Genocidio en Ruanda: minería, milicias y la versión tribal que lo ocultó todo
La versión oficial: un odio ancestral, sin más
En abril de 1994, Ruanda se convirtió en el infierno en la Tierra. La narrativa dominante lo tiene claro: los hutus, llevados por un odio tribal irrefrenable, decidieron exterminar a los tutsis. Se habla de machetes, de radios incendiarias, de vecinos que se convirtieron en carniceros. Y sí, todo eso ocurrió. Más de 800.000 personas fueron asesinadas en apenas 100 días. La palabra “genocidio” se inscribió a fuego en la conciencia colectiva, y Ruanda se convirtió en el símbolo de la barbarie africana desatada por rencillas étnicas “ancestrales”.
“África es un polvorín tribal”, decían los expertos con corbata desde sus estudios en Washington, Londres o París, como si eso bastara para cerrar el caso. Porque cuando los muertos no son blancos, los análisis se permiten ser perezosos.
Pero claro, si uno escarba bajo esa capa de polvo moral y tragedia humanitaria, se encuentra con algo mucho menos poético y mucho más rentable: una guerra por minerales. Y no hablamos de piedras preciosas para joyerías. No, hablamos de coltán, estaño, oro y tungsteno. Minerales imprescindibles para fabricar móviles, ordenadores y misiles. Todo eso, escondido bajo los suelos del este del Congo. Suelos que, curiosamente, fueron saqueados a ritmo de kalashnikov durante y después del genocidio ruandés.
El capital tiene memoria… selectiva
Este artículo forma parte de la serie El Capital Tiene Memoria, porque si hay algo que nunca se olvida es dónde está el dinero. Y en los años 90, el dinero estaba enterrado bajo la selva congoleña. ¿Y qué mejor forma de acceder a él que financiando el caos justo al lado?
Mientras los medios explicaban el conflicto como “guerra tribal”, empresas mineras con sede en Canadá, EE. UU. y Europa hacían acuerdos con rebeldes que controlaban zonas mineras a cambio de jugosos contratos de extracción. Las ONG denunciaban, pero el coltán seguía fluyendo. Y los móviles también.
Los intereses no eran ni ruandeses ni congoleños. Eran transnacionales. Los protagonistas no fueron solo los genocidas con machete, sino también los inversores con traje, los diplomáticos que miraron para otro lado y las corporaciones que transformaron la muerte en márgenes de beneficio.
Del genocidio a la guerra permanente: el Congo como supermercado bélico
Tras el genocidio, las Fuerzas Patrióticas Ruandesas (FPR), lideradas por Paul Kagame, se hicieron con el poder. Pero no se quedaron en Ruanda. Cruzaron al este del Congo, oficialmente para perseguir a los responsables del genocidio. En la práctica, tomaron control de las minas y apoyaron grupos armados que las mantuvieran productivas… y caóticas.
¿Quién financia a los rebeldes que operan en Kivu Norte o Ituri? Pues no es un misterio: muchas veces, son empresas que prefieren negociar con milicias a cumplir regulaciones ambientales, laborales o fiscales. La paz no es buena para el negocio si el negocio es el expolio.
Desde 1996 hasta hoy, el este del Congo ha sido escenario de una guerra no declarada donde la ley no existe, las masacres son rutinarias y los beneficios, astronómicos. En el camino, más de 5 millones de muertos. Pero tranquilos, que en las reuniones de accionistas nunca se habla de eso.
¿Dónde estaban las potencias occidentales?
Estados Unidos, Francia, Bélgica… todos jugaron su parte. Francia apoyó al régimen hutu hasta el final, incluso cuando las señales del genocidio eran imposibles de ignorar. Estados Unidos, por su parte, se alineó con el nuevo régimen de Kagame, ahora convertido en el «chico bueno» de la región.
“Kagame trajo orden y progreso”, repetían los informes de cooperación internacional mientras se ignoraban los informes de violaciones de derechos humanos, represión política y pillaje transfronterizo. Pero claro, también trajo contratos mineros. Y eso sí que vale.
Mientras tanto, la ONU organizaba juicios simbólicos y escribía informes. Pero nunca impuso sanciones reales a las empresas que se beneficiaban del saqueo. Porque cuando el genocidio se convierte en modelo de negocio, la diplomacia se pone de perfil.
Las consecuencias siguen hoy: pobreza, violencia y minerales manchados
Ruanda, hoy, es el niño aplicado del FMI. Tiene estabilidad, crecimiento económico y WiFi gratuito en Kigali. Pero también tiene represión política, control absoluto de la prensa y un régimen que no tolera disidencia. El este del Congo, en cambio, sigue siendo un cementerio abierto.
La extracción de coltán no se ha detenido. La explotación infantil, tampoco. Las milicias siguen operando, aunque ahora con nombres nuevos. Las víctimas, como siempre, no tienen voz en los foros de Davos ni en las keynote de Apple.
Y cada vez que alguien cambia de móvil o juega con su consola nueva, hay una posibilidad real de que algo de ese dispositivo haya salido de una mina ilegal protegida por un grupo armado que financia su guerra a machetazos. Pero es más fácil no pensarlo.
El relato tribal: la coartada perfecta
¿Por qué sigue prevaleciendo la explicación “tribal”? Porque permite externalizar la culpa. Si el conflicto es étnico, entonces nadie es responsable más allá de los “salvajes” locales. Si se trata de historia antigua, entonces no hay implicación presente.
“Son cosas de África”, decía con desdén aquel tertuliano que no supo situar Ruanda en el mapa pero sí supo repetir que “ahí se matan desde siempre”. Porque nada es más útil que un buen prejuicio para tapar un escándalo económico.
La narrativa oficial invisibiliza el saqueo y convierte a las víctimas en figurantes de una historia contada desde Bruselas, Londres o Silicon Valley. Es una historia donde el verdadero crimen —convertir la muerte en ganancia— queda fuera de plano.
Lo que no se quiso ver
Al final, el genocidio en Ruanda no fue solo una tragedia humanitaria. Fue también una operación logística, una reconfiguración regional diseñada para facilitar el acceso a los recursos más valiosos del planeta. Un capítulo brutal que sirvió de cortina de humo para una guerra económica.
Y como siempre, mientras los historiadores de salón hablan de “fracturas tribales”, los accionistas sonríen. Porque si algo aprendió el capital es que los muertos no reclaman dividendos.
La historia oficial se ha empeñado en contar el genocidio de Ruanda como una anomalía local. Lo que no cuenta es cómo ese horror fue instrumentalizado por intereses globales, cómo se organizó una cadena de violencia diseñada para alimentar una cadena de suministro.
Hoy, cada vez que oímos hablar de “conflictos en África”, deberíamos preguntarnos: ¿quién se está beneficiando del caos?
Porque, una vez más, así no fue.