Francia en Ruanda: cuando la «misión civilizadora» se convirtió en complicidad genocida
En Aliados Inoportunos, pocas historias ilustran tan bien la hipocresía occidental como la de Francia en Ruanda. La potencia que se autoproclamaba abanderada de los derechos humanos y la democracia acabó siendo cómplice de uno de los genocidios más rápidos y brutales de la historia contemporánea.
La versión oficial francesa durante décadas ha sido simple y reconfortante: Francia intentó detener una masacre étnica y realizó una intervención humanitaria heroica cuando el mundo miraba hacia otro lado. La Operación Turquesa, autorizada por la ONU, habría salvado miles de vidas inocentes.
Pero la verdad es bastante más incómoda: Francia fue el principal apoyo internacional del régimen hutu que organizó y ejecutó el genocidio. No solo lo respaldó diplomática y militarmente antes de la masacre, sino que durante ella proporcionó vías de escape a los perpetradores. Y después, construyó un relato de intervención humanitaria que ocultaba su complicidad. Como diría el escritor ruandés Scholastique Mukasonga: «Los franceses vinieron a salvarnos después de ayudar a quienes nos mataban».
El contexto histórico: neocolonialismo con sabor a croissant
Ruanda, antigua colonia belga, se convirtió tras su independencia en un peón más del tablero de la Guerra Fría en África. Para Francia, representaba un bastión de su Françafrique, ese sistema neocolonial que mantenía bajo control francés a sus antiguas colonias y expandía su influencia a otros territorios africanos.
El régimen de Juvénal Habyarimana, dictador hutu que gobernó Ruanda desde 1973, se convirtió en un aliado perfecto para los intereses franceses: bloqueaba la influencia anglosajona en la región y mantenía el país dentro de la órbita francófona.
Lo que no aparece en los libros de historia escolar es que Francia sabía perfectamente el carácter etnicista y violento del régimen que apoyaba. Los informes de inteligencia francesa documentaban la discriminación sistemática contra los tutsis y las masacres de civiles años antes del genocidio. Pero, ¿qué son unos cuantos derechos humanos cuando está en juego la grandeur de Francia en África? Como revelaría años después el coronel francés Didier Tauzin: «Teníamos órdenes claras de estabilizar el régimen de Habyarimana a cualquier precio».
Construyendo un genocidio: la mano francesa detrás del telón
Entre 1990 y 1994, mientras el Frente Patriótico Ruandés (FPR), liderado por tutsis exiliados, avanzaba militarmente contra el régimen de Habyarimana, Francia decidió reforzar su apoyo militar al gobierno. La cooperación no era precisamente simbólica:
- Envío de tropas de élite (operaciones Noroît y Amaryllis)
- Entrenamiento militar a las fuerzas armadas ruandesas
- Suministro de armas y equipamiento militar
- Asesoramiento directo en operaciones contra el FPR
La narrativa oficial francesa presentaba esta ayuda como apoyo técnico rutinario a un país soberano amenazado por «rebeldes» apoyados por Uganda (y, por extensión, por los intereses anglosajones).
Lo que esta versión omite convenientemente es que los militares franceses no solo entrenaban al ejército regular ruandés, sino también a las milicias Interahamwe, los principales ejecutores del genocidio. Según testimonios de sobrevivientes y de soldados franceses, oficiales galos participaron en la elaboración de listas de tutsis «sospechosos», enseñaron técnicas de interrogatorio, e incluso estuvieron presentes en puestos de control donde se separaba a tutsis de hutus. Como confesaría el teniente francés Guillaume Ancel años después: «Entrenamos a asesinos con métodos militares avanzados».
Abril de 1994: el avión presidencial como excusa perfecta
El 6 de abril de 1994, el avión que transportaba al presidente Habyarimana fue derribado, detonando el inicio del genocidio previamente planificado. En cuestión de horas, las milicias hutus y el ejército comenzaron las matanzas sistemáticas de tutsis y hutus moderados.
La versión oficial francesa mantiene que este atentado fue obra del FPR, justificando así la posterior hostilidad francesa hacia el movimiento tutsi. Francia siempre ha sostenido que su papel posterior al atentado fue meramente humanitario.
La realidad es que Francia mantuvo comunicaciones constantes con los líderes genocidas incluso cuando la matanza estaba en pleno apogeo. Mientras los machetes cortaban a trozos a casi un millón de personas, diplomáticos franceses recibían a representantes del gobierno genocida en París. El investigador Patrick de Saint-Exupéry documentó cómo, durante las primeras semanas del genocidio, las órdenes a los militares franceses presentes en Ruanda no fueron evacuar tutsis amenazados, sino proteger los intereses franceses y a las figuras clave del régimen hutu. Como le dijo un oficial de la DGSE (servicios secretos franceses) a Saint-Exupéry: «Sacar a los tutsis no era nuestra prioridad. De hecho, no era una prioridad en absoluto».
