El guardián de la democracia y sus amigos dictadores
La historia oficial nos ha presentado a Estados Unidos como el paladín de la libertad durante la Guerra Fría, el defensor incansable de la democracia frente a la amenaza comunista. Un relato que ha permeado libros de texto, documentales y discursos políticos durante décadas. América, la tierra de la libertad, exportando sus valores al mundo y protegiendo a naciones vulnerables de caer bajo la influencia soviética.
Sin embargo, mientras Washington pronunciaba encendidos discursos sobre derechos humanos en foros internacionales, sus embajadas en Latinoamérica estaban ocupadas en tareas menos nobles. Como cuando Henry Kissinger, tras el golpe de Pinochet en 1973, le comunicó al dictador: «En Estados Unidos simpatizamos con lo que ustedes están intentando hacer». Lo que estaban «intentando hacer» incluía la desaparición de más de 3.000 personas y la tortura de otras 40.000. Detalles, meros detalles.
En esta narrativa heroica, la Doctrina Monroe evolucionó de ser un principio de protección continental a convertirse en una justificación para intervenir activamente en los asuntos internos de países soberanos. Todo ello, por supuesto, en nombre de la seguridad hemisférica y los valores democráticos que Estados Unidos representaba.
Lo curioso es que esos «valores democráticos» resultaban extremadamente flexibles. Tan flexibles que podían acomodar a Anastasio Somoza, de quien Roosevelt dijo aquella frase que define toda una política exterior: «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Un mantra que sería aplicado con entusiasmo a lo largo y ancho del continente durante las décadas siguientes.
Operación Cóndor: el vuelo de la muerte con combustible americano
Según los manuales de historia convencionales, la Guerra Fría en Latinoamérica fue un periodo de tensiones, donde Estados Unidos apoyaba movimientos democráticos frente a la influencia comunista que amenazaba con expandirse desde Cuba. Una lucha ideológica limpia, donde cada nación escogía bando en función de sus convicciones.
Lo que olvidaron mencionar esos libros de texto tan cuidadosamente editados es que en 1975, mientras Estados Unidos celebraba su bicentenario con fuegos artificiales y discursos sobre libertad, los jefes de inteligencia de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay —todos regímenes militares apoyados por Washington— firmaban en Santiago de Chile el acta de nacimiento de la Operación Cóndor. Un programa coordinado de represión destinado a eliminar opositores políticos que contó con apoyo logístico, entrenamiento y financiación estadounidense. Una peculiar forma de entender la «libertad».
La historia escolar nos cuenta que la Escuela de las Américas (hoy rebautizada como Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad) era un centro de formación para militares latinoamericanos, donde se enseñaban tácticas de contrainsurgencia y principios democráticos modernos.
Lo que no aparece en los folletos promocionales es que esta institución se ganó el apodo de «Escuela de Asesinos». Entre sus distinguidos alumnos figuran Manuel Noriega, Leopoldo Galtieri, Hugo Banzer y otros destacados «demócratas» latinoamericanos. Según desclasificados del Pentágono, los manuales de instrucción incluyeron, hasta 1991, técnicas de tortura, ejecución, chantaje y represión. Aparentemente, estos eran los «valores americanos» que merecía exportarse.
Chile: el experimento neoliberal que necesitaba sangre para funcionar
La versión oficial sostiene que el golpe de Estado en Chile fue una respuesta necesaria ante el caos económico y social generado por Salvador Allende, y que Estados Unidos simplemente «observó con preocupación» los acontecimientos, manteniendo una distancia prudente de los asuntos internos chilenos.
Los documentos desclasificados de la CIA cuentan una historia bastante diferente. «Haremos chillar a la economía», declaró Richard Nixon tras la elección de Allende. Y vaya si lo hicieron. Entre 1970 y 1973, la CIA invirtió millones en sabotear la economía chilena y financiar grupos opositores. El entonces Director de la CIA, Richard Helms, anotó en su agenda tras reunirse con Nixon: «Hacer que la economía grite. 10 millones de dólares disponibles, más si es necesario. Trabajo a tiempo completo, mejor plan posible. Juego duro y probabilidad 10 en 10 de derrocarlo». Un pequeño matiz que los libros de historia convenientemente olvidan.
Se nos ha contado que tras el golpe, Chile se convirtió en un «milagro económico» gracias a las reformas de los «Chicago Boys», mientras Estados Unidos observaba con beneplácito desde la distancia, limitándose a mantener relaciones diplomáticas formales con el régimen de Pinochet.
La realidad es que el experimento neoliberal chileno fue diseñado, financiado y supervisado directamente desde Washington. Milton Friedman visitó Chile como asesor personal de Pinochet mientras los estadios se convertían en campos de concentración. El embajador estadounidense informaba al Departamento de Estado sobre las detenciones y torturas con una frialdad burocrática pasmosa. En 1976, cuando el régimen intensificaba la represión, Kissinger le decía a Pinochet: «En Estados Unidos tenemos simpatía por lo que está intentando hacer aquí». Los cadáveres arrojados al mar desde helicópteros debían ser parte de ese admirable proyecto que tanto entusiasmaba a Washington.
