La gran mentira hollywoodiense: el Salvaje Oeste que nunca existió
El mito del Salvaje Oeste americano forma parte de esas grandes narrativas fundacionales que Estados Unidos ha exportado con tanto éxito al resto del mundo que hoy resulta casi imposible separarla de la realidad histórica. Una historia perteneciente a la categoría Así se Manipuló que demuestra cómo los relatos escolares e institucionales pueden convertirse en ficciones históricas al servicio de intereses nacionales específicos.
Antes de que John Wayne cabalgara por Monument Valley o Clint Eastwood entrecerrara los ojos ante la cámara, el Oeste americano ya había sido transformado en un escenario mítico donde la civilización y la barbarie se enfrentaban en un duelo desigual. Pero la realidad fue mucho más compleja, sangrienta y vergonzosa que lo que cualquier película de Hollywood ha querido mostrar.
El cuento de hadas del «destino manifiesto»
La versión oficial nos ha vendido durante décadas la idea de que valientes colonos europeos se aventuraron hacia tierras salvajes para civilizarlas, enfrentándose a indios hostiles y creando, con esfuerzo y determinación, la gran nación americana.
En realidad, el término «destino manifiesto» fue acuñado en 1845 por el periodista John L. O’Sullivan como justificación propagandística para el expansionismo territorial estadounidense. No era una misión divina, sino una estrategia política calculada para legitimar la invasión y apropiación de territorios habitados por pueblos originarios durante miles de años. La expresión sirvió como barniz moral para encubrir una de las usurpaciones territoriales más agresivas de la historia moderna.
La versión de los libros de texto describe la marcha hacia el Oeste como una epopeya heroica de pioneros que abrían camino en tierras deshabitadas, luchando contra la naturaleza salvaje para establecer granjas y ranchos.
Lo que no mencionan es que el gobierno estadounidense incumplió sistemáticamente más de 370 tratados firmados con naciones nativas americanas entre 1778 y 1871. Cada vez que se descubría oro u otros recursos valiosos en territorios indígenas «protegidos», mágicamente surgía la necesidad de un nuevo tratado que reducía aún más las tierras nativas. El patrón era tan predecible como despiadado: firma, violación, desplazamiento forzoso, nueva firma.
Vaqueros, forajidos y sheriffs: la mitología hollywoodiense
La cultura popular ha inmortalizado figuras como Billy el Niño, Wyatt Earp o Buffalo Bill como representantes de un código moral fronterizo, donde la justicia se impartía con un revólver y el honor era la moneda de cambio más valiosa.
La realidad es que muchos de estos «héroes» eran simples matones, asesinos a sueldo o personajes hinchados por la prensa amarillista de la época. Wyatt Earp, lejos de ser el incorruptible defensor de la ley, fue arrestado por robo de caballos, estafa y proxenetismo. Billy el Niño, convertido en leyenda romántica, era un delincuente común que probablemente mató a más hombres por la espalda que en duelos honorables. El propio Buffalo Bill Cody, que tanto contribuyó a la mitificación del Oeste con su circo ambulante, exageró grotescamente sus hazañas como cazador de bisontes y explorador.
La cinematografía ha presentado los pueblos del Oeste como comunidades donde los ciudadanos honestos se unían para defender sus derechos frente a los bandidos, con el sheriff como figura central del orden.
El análisis histórico revela que muchas de las ciudades del «Wild West» tenían tasas de criminalidad notablemente más bajas que las urbes del Este. El historiador Robert R. Dykstra demostró que en las famosas ciudades ganaderas de Kansas, supuestos epítomes de la violencia fronteriza, el promedio de homicidios era de apenas 1,5 al año. La mítica Dodge City, presentada como escenario de tiroteos diarios, registró solo cinco homicidios durante su año más violento. Las armas estaban prohibidas en muchos pueblos y debían entregarse al sheriff al entrar en la localidad, algo que ninguna película del Oeste te contará jamás.
El «problema indio»: genocidio con otro nombre
La narrativa oficial presenta los conflictos con los nativos americanos como una inevitable colisión entre civilización y salvajismo, donde los indios —representados invariablemente como sanguinarios guerreros— se resistían irracionalmente al progreso.
