La incómoda amistad que Washington prefiere olvidar
Cuando hablamos de la Guerra Fría, el relato escolar nos presenta dos bloques perfectamente delimitados: por un lado, Estados Unidos y sus aliados, abanderados de la libertad y la democracia; por el otro, la Unión Soviética y el bloque comunista, símbolo de la opresión y el totalitarismo. Esta narrativa, tan cómoda y simplista, nos invita a Aliados Inoportunos que no encajan en el esquema maniqueo que tanto gusta a los libros de historia.
Pero la realidad siempre es más sucia que las simplificaciones históricas, y pocas alianzas fueron tan sucias como la que Washington mantuvo con los Jemeres Rojos de Pol Pot, mientras este liquidaba a una cuarta parte de la población camboyana. ¿Les resulta incómodo? Pues prepárense para más incomodidad, porque esto apenas empieza.
Durante la década de 1970, tras la humillante derrota en Vietnam, Estados Unidos abrazó una estrategia pragmática para mantener su influencia en el Sudeste Asiático. La administración Nixon, y posteriormente la de Carter, articularon una política exterior basada en contener la expansión soviética y vietnamita a cualquier precio.
A cualquier precio, literalmente. Incluido el precio de 1,7 millones de camboyanos muertos en los campos de exterminio de Pol Pot, mientras la diplomacia estadounidense miraba para otro lado, sonreía en las fotos y votaba a favor de mantener a los genocidas en su asiento de la ONU. Porque los principios son los principios, salvo cuando la geopolítica dice lo contrario.
El ascenso de un monstruo con acento parisino
El 17 de abril de 1975, los Jemeres Rojos, liderados por Pol Pot, entraron triunfalmente en Phnom Penh. Las calles se llenaron de jóvenes soldados con pañuelos rojos y negros. Los camboyanos, agotados por años de guerra civil, recibieron inicialmente a los revolucionarios como liberadores.
Vaya recibimiento más equivocado. En cuestión de horas, estos «liberadores» comenzaron a vaciar la ciudad a punta de fusil. Hospitales incluidos. ¿Estás en medio de una operación? Da igual, al campo. ¿Acabas de dar a luz? No importa, camina. La paranoia revolucionaria de Pol Pot no admitía excepciones. Su utopía agraria necesitaba ciudades vacías y mentes aún más vacías.
Los Jemeres Rojos implementaron uno de los programas de ingeniería social más radicales de la historia. Buscaban crear una sociedad agraria autosuficiente, eliminando todo vestigio de influencia occidental, capitalista o urbana. La moneda fue abolida, las escuelas cerradas, las familias separadas y la religión prohibida.
Lo que oficialmente no mencionan los manuales es que este experimento social tuvo un «pequeño» efecto secundario: el exterminio sistemático de intelectuales, profesionales, minorías étnicas y cualquiera que usara gafas (sí, usar gafas era suficiente para ser considerado un «intelectual» y, por tanto, enemigo del régimen). Los campos de arroz se convirtieron en fosas comunes, y los centros de detención como el infame S-21 procesaron a miles de «enemigos» que confesaban bajo tortura crímenes imposibles.
El pragmatismo de Washington: cuando el enemigo de mi enemigo es un genocida
La invasión vietnamita de Camboya en diciembre de 1978 derrocó al régimen de Pol Pot, deteniendo el genocidio. Vietnam, respaldado por la Unión Soviética, instaló un gobierno favorable a sus intereses. Cualquier observador racional podría pensar que esto sería bienvenido por Occidente: un régimen genocida había sido derrocado.
Pero aquí viene el giro narrativo que ningún libro de texto americano se molesta en explicar con detalle: Estados Unidos, junto con China y gran parte del mundo occidental, se opuso vehementemente a esta intervención y continuó reconociendo a los Jemeres Rojos como el gobierno legítimo de Camboya. Porque, ya saben, la soberanía nacional es sagrada… excepto cuando la viola EE.UU., claro.
