La zona gris de la historia

Gandhi y el Imperio Británico

Gandhi y el Imperio: la enemiga pública que ocultaba pragmáticas alianzas

Gandhi, el «enemigo» favorito del Imperio Británico

La historia oficial nos presenta a Gandhi como el asceta incorruptible que derrotó al Imperio Británico únicamente con resistencia pacífica y fuerza moral. Pero, ¿qué ocurre cuando descubrimos que el Mahatma organizó un cuerpo médico para apoyar al ejército británico en Sudáfrica? ¿O que mantenía correspondencia regular con virreyes mientras organizaba protestas? La independencia india no fue resultado de la rendición incondicional ante las marchas de Gandhi, sino de complejas negociaciones donde ambas partes encontraron beneficios. Los británicos preferían negociar con él antes que enfrentarse a revolucionarios violentos, mientras Gandhi usaba su relación privilegiada con las autoridades para consolidar su liderazgo frente a rivales más radicales. Esta «enemistad colaborativa» demuestra que la historia real sucede en tonos grises que desafían nuestras cómodas narrativas sobre héroes y villanos.

¡Desmonta tu visión idealizada de la independencia india y descubre el pragmatismo que se esconde tras los mitos de santidad política!

Caricatura de Gandhi y un oficial británico tomando té mientras ocultan papeles bajo la mesa.
Ilustración satírica y amable que representa la ambivalente relación entre Gandhi y el Imperio Británico en clave revisionista.

Gandhi y los británicos: enemigos públicos, socios discretos

La historia que nos han contado sobre Mohandas Karamchand Gandhi es la del líder incorruptible, el asceta que desafió al mayor imperio del mundo armado únicamente con su determinación moral y su táctica de resistencia pacífica. El hombre que, vestido con una simple túnica de algodón hilado a mano, se enfrentó a la maquinaria colonial británica y la hizo retroceder, liberando a la India del yugo extranjero mediante el poder de la no violencia y la desobediencia civil.

Pero mientras esta narrativa heroica se grababa a fuego en la conciencia global, la realidad detrás de bambalinas mostraba un baile diplomático mucho más complejo. El «Mahatma» (Gran Alma) —como fue bautizado por Rabindranath Tagore— mantuvo durante décadas una relación pragmática con sus supuestos archienemigos, negociando constantemente, haciendo concesiones estratégicas y, en ocasiones, sirviendo involuntariamente a los intereses del mismo imperio que decía combatir.

El Gandhi que conocemos a través de los libros de texto, documentales y biografías piadosas es un personaje casi mitológico: el apóstol de la paz, el santo político cuya mera presencia avergonzaba al poder colonial. El hombre que con sus ayunos lograba paralizar ejércitos y que jamás cedió un ápice en sus principios.

El Gandhi real era bastante más práctico: un abogado formado en Londres, familiarizado con los códigos del poder británico, que entendía perfectamente cuándo presionar y cuándo negociar. Un activista que utilizaba su imagen de austeridad como herramienta política mientras mantenía correspondencia cordial con virreyes y generaba admiración entre sectores de la élite británica. Un líder que, mientras organizaba protestas masivas, se reunía regularmente con representantes del gobierno británico para buscar acuerdos.

Del traje occidental a la túnica: la transformación calculada

Antes de convertirse en el icono de la independencia india que conocemos, Gandhi era un abogado perfectamente integrado en el sistema colonial. Durante sus años en Sudáfrica, defendió los derechos de los comerciantes indios adinerados, no de las masas pobres, y llegó incluso a organizar un cuerpo de camilleros indios para apoyar al ejército británico durante la Guerra de los Bóers.

Lo que rara vez mencionan los relatos heroicos es que Gandhi empezó su carrera como un leal súbdito del Imperio. En 1899, mientras vivía en Sudáfrica, organizó el Cuerpo de Ambulancias Indio para asistir a las tropas británicas. Esta contradicción fundamental —apoyar militarmente al mismo imperio que luego combatiría— ilustra la compleja relación que mantuvo con el poder colonial. Su famosa declaración de que «consideraba un honor defender al Imperio Británico» difícilmente encaja en la narrativa del revolucionario anticolonial inquebrantable.

