El efecto «Twain»: Cuando preferimos el engaño a la verdad incómoda
La frase «Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada» atribuida a Mark Twain condensa con ironía mordaz una de las mayores debilidades del ser humano: nuestra resistencia cognitiva a la desilusión. Este fenómeno, estudiado por psicólogos y sociólogos, resulta tan universal como devastador para el pensamiento crítico.
O como diría cualquier político tras ganar unas elecciones: «¡Gracias por creerme! Ahora, por favor, mantengan la fe durante cuatro años mientras hago exactamente lo contrario de lo prometido». Y lo fascinante es que funcionará, porque admitir que nos han tomado por tontos duele más que seguir siéndolo.
El ser humano ha desarrollado mecanismos evolutivos que favorecen la coherencia cognitiva sobre la precisión. Cuando incorporamos una creencia a nuestro sistema de pensamiento, esta se entreteje con otras ideas, con nuestra identidad y con nuestras relaciones sociales. Desmantelar esa creencia no es simplemente reemplazar un dato por otro; implica reconstruir un equilibrio cognitivo y, en ocasiones, cuestionar quiénes somos.
Como cuando el Imperio romano se cristianizó y de repente había que explicar por qué los mismos dioses que antes causaban plagas ahora resultaban ser demonios malvados. La solución: no explicarlo en absoluto y ejecutar a quien preguntara demasiado. Método infalible que sigue funcionando en la era de Twitter.
Las raíces psicológicas de nuestra resistencia a la verdad
El fenómeno de la resistencia cognitiva a la desilusión está profundamente arraigado en varios sesgos psicológicos. Uno de los más conocidos es la disonancia cognitiva, descrita por Leon Festinger. Cuando nos enfrentamos a información que contradice nuestras creencias, experimentamos una incomodidad psicológica que intentamos resolver… generalmente no cambiando la creencia, sino rechazando la información.
La Santa Inquisición constituye quizás el ejemplo más sofisticado de eliminación institucionalizada de la disonancia cognitiva. «¿Evidencia científica contra nuestros dogmas? ¡Una hoguera rápida y problema resuelto!». Muy efectivo, aunque con efectos secundarios graves para el avance del conocimiento y, bueno, para los que acababan carbonizados.
A esta se suma el sesgo de confirmación, que nos hace buscar, interpretar y recordar información que confirma lo que ya creemos. Una vez que hemos invertido emocionalmente en una idea, desarrollamos una especie de detector selectivo: destacamos todo lo que parece darle la razón y minimizamos o ignoramos lo que la contradice.
Como cuando los conquistadores españoles juraban haber visto amazonas, ciudades de oro y fuentes de la eterna juventud en América. Curiosamente, estos testigos «fiables» nunca llevaban una cámara ni recordaban exactamente dónde estaban esas maravillas. Pero sus relatos se creyeron durante siglos porque confirmaban lo que Europa quería oír: que valía la pena seguir financiando expediciones.
El efecto de perseverancia de la creencia completa este círculo vicioso: incluso cuando se demuestra que la base de una creencia es falsa, seguimos manteniéndola. Las primeras impresiones son extraordinariamente resistentes a la erradicación, especialmente cuando tienen carga emocional.
«Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada»
Esta frase, atribuida a Mark Twain, captura la esencia del problema. No se trata solo de nuestra tendencia a ser engañados —somos criaturas sociales que funcionamos con confianza—, sino de nuestra obstinada resistencia a reconocer el engaño una vez ha ocurrido.
La historia de las supersticiones médicas lo ilustra a la perfección. Sangrar pacientes fue la terapia estándar durante siglos, y a pesar de que los pacientes seguían muriendo con sospechosa frecuencia, los médicos y el público se resistieron ferozmente a abandonar la práctica. De hecho, se decía que aquellos que morían tras ser sangrados «no habían sido sangrados lo suficiente». Lógica circular: si funciona, tenía razón; si no funciona, necesitábamos más de lo mismo.
Esta dinámica se observa constantemente en la historia política, donde el reconocimiento del error es visto como debilidad. Los gobiernos rara vez admiten equivocaciones, incluso cuando la evidencia es abrumadora. En cambio, duplican su apuesta, reinterpretan el pasado o simplemente confían en que la memoria colectiva es débil.
El caso de la invasión de Irak en 2003, justificada por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, es paradigmático. Cuando quedó claro que tales armas no existían, en lugar de un mea culpa honesto, la narrativa se transformó en «llevamos la democracia a Oriente Medio». Miles de vidas y billones de dólares después, admitir que todo fue un error monumental basado en inteligencia manipulada era simplemente imposible para quienes lo autorizaron.
El coste histórico del autoengaño colectivo
La historia está llena de ejemplos donde la resistencia a reconocer el engaño ha tenido consecuencias catastróficas. Desde imperios que se negaron a ver su inminente caída hasta sociedades que siguieron a líderes carismáticos hacia el desastre, el patrón se repite.
La Alemania nazi representa quizás el ejemplo más dramático. Millones de alemanes siguieron apoyando a Hitler incluso cuando las ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas y la guerra claramente perdida. El mito de la «puñalada por la espalda» era más aceptable que admitir que habían sido engañados por un régimen catastrófico que los llevó a la ruina.
Las burbujas económicas funcionan bajo el mismo principio. La burbuja inmobiliaria que desembocó en la crisis de 2008 persistió mucho después de que existieran claras señales de alarma. Economistas, banqueros, políticos y ciudadanos se resistieron colectivamente a reconocer que el sistema estaba construido sobre arena, porque hacerlo implicaba admitir que habían sido partícipes de una fantasía colectiva.