En enero de 1979, apenas semanas después de la caída del régimen, la administración Carter adoptó oficialmente la posición de que los Jemeres Rojos, a pesar de sus atrocidades documentadas, debían conservar el asiento de Camboya en las Naciones Unidas. Este apoyo diplomático continuaría durante más de una década.
Imaginen la escena: diplomáticos estadounidenses, representantes del «mundo libre», votando en la ONU a favor de que un grupo responsable de uno de los peores genocidios del siglo XX siguiera siendo reconocido como gobierno legítimo. Todo mientras los supervivientes seguían desenterrando fosas comunes con sus familiares. La hipocresía tiene pocos ejemplos tan cristalinos.
La Coalición: lavando la imagen de los genocidas
A partir de 1982, Estados Unidos orquestó la formación del Gobierno de Coalición de la Kampuchea Democrática (GCKD), una alianza entre los Jemeres Rojos y facciones no comunistas. Esta coalición recibió ayuda militar y financiera indirecta de EE.UU. a través de terceros países, principalmente China y Tailandia.
Este lavado de imagen fue una obra maestra del cinismo político. Pongan un par de caras presentables al frente, mezclen con algunos políticos no comunistas, añadan una pizca de retórica sobre «libertad» y voilà: tienen ustedes un genocida reempaquetado como «luchador por la libertad». De repente, los mismos individuos que habían organizado las matanzas estaban siendo entrenados, armados y legitimados por el «arsenal de la democracia».
El congresista Stephen Solarz, después de visitar los campamentos de la resistencia en Tailandia en 1982, declaró: «La situación es tal que estamos obligados a apoyar una coalición que incluye a una de las más brutales facciones revolucionarias de la historia mundial».
Traducción: «Sabemos que son asesinos en masa, pero son nuestros asesinos en masa, así que adelante». El pragmatismo geopolítico en su máxima expresión. Mientras tanto, en Washington, los discursos sobre derechos humanos seguían fluyendo como si tal cosa. La disonancia cognitiva debía causar jaquecas severas en el Departamento de Estado.
El papel chino: el triángulo del poder
China, que ya había sido un fervoroso partidario del régimen de Pol Pot durante sus años en el poder, continuó proporcionando armas y entrenamiento a los Jemeres Rojos. Para Estados Unidos, la relación con China era un componente esencial de su estrategia para contener a la Unión Soviética.
La geopolítica hace extraños compañeros de cama. Estados Unidos, China y los genocidas Jemeres Rojos unidos por un objetivo común: fastidiar a Vietnam y, por extensión, a la URSS. Los derechos humanos eran un detalle menor que podía ignorarse ante el altar del anticomunismo. O mejor dicho: del anticomunismo soviético, porque con los comunistas chinos y los ultracomunistas de Pol Pot, Estados Unidos no tenía problema en compartir tragos y estrategias.
En una visita a Tailandia en 1979, Zbigniew Brzezinski, Consejero de Seguridad Nacional bajo la administración Carter, declaró: «Creo que los camboyanos deberían tener a Pol Pot como una carta de negociación».
Cartas de negociación. Así llamaban a los responsables del asesinato de casi dos millones de personas. Una «carta» conveniente que podía jugarse en el tablero global. Mientras tanto, los huérfanos camboyanos —aquellos afortunados que sobrevivieron— seguían teniendo pesadillas con los Killing Fields, esos mismos campos donde ahora los turistas sacan fotos junto a pilas de cráneos humanos.
Reagan y la continuación de una política cínica
La administración Reagan profundizó el apoyo a la resistencia anticomunista, incluyendo indirectamente a los Jemeres Rojos. Aunque oficialmente negaba proporcionar ayuda directa a los seguidores de Pol Pot, Estados Unidos canalizó millones de dólares a la coalición que los incluía.