Argentina: desaparecidos con visto bueno norteamericano
El relato tradicional nos dice que Estados Unidos mantuvo una postura ambigua hacia la dictadura argentina (1976-1983), especialmente durante la administración Carter, cuando supuestamente la preocupación por los derechos humanos pasó a primer plano.
Los documentos desclasificados muestran que antes del golpe de 1976, el embajador estadounidense Robert Hill ya había dado luz verde a los militares argentinos. Cuando el general Jorge Rafael Videla le consultó sobre la posible reacción norteamericana a un golpe de Estado, Hill respondió que Estados Unidos «no tenía ningún problema con eso». Apenas dos semanas después de iniciada la junta militar, Hill informaba a Washington: «Si hay algo como un golpe eficiente, este lo ha sido». Para entonces, los centros clandestinos de detención ya funcionaban a pleno rendimiento y las «desapariciones» se contaban por cientos.
Se nos ha contado que la política exterior estadounidense buscaba promover gobiernos estables que pudieran contener el avance del comunismo, permitiendo transiciones ordenadas hacia la democracia cuando las condiciones fueran propicias.
Lo que se omite es que cuando el Congreso estadounidense intentó condicionar la ayuda militar a Argentina debido a las violaciones de derechos humanos, la administración Reagan encontró formas de eludir estas restricciones. La embajadora ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, llegó a afirmar que los dictadores derechistas eran preferibles a los regímenes izquierdistas porque podían evolucionar hacia la democracia. Mientras tanto, en la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada argentina, se torturaba a embarazadas antes de robarles sus bebés. Una expresión un tanto peculiar de «valores democráticos en desarrollo».
Guatemala: una república bananera, literalmente
La historia oficial sostiene que la intervención estadounidense en Guatemala en 1954 fue necesaria para evitar que el país centroamericano cayera en la órbita soviética bajo el gobierno «comunista» de Jacobo Árbenz.
Lo que rara vez se menciona es que el principal motivo de preocupación para Washington no era el fantasma del comunismo, sino las tierras no cultivadas de la United Fruit Company que Árbenz pretendía expropiar para una reforma agraria, ofreciendo compensación según el valor declarado por la propia empresa en sus impuestos. Casualidad o no, el Secretario de Estado John Foster Dulles había trabajado para el bufete de abogados que representaba a la United Fruit, mientras su hermano Allen Dulles, director de la CIA, formaba parte del consejo de administración de la empresa. Un pequeño conflicto de intereses que los libros de historia suelen pasar por alto.
Para defender la democracia, nos dicen, Estados Unidos organizó una operación encubierta llamada PBSUCCESS que derrocó a un presidente elegido democráticamente e instauró a Carlos Castillo Armas, iniciando una sucesión de regímenes militares que desembocaría en una de las guerras civiles más sangrientas del continente.
El resultado de esta brillante operación en defensa de la «libertad» fue un conflicto que dejó más de 200.000 muertos, en su mayoría indígenas mayas, y una campaña de tierra arrasada que la ONU calificaría posteriormente como genocidio. Todo para salvar a Guatemala del comunismo y, por supuesto, para proteger los intereses de una empresa frutera estadounidense. Un precio justo por la democracia, según Washington.
Brasil: un golpe de estado para salvaguardar la «democracia»
El discurso convencional ha presentado el golpe militar brasileño de 1964 como una respuesta interna a la inestabilidad generada por el presidente João Goulart, cuyos vínculos con sindicatos y propuestas reformistas amenazaban con desestabilizar la economía.
Lo que se ha omitido sistemáticamente es que el embajador estadounidense Lincoln Gordon calificó el golpe como «la victoria más decisiva para la libertad en América del sur en este siglo». Una curiosa definición de «libertad» que incluía la persecución de opositores, la censura y la tortura institucionalizada durante los 21 años de dictadura militar que siguieron. Más curioso aún resulta que horas antes del golpe, la Marina estadounidense hubiera desplazado una flota de apoyo táctica hacia las costas brasileñas bajo el nombre de Operación Brother Sam, lista para intervenir si los militares encontraban resistencia. Un pequeño detalle que complementa esta historia de «libertad».
La doctrina del mal menor: justificando lo injustificable
La justificación histórica ofrecida para estas intervenciones ha sido consistentemente la Doctrina del Mal Menor: apoyar dictaduras derechistas era desagradable pero necesario para evitar el surgimiento de regímenes comunistas que, según Washington, habrían sido infinitamente peores.
