El Golpe en Irán de 1953
Esta historia pertenece a la serie El Capital Tiene Memoria, ese rinconcito incómodo donde los grandes ideales patrióticos se desmontan al seguir el rastro del dinero. Spoiler: no acaba bien para la democracia.
Irán, petróleo y democracia: una combinación demasiado explosiva para dejarla viva
La narrativa oficial dice que en 1953 el pueblo iraní, alarmado por la amenaza comunista, se alzó contra el primer ministro Mohammad Mosaddegh y devolvió el poder al Shah, garante del orden y la estabilidad. Los medios estadounidenses, con su mejor cara de poker, hablaron de una “revuelta popular” y una victoria de la libertad sobre el caos rojo.
La realidad fue más parecida a una reunión de accionistas con pistolas y eslóganes democráticos para la prensa. La Anglo-Iranian Oil Company (AIOC), hoy más conocida como BP, había visto peligrar sus beneficios con la nacionalización del petróleo decretada por Mosaddegh. ¿Resultado? Un golpe de Estado financiado con dinero corporativo, ejecutado por la CIA, y cubierto con papel celofán ideológico.
Lo que vendieron como una defensa de la libertad fue, en esencia, una campaña de branding imperial con presupuesto ilimitado y miedo al Excel en rojo.
La nacionalización que tocó fibras… del bolsillo británico
Mosaddegh no era un revolucionario radical ni un agente soviético encubierto. Era un nacionalista moderado, educado en Occidente, que osó meter mano en el negocio más sagrado del Imperio británico: el petróleo iraní, que la AIOC explotaba como si le hubieran firmado un cheque en blanco eterno.
En 1951, Irán decidió que quizá, solo quizá, los beneficios del petróleo que salía de su propio suelo podían beneficiar al país. Escándalo. Insulto. Blasfemia.
La respuesta británica fue diplomática, por supuesto: sabotajes, bloqueos económicos, campañas de propaganda y, cuando nada funcionó, un mensajito a los primos estadounidenses: “¿Queréis probar vuestro nuevo juguetito de inteligencia en Teherán?”
Spoiler: lo probaron. Y les encantó.
Operación Ajax: una coreografía de espías, fajos y titulares
El golpe no fue improvisado. Tuvo nombre en clave (Operación Ajax, porque los nombres molones dan más legitimidad), un plan meticuloso y un casting de lujo: agentes de la CIA, del MI6, líderes religiosos comprados, matones de alquiler y periodistas dispuestos a tragarse el guion.
El 19 de agosto de 1953, tras varios intentos torpes y un par de semanas de caos artificialmente inducido, el golpe triunfó. El Shah, que había huido con más miedo que dignidad, volvió al trono como si fuera el hijo pródigo. La democracia, mientras tanto, fue arrojada al Tigris con una piedra atada al cuello.
¿El crimen? Nacionalizar el petróleo. ¿El castigo? Un régimen autoritario, 25 años de represión y la semilla del fundamentalismo que estallaría décadas después.
El Shah, marioneta de lujo con corbata occidental
La reinstauración del Shah fue vendida como el triunfo del orden. Y durante un tiempo, la cosa funcionó. Había crecimiento económico, consumo, mujeres sin velo en la tele… y una policía secreta (la SAVAK) que hacía desaparecer a disidentes más rápido que un algoritmo de redes sociales.
El petróleo volvió a fluir hacia las cuentas británicas y estadounidenses, el régimen se convirtió en cliente VIP de Washington, y el nacionalismo iraní fue etiquetado como extremismo. Todo muy higiénico.
Pero bajo esa fachada brillante, el resentimiento crecía. El mismo pueblo al que le dijeron que el Shah era progreso empezó a sospechar que la modernidad con botas militares no era tan cool como parecía en los panfletos.
Las secuelas: una bola de nieve con turbante
El golpe de 1953 no fue un simple cambio de gobierno: fue el disparo inicial de una larga cadena de consecuencias desastrosas. Al desactivar una democracia incipiente con dinero corporativo y armas de inteligencia, Occidente sembró un terreno fértil para el extremismo religioso, la desconfianza hacia los valores liberales y el rechazo visceral a la injerencia extranjera.
Cuando en 1979 llegó la Revolución Islámica, no fue un capricho teocrático. Fue el péndulo desbocado de un país que había aprendido por las malas que la democracia patrocinada por multinacionales suele salir rana.
Y en este caso, la rana tenía barbas, turbante y ganas de quemar embajadas.
BP: de expoliadora a víctima incomprendida (según ella misma)
La compañía que en su día se llamó Anglo-Iranian Oil Company no solo sobrevivió al escándalo. Cambió de nombre, se lavó la cara y hoy se presenta como una corporación moderna y sostenible. Como si su historial fuera un mal sueño colectivo.
“¿Golpe de Estado? ¡Qué va! Nosotros solo queríamos estabilidad. ¡Y fuimos expropiados injustamente!” dirían sus relaciones públicas con voz temblorosa mientras reparten folletos sobre responsabilidad social corporativa.
La historia la escriben los vencedores. Pero a veces también la imprimen las petroleras, en papel reciclado, eso sí.
¿Y si todo esto suena familiar?
Irán 1953 no es un capítulo exótico perdido entre las dunas. Es un manual de operaciones que se ha replicado en Guatemala, Chile, Congo, Venezuela… Cada vez con variaciones, pero con un patrón constante: recursos naturales, líder incómodo, intervención externa y narrativa hollywoodiense para justificarlo todo.
Cuando escuches “amenaza a la seguridad nacional”, revisa si hay petróleo de por medio. Si aparece la CIA en el segundo acto, ya sabes cómo acaba la película.
El golpe en Irán no fue un evento aislado. Fue el prototipo. Y los prototipos, si funcionan, se industrializan.
Epílogo: el precio de meterse con las corporaciones
La lección no es que Mosaddegh fuera un santo ni que Irán fuera una utopía democrática. La lección es que cuando un país decide gestionar sus recursos en función del interés nacional y no del beneficio extranjero, los valores democráticos se vuelven, de pronto, muy negociables.
Y cuando el capital habla, los principios callan.
¿Te suena demasiado actual? No es coincidencia. Es que así no fue… y sigue sin serlo.