«No, no, no estamos apoyando a genocidas,» decían los portavoces estadounidenses con cara seria, mientras el dinero y las armas fluían a la coalición donde los Jemeres Rojos eran el componente militar más fuerte. Es como decir que no apoyas a un matón escolar mientras le compras bates de béisbol y le das la dirección de sus víctimas. La semántica política en todo su esplendor.
En 1988, el Departamento de Estado produjo un informe titulado «Los Jemeres Rojos y Pol Pot», donde, si bien reconocía las atrocidades cometidas durante 1975-1979, minimizaba su impacto posterior y presentaba a la coalición como una fuerza necesaria contra la ocupación vietnamita.
Un informe que debería entrar en los manuales de ética política como ejemplo de lo que NO se debe hacer: relativizar un genocidio por conveniencia estratégica. «Sí, mataron a millones, pero eso fue antes, ahora son útiles.» Con esa lógica, cualquier criminal podría rehabilitarse simplemente esperando unos años y ofreciéndose para hacer el trabajo sucio que nadie quiere hacer.
Las consecuencias duraderas y la amnesia selectiva
Los Acuerdos de Paz de París de 1991 y las elecciones de 1993 supervisadas por la ONU finalmente trajeron una forma de paz a Camboya, aunque frágil. Pol Pot, protegido por sus antiguos combatientes, nunca enfrentó justicia internacional y murió bajo arresto domiciliario en 1998.
¿Se imaginan a Hitler muriendo plácidamente bajo arresto domiciliario mientras la comunidad internacional se encogía de hombros? Pues eso exactamente pasó con Pol Pot. Los Jemeres Rojos siguieron operando hasta finales de los 90, cuando finalmente se desintegraron. Para entonces, la geopolítica había cambiado, y aquellos «útiles genocidas» ya no eran necesarios. Misión cumplida, pueden desaparecer de la historia ahora, gracias.
Hoy en día, este capítulo de la historia estadounidense rara vez aparece en los libros de texto o discursos políticos sobre el liderazgo moral de Estados Unidos en el mundo. Cuando se menciona, generalmente se presenta como una «complejidad» de la Guerra Fría, un «mal necesario» o, simplemente, un «error de cálculo».
Un «error de cálculo». Así llaman a apoyar a un régimen que mató a una cuarta parte de su población y llenó el país de fosas comunes. Qué conveniente es el lenguaje diplomático para lavar las manchas de sangre. Mientras tanto, los monumentos de cráneos en Camboya siguen ahí, testimonio mudo de lo que la realpolitik puede justificar cuando se considera necesario.
Reflexión final: los límites de la moral en la política exterior
La alianza táctica entre Estados Unidos y los Jemeres Rojos ilustra la brecha entre la retórica de los derechos humanos y las realidades pragmáticas de la política del poder. Pone de manifiesto cómo los principios declarados pueden ser fácilmente sacrificados en el altar de los intereses estratégicos.
Y esa es la verdadera lección que nunca llegará a las clases de historia escolar: los valores, los derechos humanos y la democracia son, en última instancia, herramientas retóricas flexibles que se aplican selectivamente. Cuando conviene, un genocida puede convertirse en un «luchador por la libertad». Cuando ya no es útil, puede volver a ser un monstruo. La moralidad en política internacional no es un principio, es un recurso más a explotar.
Este episodio no es una mera anomalía, sino un recordatorio de las contradicciones inherentes a un sistema internacional donde los estados actúan primordialmente según sus intereses, no sus ideales. Nos obliga a cuestionar las narrativas simplistas sobre «buenos» y «malos» en las relaciones internacionales.
Quizás la próxima vez que escuchen un discurso grandilocuente sobre valores y principios inquebrantables, recuerden a Pol Pot y cómo el país que se autodenomina líder del mundo libre decidió que un genocida era un mal aceptable mientras sirviera a un propósito. Porque así fue, aunque los libros de historia prefieran contar otra versión.