Su imagen de austeridad y sus famosas protestas, como la Marcha de la Sal, fueron cuidadosamente diseñadas para generar el máximo impacto mediático. Gandhi no solo era un activista; era un maestro de las relaciones públicas que entendía el poder de los símbolos y sabía exactamente cómo utilizarlos para presionar al gobierno británico.

La transformación de Gandhi del abogado con traje occidental al asceta con dhoti de algodón no fue una evolución espiritual accidental, sino una decisión estratégica consciente. Como confesaría más tarde a su biógrafo Louis Fischer: «Me di cuenta de que para establecer contacto con las masas, debía vivir como ellas». Su imagen austera era tanto una convicción personal como una herramienta política calculada para construir un personaje reconocible y contrastante con la opulencia imperial.

Entre protestas públicas y negociaciones privadas

Mientras organizaba campañas de desobediencia civil que sacudían los cimientos del dominio británico, Gandhi mantenía correspondencia regular con virreyes y autoridades coloniales. Sus ayunos y marchas provocaban titulares internacionales, pero a menudo eran seguidos por reuniones discretas con representantes británicos.

Lo que las estatuas y películas no muestran es al Gandhi pragmático que sabía cuándo negociar. En 1931, tras la famosa Marcha de la Sal, firmó el Pacto Gandhi-Irwin, suspendiendo la desobediencia civil a cambio de concesiones menores. Tampoco mencionan que muchos nacionalistas indios radicales lo consideraban demasiado conciliador. Subhas Chandra Bose, quien luego formaría el Ejército Nacional Indio para luchar contra los británicos, criticó duramente a Gandhi por su «debilidad ante el poder colonial» y lo acusó de actuar como «un interlocutor útil para los británicos».

Este equilibrio entre resistencia y negociación caracterizó toda su carrera. Gandhi utilizaba la presión popular y la desobediencia civil no como un fin en sí mismo, sino como herramientas para forzar negociaciones desde una posición más ventajosa.

Esta dualidad táctica queda perfectamente ilustrada en su famosa frase dirigida al virrey Lord Irwin: «Quiero la libertad del pueblo indio y si no puedo tenerla completa, la tomaré por partes hasta tenerla toda». Una declaración que revela no al idealista inflexible retratado por la historia oficial, sino a un estratega político pragmático que entendía el arte de lo posible y estaba dispuesto a avanzar mediante compromisos incrementales.

El dilema de la Segunda Guerra Mundial

Quizás ningún episodio ilustra mejor la compleja relación de Gandhi con el Imperio Británico que su posición durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras Gran Bretaña luchaba contra la Alemania nazi, Gandhi lanzó la campaña «Quit India» (Fuera de India) exigiendo la independencia inmediata, lo que llevó a su arresto en 1942.

La postura de Gandhi durante la Segunda Guerra Mundial expone crudamente las contradicciones de su relación con el Imperio. Por un lado, rechazaba moralmente el fascismo; por otro, se negaba a apoyar activamente el esfuerzo bélico británico sin la promesa de independencia. Como declaró en 1940: «Mi simpatía está con los británicos, pero no participaré en la guerra». Esta ambigüedad moral —oponerse al nazismo pero negarse a ayudar en la lucha contra él sin obtener concesiones políticas— revela el lado calculador de un hombre presentado comúnmente como un simple moralista.

Sin embargo, incluso en prisión, Gandhi mantuvo correspondencia con el Virrey y otros líderes británicos. Cuando fue liberado en 1944 por problemas de salud, reanudó inmediatamente los contactos con las autoridades coloniales para negociar el futuro de la India.

Mientras la hagiografía gandhiana lo presenta como un preso de conciencia intransigente, la realidad es que incluso desde la cárcel mantenía canales abiertos con el gobierno británico. El historiador Ramachandra Guha ha documentado cómo, durante su encarcelamiento en el Palacio Aga Khan, Gandhi intercambió numerosas cartas con el virrey Lord Wavell discutiendo los términos potenciales para una transición política. La imagen del santo político encarcelado servía perfectamente a ambas partes: para los nacionalistas indios era un mártir; para los británicos, una figura con quien negociar cuando fuera conveniente.

La independencia negociada y la partición aceptada

El proceso de independencia de la India no fue el resultado de una rendición incondicional del Imperio Británico ante las protestas de Gandhi. Fue, en realidad, un complejo proceso de negociación en el que tanto Gandhi como otros líderes indios hicieron concesiones significativas.

