Campos de concentración japoneses en EE.UU.: una lección de democracia selectiva
Este artículo pertenece a la serie Historia por Encargo, donde desmenuzamos cómo distintos gobiernos han reescrito capítulos enteros para que la vergüenza nacional parezca un accidente administrativo con buena prensa.
El relato oficial: seguridad nacional en tiempos de guerra
Cuando los libros de historia estadounidense se atreven a mencionar el internamiento de más de 120.000 japoneses-americanos durante la Segunda Guerra Mundial, suele hacerse envuelto en una capa de “necesidad estratégica”, “clima de tensión bélica” y otros eufemismos que cabrían en una caja de balas con bandera. Se trató —dicen— de una medida preventiva tras el ataque a Pearl Harbor. Un error, quizás. Pero un error bienintencionado, patriótico y con uniforme planchado.
“Una decisión difícil, pero necesaria para proteger al país en tiempos de guerra”.
— Versión oficial para uso escolar, edición simplificada para cerebros en formación cívica.
El espejo roto: el racismo como doctrina de Estado
Ahora bien, cuando se rascó un poco más allá del barniz patriótico, empezaron a salir las astillas. Documentos desclasificados del propio gobierno estadounidense revelaron que ni el ejército, ni la inteligencia, ni el FBI creían que los ciudadanos de origen japonés representaran una amenaza real. De hecho, se opusieron a su detención masiva.
“No hemos hallado evidencia alguna que justifique acciones contra la población nisei”.
— Informe del FBI, 1942 (sí, el mismo FBI que luego perseguía comunistas en tazas de café).
¿Entonces por qué se montaron aquellos campos de internamiento? Pues por racismo descarado y conveniencia política. Porque el presidente Franklin D. Roosevelt, el mismo que firma la orden ejecutiva 9066, sabía perfectamente que aquello no era una medida de seguridad, sino una jugada para apaciguar la paranoia blanca de la Costa Oeste y ganar puntos entre los sectores más xenófobos del país. Un cálculo electoral con presos como fichas.
El internamiento: entre la humillación y el desarraigo
Durante más de tres años, hombres, mujeres y niños fueron arrancados de sus hogares, obligados a abandonar negocios, propiedades y vidas enteras, para ser encerrados en campos vallados en medio del desierto o de tierras baldías. Sin acusación formal. Sin juicio. Sin derecho a defensa. Porque ya se sabe: si tienes los ojos rasgados en un país en guerra con Japón, pues algo malo tendrás que haber hecho, ¿no?
Las condiciones eran infames. Barrotes, letrinas colectivas, guardias armados, comida racionada y un clima de desconfianza sembrado por el propio gobierno. La propaganda se encargó de suavizar la escena, vendiéndola como una suerte de colonia de verano vigilada: “centros de reubicación”, los llamaron. Como si te mandaran a aprender a hacer macramé y no a vivir con miedo.
“Los japoneses de California pueden estar contentos: ¡el gobierno les ha construido barrios nuevos gratis!”
— Versión no oficial, pero perfectamente plausible si te criaste viendo noticiarios de la época.
¿Y la Constitución, pa’ cuándo?
Aquí es donde la cosa pasa de vergonzosa a esquizofrénica. Porque Estados Unidos, la tierra de la libertad, la cuna de la democracia moderna, los defensores de los derechos individuales, decidió que la 14ª Enmienda podía tomarse vacaciones si tu apellido sonaba poco caucásico.
El caso fue llevado ante la Corte Suprema en 1944 (Korematsu v. United States). El tribunal, en un ejercicio de malabarismo jurídico digno de Las Vegas, avaló la legalidad del internamiento, argumentando que la seguridad nacional permitía ciertas excepciones temporales a los derechos constitucionales. Claro, “temporales” como el trauma que te dura toda la vida.
Décadas después, en 1988, el Congreso aprobó una disculpa formal y una compensación económica a los supervivientes. Tarde. Muy tarde. Y sin una revisión integral del relato que, durante años, minimizó —cuando no justificó— esta violación masiva de derechos.
“Fue un acto basado en prejuicios raciales, histeria bélica y fallos del liderazgo político”.
— Informe de la Comisión sobre la Internación de Civiles en Tiempo de Guerra, 1983.
Educación patriótica con memoria selectiva
Durante más de 40 años, el internamiento de ciudadanos japoneses en EE.UU. se explicó como una nota a pie de página en los libros de historia. Algo incómodo, sí, pero presentado como una medida del contexto. Cosas que pasan en tiempos de guerra, no te pongas dramático.
La narrativa oficial se encargó de barnizar el asunto con la brocha gorda del patriotismo: proteger la nación, prevenir el sabotaje, evitar una invasión desde dentro… Todo menos decir la verdad: que fue un episodio de represión racial sistemática, avalado por el Estado, disfrazado de prevención, y ejecutado sin pruebas ni justificación real.
El papelón de Hollywood y la cultura pop
Y mientras la historia oficial fingía amnesia, el cine y la televisión norteamericanos miraban para otro lado. No hubo grandes producciones sobre el tema hasta bien entrados los 80. La maquinaria de mitificación bélica —esa que produce héroes por minuto y justifica guerras como si fueran excursiones escolares— optó por silenciar esta parte del relato.
Cuando finalmente aparecieron películas, documentales y novelas sobre el internamiento, lo hicieron desde la periferia, con escasa visibilidad y mucha resistencia editorial. Porque claro, no puedes vender el sueño americano si se te cuela un campo de concentración en el guion.
Secuelas que no prescriben
Los efectos del internamiento masivo de japoneses-americanos no terminaron cuando se cerraron los campos. El daño fue generacional. Pérdidas económicas, psicológicas, culturales. Familias desarraigadas. Comunidades rotas. Y una cicatriz identitaria que todavía pesa en la memoria colectiva de los descendientes.
Además, el caso sentó un precedente jurídico peligrosísimo: que en nombre de la seguridad nacional, una democracia puede pisotear sus propias leyes sin despeinarse. Que basta con un enemigo exterior para justificar cualquier barbaridad interior.
“La historia no se repite, pero rima”.
— Mark Twain (o alguien con suficiente gracia como para que se le adjudique la frase).
Lecciones no aprendidas: el eco post-11S
Si algo nos enseñó este episodio es que la Constitución estadounidense tiene cláusulas invisibles escritas con tinta de miedo. Tras los atentados del 11 de septiembre, las redadas, detenciones arbitrarias y restricciones legales a comunidades musulmanas y árabes activaron los mismos mecanismos de paranoia institucional que llevaron al internamiento nipón décadas antes.
Y nuevamente, el relato se ajustó para justificarlo: la amenaza, el enemigo, la guerra contra el terror… Cualquier cosa menos reconocer que el racismo de Estado puede vestirse de legalidad y desfilar como si fuera un desfile de independencia.
Conclusión: democracia con letra pequeña
Lo ocurrido con los campos de concentración para japoneses en EE.UU. no fue un desliz anecdótico. Fue un espejo roto que refleja hasta qué punto una democracia puede ser selectiva con sus principios cuando le conviene. La historia oficial intentó sepultarlo con banderas, pero la tierra sigue removida. Y el olor, también.
Así que la próxima vez que alguien te saque la cantinela de “la democracia más sólida del mundo”, recuérdale que también fue la democracia que encerró a sus ciudadanos por tener la cara equivocada en el momento incorrecto.
Porque sí, así no fue. Fue peor.