Los mismos «expertos» que aseguraban que los precios de la vivienda nunca bajarían y que habíamos alcanzado «el fin de los ciclos económicos» son hoy consultores bien pagados que explican cómo predijeron la crisis. El autoengaño no solo persiste, sino que a menudo resulta extremadamente rentable.
Las narrativas nacionales: mitos intocables
Las versiones oficiales de la historia nacional constituyen uno de los territorios donde la resistencia a la desilusión alcanza niveles casi sagrados. Cada país construye narrativas heroicas sobre su pasado, borrando las contradicciones y los episodios vergonzosos.
El mito de la colonización benevolente que llevó la «civilización» a pueblos «primitivos» sigue siendo defendido por muchos países europeos, a pesar de la abrumadora evidencia de genocidio, explotación y destrucción cultural. Reconocer la verdad implicaría cuestionar siglos de autoimagen nacional como «potencias civilizadoras».
España no es una excepción. La construcción mítica de la Reconquista como una cruzada religiosa de ocho siglos contra el invasor musulmán persiste en el imaginario colectivo, a pesar de que los historiadores hace tiempo que demostraron que fue un proceso mucho más complejo, con alianzas cambiantes donde reyes cristianos y musulmanes se aliaban frecuentemente entre sí contra otros reinos de su misma religión.
La idea de que la Reconquista fue una guerra santa ininterrumpida durante ocho siglos es tan históricamente precisa como decir que las Cruzadas fueron viajes turísticos con excursiones opcionales a Jerusalén. Pero es más fácil enseñar eso en los colegios que explicar cómo El Cid trabajó alegremente para gobernantes musulmanes cuando le pagaban mejor.
La paradoja moderna: más información, igual de engañados
Podríamos pensar que en la era digital, con acceso instantáneo a información y fuentes diversas, estaríamos mejor equipados contra el engaño. Paradójicamente, la sobreabundancia informativa ha exacerbado nuestra vulnerabilidad, creando cámaras de eco donde nuestras creencias previas se ven constantemente reforzadas.
Internet no ha democratizado la verdad; ha democratizado la capacidad de crear burbujas de realidad alternativa. Ahora cada teoría conspirativa, por absurda que sea, encuentra su comunidad, sus «expertos» y sus «pruebas». Es como si la Edad Media hubiera conseguido conexión de fibra óptica.
Las redes sociales han perfeccionado algoritmos diseñados no para mostrarnos lo verdadero, sino lo que nos mantendrá más tiempo conectados, lo que generalmente coincide con contenido que confirma nuestros sesgos previos. Lejos de exponernos a la diversidad de pensamiento, nos encierran en cámaras de resonancia.
El algoritmo de Facebook no se pregunta «¿es esto cierto?», sino «¿hará que este usuario siga desplazándose y viendo anuncios?». Si la respuesta es afirmativa porque el contenido confirma tus prejuicios más profundos, aunque sea completamente falso, el algoritmo lo promocionará con entusiasmo. Bienvenidos al mercado libre de la desinformación, donde la verdad es solo un producto más, y no el más popular.
Romper el ciclo: la difícil tarea de desengañarse
Si Mark Twain estaba en lo cierto —y la evidencia sugiere que así es—, ¿estamos condenados a perpetuar un ciclo de engaño y autoengaño? La neurociencia moderna ofrece algunas pistas sobre cómo podríamos romper este patrón.
Aunque pensándolo bien, ¿quién quiere la verdad cuando la mentira es tan cómoda? Como dijo una vez un político español cuyo nombre no mencionaré para evitar demandas: «¡Qué me van a hablar a mí de realidad si llevo cuarenta años inventándomela!». Y así le fue al país.
El primer paso es reconocer nuestra vulnerabilidad. Todos, sin excepción, somos susceptibles a estos sesgos psicológicos. La humildad intelectual —aceptar que podríamos estar equivocados incluso en nuestras convicciones más firmes— es el fundamento de cualquier defensa contra el autoengaño.
El segundo paso implica fortalecer nuestro aparato crítico. El pensamiento histórico riguroso requiere contrastar fuentes, examinar contextos, considerar motivaciones y reconocer que la complejidad, no la simplicidad maniquea, es la norma en los asuntos humanos.
Un consejo práctico: cada vez que leas algo que confirme perfectamente lo que ya creías, especialmente si te produce satisfacción moral o intelectual, enciende todas tus alarmas. La verdad rara vez es tan conveniente. De hecho, las verdades importantes suelen ser tremendamente incómodas, lo que explica por qué preferimos los cuentos tranquilizadores.
El consuelo final: Twain también se equivocaba
Es tentador terminar este análisis con una reivindicación absoluta de la cita de Twain. Sin embargo, en el espíritu del escepticismo que promovemos, debemos señalar que incluso esta célebre frase podría no ser suya. No aparece en sus obras publicadas, y los expertos en su figura han cuestionado su autenticidad.
Lo que constituiría la ironía suprema: hemos estado citando una frase falsa sobre cómo somos fácilmente engañados, demostrando así la validez de una afirmación que nunca se hizo. Si eso no es poesía meta-histórica, no sé qué es.
Lo cierto es que la resistencia a reconocer el engaño trasciende culturas, épocas y sistemas políticos. No es un defecto del «otro» —esos ingenuos que creen lo que les cuentan—, sino una condición humana universal. Solo reconociendo nuestra propia vulnerabilidad podemos comenzar a construir defensas efectivas contra la manipulación, tanto ajena como autoinfligida.
Y quizás esa sea la verdad más incómoda de todas: que el primer paso para no ser engañados es admitir que ya lo hemos sido, probablemente más veces de las que estamos dispuestos a reconocer.