borrados de un plumazo. George Orwell aplaudiría: «Quien controla el presente, controla el pasado».
Durante la preparación de la operación «Tormenta del Desierto», los documentos que vinculaban a Occidente con el régimen iraquí comenzaron a desaparecer de los archivos públicos. La investigación sobre el escándalo del BNL fue obstaculizada. Empresas como Alcolac recibieron multas ridículas comparadas con sus beneficios por vender precursores químicos.
Testigos ante el Congreso estadounidense modificaron convenientemente sus testimonios. Informes fueron redactados de nuevo. Clasificaciones de seguridad fueron impuestas retroactivamente. Todo un ejercicio de «control de daños» para evitar que el público occidental descubriera que sus gobiernos habían armado al mismo dictador contra el que ahora enviaban a sus hijos a combatir.
Durante la guerra de 2003, cuando la administración Bush hijo justificó la invasión por la supuesta posesión de armas de destrucción masiva, ningún funcionario mencionó que, si Iraq realmente tenía tales armas, habían sido desarrolladas con tecnología occidental. La narrativa se centraba únicamente en la amenaza que representaba Saddam, no en quiénes le habían proporcionado los medios para ser amenazante.
La ironía alcanzó niveles estratosféricos cuando Donald Rumsfeld, el mismo que había estrechado la mano de Saddam en 1983, declaró en 2002 que «sabemos que tienen armas de destrucción masiva». Lo que no dijo es «lo sabemos porque les vendimos la tecnología para fabricarlas». Un pequeño detalle que se perdió en la fiebre patriótica previa a la invasión.
El legado tóxico de la hipocresía
La historia del apoyo occidental a Saddam Hussein durante la guerra Irán-Iraq representa uno de los ejemplos más claros de la hipocresía que caracteriza a la política internacional. Las implicaciones de esta relación se extienden mucho más allá de un simple «error de cálculo» diplomático.
El legado más directo y trágico de esta hipocresía lo sigue pagando el pueblo iraquí. Las décadas de sanciones, bombardeos e invasiones justificadas para «liberar» a Iraq del dictador al que Occidente había armado han dejado un país destrozado. Como diría un cínico: «Te construimos, te destruimos, te reconstruimos. Y te mandamos la factura por triplicado».
Las víctimas de los ataques con armas químicas en Halabja y otros lugares nunca recibieron justicia. Las empresas occidentales que proporcionaron la tecnología para esos ataques continuaron haciendo negocios, a menudo con los mismos gobiernos que fingían indignación por los crímenes de guerra de Saddam.
Cuando Human Rights Watch presentó en 1993 su informe «Iraq’s Crime of Genocide» sobre los ataques contra los kurdos, documentando la implicación occidental en el equipamiento químico iraquí, las principales cadenas de noticias apenas lo mencionaron. Después de todo, ¿qué cadena quiere contradecir la narrativa oficial mientras sus corresponsales están «empotrados» con las tropas en el próximo conflicto?
Quizás el legado más duradero ha sido la profunda desconfianza hacia Occidente en Oriente Medio. La percepción de doble moral —apoyar dictaduras cuando es conveniente y luego derrocarlas en nombre de la democracia— ha alimentado el antiamericanismo y el sentimiento anti-occidental en toda la región.
Para los habitantes de Oriente Medio, no hay misterio aquí. En las calles de Teherán, Bagdad o El Cairo, cualquiera puede explicar cómo funciona la política occidental: «Nos venden armas, nos enfrentan entre nosotros, bombardean a quienes se rebelan y luego nos dan lecciones de democracia y derechos humanos». Una percepción que, por cierto, es bastante precisa a la luz de los hechos.
La lección no aprendida
La relación entre Occidente y Saddam Hussein debería servir como caso de estudio sobre los peligros de la política pragmática llevada al extremo, donde los principios democráticos y humanitarios se sacrifican en el altar de los intereses geopolíticos.
Podríamos esperar que esta experiencia hubiera enseñado alguna lección, pero la lista posterior de «amigos incómodos» de Occidente —desde los muyahidines afganos hasta diversos dictadores africanos— sugiere que el único aprendizaje fue mejorar las técnicas de ocultación. Como dice el refrán: «El que no aprende de la historia está condenado a repetirla». Y al parecer, Occidente es un pésimo estudiante.
La paradoja final es que las armas de destrucción masiva que sirvieron como justificación para la guerra de 2003 nunca fueron encontradas. Ya fuera porque Iraq realmente las había destruido o porque nunca alcanzó la capacidad operativa que Occidente temía, la ironía es innegable: Occidente invadió Iraq para eliminar unas armas que ellos mismos habían ayudado a desarrollar y que probablemente ya no existían.
La historia de Saddam Hussein y su relación con Occidente es, en última instancia, un recordatorio de que la política exterior rara vez se guía por los principios que proclama defender. Como escribió el historiador Howard Zinn: «No puedes ser neutral en un tren en marcha». Y Occidente nunca ha sido neutral, aunque le encanta fingir que lo es.
Conclusión: cuando la memoria es incómoda
La próxima vez que escuches a un político occidental hablar sobre la necesidad de intervenir militarmente para derrocar a un dictador, pregúntate: ¿qué relación tenía ese mismo político (o su país) con ese dictador hace cinco o diez años? La respuesta suele ser reveladora.
Es fascinante cómo la historia oficial siempre empieza en el momento más conveniente, borrando las complicidades previas. Como si la historia fuera una serie de Netflix donde puedes saltarte las temporadas inconvenientes. «Anteriormente, en Las Aventuras Imperiales de Occidente…» es un resumen que nunca verás en los libros de texto.
El caso de Saddam Hussein nos enseña que la política internacional rara vez es una lucha entre buenos y malos, sino más bien un tablero de ajedrez donde las piezas cambian de color según la conveniencia del momento. Y nosotros, el público, somos los únicos que parecen sorprenderse cuando descubren que el juego estaba amañado desde el principio.
En la serie Aliados Inoportunos, Saddam Hussein ocupa un lugar especial no sólo por la magnitud del apoyo occidental que recibió, sino por la magnitud de la hipocresía posterior. Un recordatorio de que, en política internacional, no hay principios inmutables, sólo intereses permanentes. Y de que la versión de la historia que nos cuentan suele ser la que mejor conviene a quienes la escriben.
La verdadera lección de esta historia no es que Occidente haya apoyado a un dictador —algo que ha hecho repetidamente— sino la facilidad con la que reescribió esa relación cuando dejó de ser conveniente. Una capacidad para la amnesia selectiva que sería admirable si no fuera tan peligrosa.