La versión romántica sostiene que Gandhi forzó a los británicos a abandonar la India mediante la fuerza moral de sus protestas pacíficas. La realidad es bastante más prosaica: tras la Segunda Guerra Mundial, un Imperio Británico financieramente exhausto ya no podía permitirse mantener su dominio en la India. Como confesaría más tarde el primer ministro británico Clement Attlee, la influencia de Gandhi en la decisión de conceder la independencia fue «mínima». Más decisivos fueron factores como el motín naval indio de 1946 y la creciente presión internacional anticolonial en la emergente era de la Guerra Fría.

La aceptación por parte de Gandhi de la partición entre India y Pakistán —algo a lo que se había opuesto durante décadas— muestra hasta qué punto estaba dispuesto a comprometerse en las negociaciones finales con los británicos.

El Gandhi mitificado aparece como un defensor inquebrantable de la unidad india. El Gandhi real terminó aceptando pragmáticamente la partición del subcontinente, a pesar de haberla calificado anteriormente como «un pecado contra Dios y la humanidad». Como revelaría posteriormente su secretario personal, Pyarelal Nayar, Gandhi llegó a esta aceptación tras largas conversaciones con el último virrey, Lord Mountbatten, con quien desarrolló una relación sorprendentemente cordial. La fotografía de ambos sonriendo juntos poco antes de la independencia difícilmente encaja con la imagen de enemigos irreconciliables que la historia oficial pretende perpetuar.

El legado ambivalente: entre la mitificación y la realidad

La transformación de Gandhi en un icono global de la resistencia pacífica comenzó incluso antes de su muerte. Tanto los nacionalistas indios como los propios británicos contribuyeron a la creación de esta imagen idealizada por diferentes motivos.

Para la élite india postcolonial, encabezada por Nehru, la mitificación de Gandhi proporcionaba legitimidad moral al nuevo estado. Para los británicos, presentar la independencia como el resultado de la lucha pacífica de un santo (y no como una retirada forzada por presiones económicas y geopolíticas) preservaba mejor su dignidad imperial. Como señaló el historiador Perry Anderson, «pocas figuras históricas han recibido una hagiografía tan consensuada por parte de supuestos adversarios». El propio Winston Churchill, quien había calificado a Gandhi como «un faquir sedicioso» en 1931, terminaría reconociendo que la forma en que se produjo la independencia india «salvó el honor de Gran Bretaña».

Esta mitificación ha ocultado la naturaleza pragmática y compleja de Gandhi, presentándolo como un santo político incorruptible en lugar de como el hábil negociador que realmente fue.

El Gandhi real no era el santo inmaculado de los libros de texto, sino un político astuto que entendía los límites de sus tácticas y la necesidad de compromisos. Como confesaría a su nieta Manu: «El mundo me ve como un mahatma, pero yo me veo como un político que intenta ser moral». Esta dualidad entre imagen pública y autoconsciencia privada revela la brecha entre el Gandhi mitificado y el hombre real que navegó las turbias aguas del final del imperio colonial británico.

La utilidad mutua de una «enemistad conveniente»

Quizás la conclusión más incómoda de esta historia es que, en muchos sentidos, Gandhi y el Imperio Británico se necesitaban mutuamente. Los británicos encontraron en Gandhi un adversario respetable con quien negociar, muy preferible a las facciones revolucionarias violentas. Gandhi, por su parte, utilizó su relación con los británicos para consolidar su posición como líder indiscutible del movimiento independentista.

La paradoja final es que Gandhi resultó, involuntariamente, útil para los británicos. Como observó el historiador Niall Ferguson, «su énfasis en métodos pacíficos evitó que la India siguiera el sangriento camino revolucionario de China o Vietnam». Los británicos preferían claramente negociar con él que enfrentarse a una insurrección armada masiva. Por su parte, Gandhi utilizaba su relación privilegiada con las autoridades británicas para fortalecer su posición frente a rivales más radicales como Bose o más comunalistas como Jinnah. Esta «enemistad colaborativa» beneficiaba a ambas partes, aunque ninguna lo admitiera públicamente.

Esta relación de conveniencia mutua caracterizó las últimas décadas del dominio británico en la India. Detrás de la retórica de confrontación, existía un baile diplomático en el que cada parte utilizaba a la otra para sus propios fines.