Lo que este razonamiento convenientemente ignora es que muchos de los líderes derrocados, como Árbenz en Guatemala o Allende en Chile, no eran títeres soviéticos sino reformistas democráticos que cometieron el pecado capital de querer implementar políticas que afectaban intereses económicos estadounidenses. La amenaza no era el comunismo sino la soberanía económica y política de estos países. Como señaló el historiador Stephen Kinzer: «La tragedia de la política exterior estadounidense es que hemos derrocado a líderes democráticamente elegidos para instalar dictadores que protegían intereses comerciales estadounidenses».
El legado envenenado
La narrativa tradicional sostiene que, pese a los «errores» cometidos durante la Guerra Fría, Estados Unidos finalmente apoyó las transiciones democráticas en Latinoamérica durante los años 80 y 90, demostrando su compromiso final con los valores democráticos.
Lo que este relato edulcorado omite es el legado permanente de desconfianza, instituciones debilitadas y polarización social que dejaron estas intervenciones. Cuando Hillary Clinton, como Secretaria de Estado, admitió en 2009 que «EEUU ha estado en el lado equivocado de la historia en Latinoamérica demasiadas veces», no estaba haciendo un mea culpa completo sino reconociendo una verdad que para millones de latinoamericanos era dolorosamente evidente desde hacía décadas. Las sociedades que sufrieron dictaduras apoyadas por EEUU siguen lidiando con el trauma colectivo de aquellos años, mientras Washington ha mostrado poco interés en un ajuste de cuentas honesto con este capítulo oscuro de su historia.
Doble rasero: cuando la democracia es negociable
El discurso público estadounidense ha mantenido que su política hacia Latinoamérica siempre ha estado guiada por principios democráticos, adaptando estrategias según los contextos históricos pero manteniendo un compromiso invariable con ciertos valores fundamentales.
La evidencia histórica muestra un patrón mucho menos noble: un pragmatismo cínico donde la democracia es un valor exportable solo cuando no interfiere con intereses económicos o geoestratégicos. Mientras se denunciaba la falta de elecciones en Cuba, se financiaba dictaduras en Chile, Argentina o Brasil. Mientras se condenaban los abusos de derechos humanos en Nicaragua bajo los sandinistas, se ignoraban sistemáticamente los cometidos por Somoza antes y por los Contras después (financiados, entrenados y armados por Estados Unidos). Un ejercicio de hipocresía que revela la verdadera jerarquía de prioridades: primero los intereses, después los principios.
El mito del «excepcionalismo americano»
La doctrina del excepcionalismo americano ha permeado la historiografía oficial, presentando a Estados Unidos como una nación única, guiada por valores superiores y un destino manifiesto que la situaba como faro moral del mundo libre.
Este relato autocomplaciente contrasta brutalmente con la experiencia de los latinoamericanos que vivieron bajo regímenes apoyados por Washington. Para ellos, Estados Unidos no representaba la libertad, sino la razón por la que sus familiares desaparecían, eran torturados o asesinados. Mientras los estadounidenses celebraban su excepcionalidad moral, miles de latinoamericanos eran arrojados vivos al océano desde «vuelos de la muerte» organizados por dictaduras que contaban con el beneplácito de Washington. Aparentemente, la excepcionalidad moral tenía límites geográficos muy precisos.
La imagen que hemos recibido a través de documentales, películas y libros de texto sigue presentando estas intervenciones como «errores» o «excesos» en una política exterior bien intencionada, producto del contexto tenso de la Guerra Fría.
Lo que esta narrativa oculta es la sistemática y deliberada política de subversión de gobiernos democráticos en favor de dictaduras amigables con los intereses norteamericanos. No fueron accidentes ni desviaciones, sino la política explícita y consciente de sucesivas administraciones estadounidenses. Como demuestran documentos desclasificados, estas no fueron decisiones tomadas en el calor del momento, sino estrategias cuidadosamente planificadas donde las consecuencias humanitarias eran perfectamente conocidas y aceptadas como un «costo necesario». Un costo que, convenientemente, pagarían otros.
Conclusión: una alianza incómoda y sus herederos
La historia de la relación entre Estados Unidos y las dictaduras latinoamericanas durante la Guerra Fría permanece como uno de los capítulos más cínicos de la política hemisférica. Un recordatorio incómodo de que los valores democráticos son, en demasiadas ocasiones, moneda de cambio en el juego de intereses geopolíticos.
El legado de esta época no solo permanece en los miles de desaparecidos, en las familias destrozadas o en las democracias debilitadas, sino también en la desconfianza persistente hacia Estados Unidos que caracteriza a amplios sectores de la sociedad latinoamericana contemporánea. Una desconfianza que no es fruto de un prejuicio irracional, como a veces se sugiere desde Washington, sino el resultado directo de una historia vivida en carne propia.
Mientras esta historia siga siendo contada como una serie de «errores» o «excesos» aislados, en lugar de reconocerla como una política sistemática y deliberada, será imposible construir una relación hemisférica basada en el respeto mutuo y valores verdaderamente compartidos. La reconciliación comienza por la verdad, por incómoda que esta resulte.