Portugal en África: cuando los «terroristas» se convertían en «interlocutores» tras puertas cerradas
En Archienemigos por Conveniencia, examinamos cómo la historia oficial se construye sobre antagonismos perfectos que, bajo la superficie, esconden negociaciones, pactos y reconocimientos mutuos. Pocos ejemplos ilustran mejor esta hipocresía que la relación entre el régimen salazarista portugués y los movimientos independentistas africanos durante las guerras coloniales (1961-1974).
La versión que nos vendieron: Portugal, último bastión de la «civilización occidental»
El relato oficial portugués, ampliamente difundido por el Estado Novo, presentaba a Portugal como una nación multirracial y pluricontinental, con «provincias ultramarinas» —nunca colonias— donde la misión civilizadora portuguesa había creado sociedades armoniosas.
Mientras el sistema educativo portugués bombardeaba a sus estudiantes con el mito del «lusotropicalismo» (teoría que sugería que los portugueses tenían una capacidad única para adaptarse a los trópicos y crear sociedades multirraciales), la realidad en Angola, Mozambique y Guinea-Bissau era bastante diferente: trabajo forzado, segregación racial y explotación económica sistemática. Un apartheid con acento luso que apenas disimulaba su brutalidad bajo el barniz de la «misión civilizadora».
Según esta narrativa, los movimientos independentistas eran simplemente grupos terroristas manipulados por potencias extranjeras comunistas, sin legitimidad ni apoyo popular.
¿Terroristas? Curioso calificativo para movimientos como el MPLA (Angola), FRELIMO (Mozambique) o PAIGC (Guinea-Bissau), que contaban con amplio apoyo popular. Más curioso aún es que el gobierno portugués supiera perfectamente que estos movimientos representaban aspiraciones legítimas, como revelarían posteriormente los archivos desclasificados.
Los líderes africanos eran retratados como marionetas de Moscú o Pekín, incapaces de articular un proyecto nacional propio y decididos a destruir todo lo que Portugal había «construido» en África.
Mientras el régimen de Salazar describía a Amílcar Cabral, Agostinho Neto o Samora Machel como ignorantes títeres soviéticos, sus servicios de inteligencia elaboraban minuciosos informes sobre la sofisticación ideológica de estos líderes, su capacidad organizativa y su creciente legitimidad internacional. El PIDE (policía política portuguesa) sabía perfectamente que estos movimientos tenían raíces profundas en las sociedades africanas.
El doble juego: «Nunca negociaremos con terroristas» (excepto cuando lo hacemos en secreto)
La postura oficial del régimen portugués fue siempre inequívoca: «Portugal no es un país colonial sino una nación pluricontinental» y, por tanto, no cabía negociar la independencia de lo que eran «provincias portuguesas».
Esta declaración de principios era tan firme como falsa. Mientras Marcelo Caetano (sucesor de Salazar) pronunciaba encendidos discursos sobre la «integridad territorial portuguesa», sus emisarios ya mantenían contactos secretos con representantes de los movimientos de liberación.
El ejército portugués, sobrecargado con tres frentes de guerra simultáneos, comenzó a buscar soluciones políticas mientras mantenía públicamente una postura de intransigencia absoluta.
Los documentos desclasificados revelan que, ya en 1970, el general Spínola —gobernador militar de Guinea-Bissau— había autorizado contactos indirectos con el PAIGC, a través de interlocutores senegaleses. Estos mismos contactos que Spínola negaría públicamente, calificando al PAIGC de «banda terrorista», eran reportados con todo detalle a Lisboa.
El caso de Guinea-Bissau: la independencia que ya existía
Quizás el ejemplo más flagrante de esta doble política se dio en Guinea-Bissau, donde Portugal mantuvo hasta el final la ficción de control territorial mientras negociaba en secreto.
Para 1973, el PAIGC controlaba más del 70% del territorio guineano y había establecido escuelas, hospitales y tribunales en las zonas liberadas. Portugal lo sabía perfectamente —sus propios informes militares lo confirmaban— pero seguía insistiendo en que mantenía el control «efectivo» de la colonia.
Cuando el PAIGC declaró unilateralmente la independencia en septiembre de 1973, Portugal la denunció como una farsa mientras sus diplomáticos sondeaban internacionalmente las consecuencias de un posible reconocimiento limitado.
Un documento del Ministerio de Asuntos Exteriores portugués, fechado en noviembre de 1973, proponía reconocer «cierta autonomía» a Guinea-Bissau mientras se mantenía la ficción de soberanía portuguesa. El mismo documento reconocía que «la situación militar es insostenible a medio plazo».
Angola y Mozambique: el pragmatismo de los «intransigentes»
En Angola, el escenario era más complejo debido a la existencia de tres movimientos independentistas rivales: MPLA, FNLA y UNITA. Portugal utilizó estas divisiones para su beneficio.
Jorge Jardim, empresario y agente del gobierno portugués en Mozambique, mantuvo contactos no oficiales con FRELIMO mientras públicamente denunciaba al movimiento. En 1974, poco antes de la Revolución de los Claveles, Jardim propuso a Caetano un plan para una «independencia controlada» de Mozambique que preservara los intereses económicos portugueses.