Lo que se omite convenientemente es que se ejecutó una política sistemática de exterminio contra los pueblos originarios. El general Philip Sheridan, comandante militar de la frontera occidental tras la Guerra Civil, pronunció la infame frase: «Los únicos indios buenos que he visto estaban muertos». Esta no era una opinión aislada, sino un reflejo de la política gubernamental. Entre 1850 y 1890, la población indígena en territorios estadounidenses se redujo en más del 90%, en lo que constituye uno de los genocidios más eficientes y menos reconocidos de la historia moderna.
Los libros de historia infantil suelen describir las reservas indígenas como espacios de protección donde las tribus podían mantener su modo de vida tradicional.
La realidad de las reservas era la de campos de concentración donde se hacinaba a poblaciones enteras en las tierras más inhóspitas y menos productivas. El sistema de «escuelas indias» arrancaba a los niños nativos de sus familias para «matar al indio y salvar al hombre», como declaró abiertamente Richard Henry Pratt, fundador de la escuela Carlisle. Miles de niños murieron de enfermedades, malnutrición y maltrato en estas instituciones diseñadas para borrar su identidad cultural. Los que sobrevivían regresaban alienados, incapaces de reintegrarse en sus comunidades pero tampoco aceptados en la sociedad blanca.
La épica de la conquista del «desierto»
La narrativa tradicional presenta el Oeste como un territorio mayormente despoblado, un «desierto» que esperaba ser conquistado y puesto en valor por los colonos blancos.
Esta es quizás la mentira más flagrante de todas. El Oeste norteamericano albergaba a cientos de naciones indígenas con culturas complejas, sistemas políticos sofisticados y profundos conocimientos ecológicos. Los Lakota, Cheyenne, Comanche, Navajo y docenas de otros pueblos gestionaban el territorio según principios sostenibles que permitían la coexistencia de enormes manadas de bisontes —unos 30 millones antes de la llegada masiva de colonos— con una agricultura adaptada a diferentes ecosistemas. Lejos de ser un «desierto», era un paisaje cultural formado por miles de años de interacción humana con el medio ambiente.
El relato hegemónico ensalza la transformación del paisaje salvaje en productivas granjas y prósperas ciudades como un logro de la civilización occidental.
Lo que realmente ocurrió fue un desastre ecológico sin precedentes. La matanza sistemática de bisontes —más de 30 millones reducidos a apenas mil ejemplares en 1889— no fue sólo una catástrofe ambiental, sino una estrategia consciente para destruir la base económica y cultural de las naciones de las llanuras. Como admitió el Coronel Richard Dodge: «Matar búfalos es la única forma de someter a los indios permanentemente». La deforestación masiva, la minería sin control y la agricultura intensiva degradaron ecosistemas que habían sido gestionados de forma sostenible durante milenios. No fue progreso, sino una explotación cortoplacista movida por la especulación y la codicia.
La construcción del mito: de Buffalo Bill a John Wayne
El mito del Salvaje Oeste no surgió espontáneamente; fue una construcción cultural deliberada con propósitos ideológicos específicos. Buffalo Bill Cody, con su célebre espectáculo «Wild West Show» que recorrió Estados Unidos y Europa entre 1883 y 1913, fue quizás el primer gran fabricante de esta mitología.
Lo que pocos saben es que Buffalo Bill contrataba a auténticos guerreros nativos, como el legendario Toro Sentado, para representar versiones domesticadas de las guerras indias donde los blancos siempre emergían victoriosos. Esta narrativa teatralizada del «Oeste salvaje» se presentaba como testimonio auténtico ante millones de espectadores que nunca habían pisado la frontera. Así, una versión profundamente distorsionada de la historia se convertía en la verdad aceptada incluso antes de que Hollywood se apropiara del mito.
La literatura popular, especialmente las novelas de diez centavos (dime novels) de finales del siglo XIX, contribuyó enormemente a romanticizar y distorsionar la realidad fronteriza.