La Operación Turquesa: el velo humanitario sobre la complicidad
En junio de 1994, con el genocidio ya avanzado y cuando el FPR estaba a punto de derrotar al gobierno genocida, Francia lanzó la Operación Turquesa. Presentada como una intervención humanitaria para crear una «zona segura» en el suroeste de Ruanda, fue autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU.
La versión oficial francesa, repetida incansablemente durante décadas, es que esta operación salvó a miles de tutsis de una muerte segura y demuestra el compromiso francés con los valores humanitarios.
Lo que los museos de historia militar franceses no cuentan es que la Operación Turquesa tuvo un efecto perverso bastante conveniente: creó un corredor seguro por el que los principales organizadores del genocidio pudieron escapar al Zaire (actual República Democrática del Congo), llevándose consigo las armas, el dinero y los archivos que los incriminaban. Como señaló el general canadiense Roméo Dallaire, entonces comandante de la misión de la ONU en Ruanda: «La Operación Turquesa no fue humanitaria. Fue una operación político-militar para salvar a los aliados de Francia y su reputación». Las tropas francesas no solo facilitaron la huida de los genocidas, sino que en algunos casos impidieron que el FPR los capturara, creando de facto una zona de impunidad.
El legado envenenado: negación, manipulación y silencio
Tras el genocidio, con el FPR en el poder y Ruanda alejándose de la órbita francófona para acercarse a Estados Unidos y Reino Unido, Francia desarrolló una sofisticada estrategia de manipulación histórica:
- Insistir en la «doble tesis del genocidio» (sugiriendo que el FPR también cometió un genocidio)
- Obstaculizar investigaciones internacionales sobre su papel
- Negar sistemáticamente cualquier complicidad
- Proteger a sospechosos de genocidio refugiados en Francia
- Presentarse como «reconciliador» sin asumir responsabilidades
Este enfoque se mantuvo hasta muy recientemente, cuando la presión internacional y las evidencias acumuladas forzaron ciertos reconocimientos parciales.
La realidad es que Francia no solo falló en prevenir un genocidio que sus servicios de inteligencia veían venir, sino que respaldó activamente al régimen que lo planeó, entrenó a quienes lo ejecutaron, obstaculizó intervenciones internacionales efectivas, facilitó la huida de los responsables y luego fabricó un relato que la exoneraba. Como resumió el investigador François Graner: «No fue una política errónea. Fue una política criminal conscientemente ejecutada». En 2021, el presidente Emmanuel Macron reconoció la «responsabilidad abrumadora» de Francia, pero evitó cuidadosamente la palabra «complicidad» y no ofreció disculpas formales. Un reconocimiento tan limitado que el periodista Jean Hatzfeld lo llamó «la confesión perfecta: dice lo suficiente para parecer honesta, pero no lo suficiente para asumir consecuencias».
Lecciones no aprendidas: cuando la grandeur vale más que un millón de vidas
El caso de Francia en Ruanda ilustra perfectamente cómo las potencias occidentales pueden, en pleno siglo XX, mantener alianzas neocoloniales que conducen a desastres humanitarios, para luego reescribir la historia presentándose como salvadores.
La narrativa oficial francesa sobre Ruanda representa un ejercicio de cinismo histórico donde la intervención humanitaria sirve como coartada perfecta para ocultar complicidades genocidas. Durante años, la versión dominante en los medios y escuelas francesas presentó la intervención como un ejemplo del compromiso de Francia con los valores humanitarios universales.
Pero como señaló el filósofo camerunés Achille Mbembe: «El verdadero problema no es solo que Francia apoyara a genocidas, sino que luego construyera un relato donde se presentaba como su antítesis». La complicidad francesa con el genocidio ruandés no fue una anomalía, sino la consecuencia lógica de un sistema neocolonial (la Françafrique) donde el mantenimiento de la influencia justifica cualquier alianza, por moralmente repugnante que sea. El dramaturgo ruandés Jacques Bihozagara lo resumió con amarga precisión: «Los franceses no vinieron a detener un genocidio. Vinieron a encubrirlo y a salvar a sus perpetradores».
Quizás la lección más inquietante de esta historia no es solo el horror del genocidio mismo, sino cómo una democracia occidental pudo colaborar con él y luego construir un relato que lo ocultaba. Y cómo ese relato pudo mantenerse durante décadas como versión dominante en medios, escuelas y opinión pública, recordándonos que la verdad histórica es, a menudo, la primera víctima de la razón de Estado.