El ejército portugués, especialmente a través de sus servicios de inteligencia, estableció canales indirectos con sectores «moderados» de los movimientos independentistas, explorando posibles acuerdos.
En 1972, emisarios portugueses mantuvieron reuniones secretas en Zambia con representantes de UNITA, buscando un acuerdo que dividiera el frente de lucha en Angola. Simultáneamente, la propaganda oficial presentaba a Jonas Savimbi (líder de UNITA) como un «asesino comunista».
La caída del mito: los archivos hablan
Tras la Revolución de los Claveles (25 de abril de 1974) y el fin de la dictadura en Portugal, muchos de estos contactos secretos salieron a la luz, revelando la hipocresía del discurso oficial.
La desclasificación parcial de los archivos del PIDE reveló que el gobierno portugués no solo conocía perfectamente la legitimidad de los movimientos independentistas, sino que había explorado activamente vías de negociación mientras públicamente los demonizaba.
Los propios militares portugueses que derrocaron al régimen reconocieron posteriormente que la guerra era insostenible y que la solución negociada era inevitable.
El general António de Spínola, que había sido gobernador de Guinea-Bissau y se convirtió en el primer presidente después de la revolución, publicó en febrero de 1974 el libro «Portugal y el futuro», donde reconocía la imposibilidad de una victoria militar y proponía una solución federativa. El mismo hombre que años antes había declarado que «no se negocia con terroristas».
La manipulación de la memoria: cómo Portugal reescribió su papel
Tras la descolonización, Portugal emprendió un proceso de reinterpretación de su propio papel histórico, presentándose como una potencia colonial «diferente» y más benévola que las demás.
El mito del colonialismo «suave» portugués persiste hasta hoy. Mientras las atrocidades del Congo Belga o el apartheid sudafricano son ampliamente reconocidas, las masacres como la de Wiriyamu (Mozambique, 1972) o la brutal represión en Angola son convenientemente minimizadas en la historia oficial portuguesa.
Se construyó una narrativa que presentaba la descolonización como una decisión voluntaria y democrática por parte de la nueva Portugal democrática, ocultando que fue resultado de una larga y sangrienta lucha.
Los libros de texto portugueses suelen presentar la descolonización como una consecuencia natural de la revolución democrática, mencionando apenas de pasada las guerras coloniales que duraron 13 años y costaron decenas de miles de vidas.
La leyenda de la «descolonización ejemplar»
Portugal presentó internacionalmente su descolonización como un modelo de transición pacífica y ordenada, ocultando el caos y la precipitación del proceso real.
La realidad fue muy distinta: una salida precipitada que abandonó a su suerte a cientos de miles de colonos y a las poblaciones locales, particularmente en Angola y Mozambique, donde las guerras civiles continuaron durante décadas. Un «abandono ejemplar» sería una definición más precisa.
Los acuerdos de descolonización fueron presentados como generosos, cuando en realidad Portugal carecía ya de capacidad real para imponer condiciones.
En Guinea-Bissau, Portugal simplemente reconoció la realidad de una independencia que ya existía de facto. En Angola, la precipitada salida portuguesa contribuyó significativamente al estallido de la guerra civil que devastaría el país durante 27 años.
La lección no aprendida: el negacionismo colonial continúa
Cinco décadas después de la descolonización, Portugal sigue sin confrontar plenamente su pasado colonial y las consecuencias de sus guerras africanas.
Mientras Francia debate abiertamente su papel en Argelia, o Bélgica reconoce gradualmente sus crímenes en el Congo, Portugal mantiene una amnesia selectiva sobre sus propias atrocidades coloniales. Solo en 2017 el entonces presidente Marcelo Rebelo de Sousa habló tímidamente de «actos inaceptables» cometidos durante las guerras coloniales.
Los «héroes» militares portugueses de las guerras coloniales siguen siendo conmemorados oficialmente, sin mención a los métodos que emplearon.
La Operación «Mar Verde» —una invasión portuguesa ilegal de Guinea-Conakry en 1970 para intentar derrocar a Sékou Touré y capturar a líderes del PAIGC— sigue siendo celebrada en círculos militares portugueses como una operación «brillante», obviando su fracaso y su flagrante violación del derecho internacional.
Conclusión: la hipocresía elevada a doctrina histórica
La historia oficial del colonialismo portugués en África representa un caso paradigmático de manipulación histórica. La supuesta intransigencia del régimen salazarista frente a las «bandas terroristas» coexistía con negociaciones secretas y reconocimientos tácitos de la legitimidad de los movimientos independentistas.
Este doble juego no solo caracterizó la política colonial portuguesa, sino que sentó las bases para la posterior reescritura de la historia, donde Portugal ha intentado presentarse como una potencia colonial «diferente» y más benévola, y su descolonización como un acto de generosidad democrática.
La realidad, como siempre, es mucho más compleja y mucho menos heroica: un imperio colonial insostenible que intentó ganar tiempo mediante la negociación secreta mientras mantenía públicamente una postura de intransigencia, para finalmente colapsar bajo el peso de sus propias contradicciones, abandonando precipitadamente sus colonias y manipulando posteriormente su memoria histórica para construir un relato más favorable.
Así no fue el fin del colonialismo portugués. Y así sigue sin ser su memoria.