Escritores como Ned Buntline —quien prácticamente inventó al personaje de Buffalo Bill en sus ficticias crónicas— crearon un Oeste de fantasía poblado por héroes improbables y villanos caricaturescos que poco tenían que ver con las complejas realidades de la frontera. Estas narrativas simplistas calaron tan hondo en el imaginario popular que cuando Hollywood comenzó a producir westerns, simplemente adaptó estas ficciones ya establecidas, solidificando aún más la mitología a través del poder del cine.
La gran fábrica de mitos nacionales
El cine clásico de Hollywood cristalizó definitivamente el mito del Oeste como elemento central de la identidad americana. Directores como John Ford crearon un paisaje mítico donde la nación se forjaba a través de la violencia redentora.
Lo que no se cuenta es que este mito fue promovido conscientemente como herramienta de cohesión nacional y justificación retrospectiva del expansionismo. En plena Guerra Fría, las películas del Oeste servían como metáforas transparentes del conflicto entre el «mundo libre» americano y la «barbarie» comunista. No es casual que el apogeo del western coincidiera con la era McCarthy y la paranoia anticomunista. El indio hostil de las películas podía leerse fácilmente como el «rojo» soviético que amenazaba el «american way of life».
La versión canónica celebra cómo personajes como John Wayne encarnaban los valores americanos de individualismo, autosuficiencia y justicia fronteriza.
La cruda realidad es que Wayne, ferviente defensor de la caza de brujas macartista y conocido por sus opiniones racistas, perpetuó un mito que justificaba retrospectivamente el genocidio. En una infame entrevista de 1971 para Playboy, Wayne declaró: «No siento que hayamos hecho mal quitándoles este país a los indios. […] Había muchos territorios que los indios no estaban usando». Esta mentalidad colonial, disfrazada de sentido común, revela la función ideológica del mito: naturalizar el despojo y presentar la conquista violenta como inevitable progreso histórico.
La historia silenciada: voces y realidades erradicadas
La construcción del mito del Salvaje Oeste requirió no solo fabricar héroes blancos, sino también silenciar sistemáticamente múltiples realidades que contradecían la narrativa dominante.
Las mujeres del Oeste: más allá de prostitutas y esposas abnegadas
El relato tradicional ha reducido el papel de las mujeres en la frontera a dos estereotipos: la prostituta de corazón de oro o la abnegada esposa del colono, siempre en roles subordinados a la acción masculina.
La investigación histórica revela que aproximadamente un tercio de los propietarios de tierras en el Oeste eran mujeres solteras que aprovecharon las leyes de asentamiento para conseguir independencia económica. Mujeres como Calamity Jane, reducida por Hollywood a una figura pintoresca, fue en realidad una exploradora y guía profesional cuyas habilidades igualaban o superaban a las de sus contrapartes masculinos. Las «Harvey Girls», miles de jóvenes que trabajaron como camareras en la cadena de restaurantes de Fred Harvey a lo largo del ferrocarril Santa Fe, representaron una revolución silenciosa al crear un nuevo modelo de mujer trabajadora independiente en un contexto de extrema movilidad social.
El Oeste multicultural que Hollywood borró
La narrativa dominante presenta la frontera como un espacio exclusivamente blanco y anglosajón, con nativos americanos y ocasionalmente mexicanos como elementos exóticos o antagonistas.
La realidad histórica muestra un Oeste sorprendentemente diverso. Un cuarto de los vaqueros eran afroamericanos, muchos de ellos antiguos esclavos que encontraron en la frontera una libertad relativa imposible en los estados sureños. Los «Buffalo Soldiers», regimientos de caballería compuestos enteramente por soldados negros, fueron fundamentales en la expansión occidental, aunque su contribución fue sistemáticamente minimizada. Las comunidades chinas fueron esenciales en la construcción del ferrocarril transcontinental, sufriendo condiciones laborales mortales y posterior persecución racista. Los méxicoamericanos, presentes en territorios que habían sido parte de México hasta 1848, desarrollaron la cultura vaquera que los anglosajones simplemente adoptaron y se apropiaron posteriormente.