El virrey Lord Mountbatten llegaría a confesar en sus memorias: «Gandhi era nuestro adversario más formidable y, paradójicamente, nuestro mejor aliado. Su insistencia en métodos no violentos nos permitió mantener la ficción de un imperio basado en el consenso más que en la coerción». Esta extraña simbiosis entre supuestos enemigos mortales revela una verdad incómoda: la independencia india no fue tanto una derrota británica como una transición negociada en la que ambas partes podían reclamar cierta victoria moral.

Conclusión: más allá del mito y la demonización

Comprender la compleja relación entre Gandhi y el Imperio Británico no significa negar sus logros ni demonizar sus compromisos. Significa reconocer que la historia raramente se ajusta a las narrativas simplistas de héroes y villanos que tanto nos gustan.

Gandhi no fue ni el santo inmaculado de la hagiografía oficial ni el colaboracionista que algunos revisionistas extremos han querido ver. Fue un político pragmático con principios morales fuertes pero flexibles, que entendió que el camino hacia la independencia requería tanto resistencia como negociación. Como él mismo escribiría: «La no violencia no es una camisa que podamos ponernos y quitarnos a voluntad. Debe ser una parte inseparable de nuestro ser». Sin embargo, este ideal moral no le impidió ser un negociador astuto que sabía cuándo ceder y cuándo presionar.

Al final, quizás el mayor legado de Gandhi no fue la imagen idealizada del santo político incorruptible, sino su demostración de que la política puede combinarse con principios morales sin caer en un idealismo ingenuo ni en un pragmatismo cínico.

La relación entre Gandhi y el Imperio Británico nos recuerda que la historia real ocurre en tonos grises, no en blancos y negros. Como observa el historiador Ramachandra Guha, «para entender a Gandhi hay que abandonar tanto la adoración ciega como el cinismo destructivo». Así, este «archienemigo por conveniencia» del imperio más poderoso de su época nos ofrece una lección vital: las grandes transformaciones históricas rara vez ocurren por la acción de santos inmaculados o villanos perfectos, sino por figuras complejas capaces de navegar las contradictorias aguas de la realidad política sin perder completamente su brújula moral.

FIN

Resumen por etiquetas

Esta historia sobre Gandhi y el Imperio Británico atraviesa múltiples dimensiones conceptuales que complejizan la narrativa tradicional. Cada etiqueta seleccionada ilumina un aspecto crucial de esta relación de «archienemigos por conveniencia» que cuestiona los relatos simplificados del movimiento independentista indio.

Descolonización de la India representa el marco histórico fundamental de este artículo, un proceso que, lejos de la épica narración de resistencia inquebrantable, se revela como una transición negociada donde tanto Gandhi como los británicos encontraron espacios de conveniencia mutua y compromisos pragmáticos que beneficiaban a ambas partes.

Asia Central contextualiza geopolíticamente esta historia, situándola en un subcontinente donde las dinámicas coloniales británicas operaban de forma distinta a otros territorios imperiales, permitiendo ciertos márgenes de negociación que Gandhi supo aprovechar estratégicamente mientras mantenía su imagen de resistencia.

Colonialismo y Descolonización enmarca temáticamente el análisis de cómo el final del dominio colonial británico en la India no fue tanto una derrota impuesta como una retirada estratégica negociada, donde factores económicos y geopolíticos pesaron tanto o más que las protestas pacíficas en la decisión británica.

Líderes y Próceres nos permite examinar la construcción mitificada de Gandhi como figura histórica, contrastando la imagen idealizada del santo político con la realidad de un estratega pragmático que entendía los límites de sus tácticas y la necesidad de compromisos para alcanzar sus objetivos.

Construir héroes funcionales revela cómo tanto los nacionalistas indios como los propios británicos contribuyeron a la mitificación de Gandhi por diferentes motivos: legitimidad moral para el nuevo estado indio y preservación de dignidad para un imperio en retirada, creando una narrativa conveniente para ambas partes.

Omitir responsabilidades históricas expone cómo la hagiografía gandhiana ha ocultado las complejas negociaciones y compromisos que caracterizaron el proceso de independencia, simplificando una realidad histórica mucho más matizada donde intereses económicos, presiones geopolíticas y negociaciones pragmáticas tuvieron un papel crucial.

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