La violencia estructural de la «civilización»
La narrativa oficial presenta la violencia del Oeste como un fenómeno individualizado, protagonizado por duelos al mediodía y enfrentamientos entre sheriffs y forajidos.
Lo que se oculta es la violencia sistémica, institucionalizada y legalizada que estructuró la conquista del Oeste. Las masacres de nativos americanos no fueron excepciones sino política oficial, ejecutada por el ejército de los Estados Unidos con la bendición gubernamental. En Sand Creek (1864), Wounded Knee (1890) y decenas de otros sitios, cientos de mujeres y niños indígenas fueron masacrados por tropas federales que actuaban bajo órdenes. Estas no eran acciones de individuos descontrolados, sino manifestaciones de una política genocida deliberada.
Igualmente silenciada quedó la violencia racial sistémica contra mexicanos y asiáticos. En California, la «Ley de Minería Extranjera» de 1850 imponía un impuesto prohibitivo a los mineros no estadounidenses, dirigida específicamente contra mexicanos y chinos. Los linchamientos de mexicanos en Texas fueron tan comunes que el historiador William D. Carrigan estima que entre 1848 y 1928 fueron linchados entre 600 y 1.000 mexicanos o mexicoamericanos, muchos de ellos propietarios legítimos de tierras eliminados para facilitar su apropiación por colonos anglosajones.
La persistencia del mito: por qué seguimos creyendo la mentira
A pesar de décadas de investigación histórica rigurosa que ha desmantelado sistemáticamente la mitología del Salvaje Oeste, la versión romántica persiste con notable tenacidad en la cultura popular y el imaginario colectivo.
La necesidad de mitos fundacionales
Toda nación necesita narrativas que justifiquen su existencia y naturalicen su formación, especialmente aquellas surgidas de procesos violentos de colonización y desplazamiento.
El mito del Oeste cumple una función psicológica crucial para la identidad estadounidense: transforma una historia de despojo y genocidio en una epopeya de civilización y progreso. Reconocer la verdadera naturaleza de la conquista del Oeste implicaría cuestionar los fundamentos mismos de la legitimidad nacional americana, algo psicológicamente intolerable para muchos. Como señaló el historiador Frederick Jackson Turner en su influyente «tesis de la frontera» (1893), el Oeste fue el crisol donde se forjó el carácter nacional americano. Desmontar el mito equivaldría a desestabilizar la propia identidad colectiva del país.
El poder de la industria cultural
Hollywood, la industria editorial y más recientemente los videojuegos han invertido incalculables recursos en perpetuar y actualizar la mitología del Oeste.
La economía del entretenimiento descubrió hace tiempo que los mitos venden mejor que las realidades complejas. Desde «Red Dead Redemption» hasta el «renacimiento del western» en series como «Yellowstone», la industria cultural continúa reciclando los tropos y narrativas establecidos, aunque ocasionalmente los subvierta superficialmente. Incluso las supuestas revisiones críticas del género acaban reforzando sus premisas básicas al mantener el marco conceptual de «civilización versus salvajismo» y la centralidad de los personajes blancos.
Conclusión: el verdadero salvaje no fue el Oeste
El mito del Salvaje Oeste representa uno de los ejercicios más exitosos de reescritura histórica y propaganda cultural de la era moderna. Lo que realmente ocurrió en el Oeste americano entre 1840 y 1890 fue la implementación sistemática de un proyecto de ingeniería demográfica, apropiación territorial y destrucción cultural ejecutado por un estado-nación en expansión, con la complicidad de especuladores, colonos y una ideología racial que deshumanizaba a los «otros».
La verdadera salvajada no fue obra de los nativos que defendían sus tierras ancestrales, sino de un sistema que legitimó el genocidio en nombre del progreso y la civilización. El mito persiste no por su veracidad, sino por su utilidad: ofrece una narrativa reconfortante donde la violencia fundacional queda justificada por el brillo del destino manifiesto.
Quizás ha llegado el momento de que, como sociedad global que ha consumido acríticamente esta mitología durante décadas, nos enfrentemos a la incómoda verdad: el Oeste no era salvaje hasta que llegaron quienes lo llamaron así.