Hambruna del Holodomor: pragmatismo asesino servido en plato frío
Entre el grano y la guadaña: introducción a una tragedia sin ética
Bienvenidos a un nuevo capítulo de nuestra serie Ética Bajo Cero, donde recopilamos esos momentos en los que la moral hizo las maletas y se fue de vacaciones. Hoy, traemos a la mesa un menú soviético que combina cinismo, control totalitario y millones de cadáveres. No, no es una metáfora: es el Holodomor, la hambruna provocada deliberadamente por la URSS en Ucrania entre 1932 y 1933.
La historia oficial suele hablar de «dificultades climáticas», «ineficiencias en la colectivización» y «problemas logísticos». Todo muy técnico, muy frío. Pero lo cierto es que el Holodomor fue una decisión política planificada, ejecutada con precisión burocrática y adornada con el silencio asesino de un régimen que entendía el poder como control total, incluso sobre el estómago del campesino más remoto.
“Durante la hambruna, el grano ucraniano siguió siendo exportado al extranjero mientras los aldeanos morían con la cara metida en un surco”.
Traducción libre del sarcasmo soviético: los muertos no se quejan, pero el comercio sí.
El mecanismo de la muerte: colectivización forzada y castigo ejemplar
Stalin tenía un plan, y como todo buen plan en la Unión Soviética, no admitía fisuras. La colectivización agraria era su nuevo juguete ideológico, y los kulaks —campesinos que habían osado prosperar— eran su objetivo. Pero la resistencia en Ucrania, donde la identidad nacional y la propiedad agraria privada eran más que un detalle cultural, le hizo fruncir el ceño. Y si Stalin fruncía el ceño, alguien acababa sin dientes.
“No entregaste tu grano. Qué mal ciudadano. ¿Cómo te atrevés a querer comer de lo que sembraste?”
La lógica soviética: si no cooperas, no solo no comes tú, tampoco tus hijos, tus vecinos ni el perro.
Las requisiciones forzadas no se limitaron a cosechas. Se requisaron semillas, reservas personales, animales de granja… y cuando eso no bastó, se rodearon aldeas con tropas para impedir que escaparan en busca de comida. ¿El resultado? Millones de muertos. ¿La respuesta del régimen? “Mentira capitalista”.
Exportar mientras se muere: el cinismo de la geopolítica granaria
La Unión Soviética seguía exportando toneladas de grano ucraniano a Europa mientras los campesinos convertían cortezas de árbol y gatos callejeros en “sopa del día”. Que no se diga que el comunismo no entendía de mercados internacionales.
“Sí, vendimos el grano. ¿Queríais que lo dejáramos ahí, sin más? ¿Acaso los contratos de exportación no son sagrados?”
Moscú, probablemente.
El hambre, lejos de ser un accidente, fue una herramienta de castigo colectivo y sumisión. Porque, claro, nada dice “sometimiento” como un cuerpo famélico demasiado débil para protestar.
Silencio oficial y cerrojo a la verdad: propaganda, negacionismo y censura
Mientras aldeas enteras se vaciaban de vida, la maquinaria propagandística soviética trabajaba a pleno rendimiento. A los corresponsales extranjeros se les enseñaba una Ucrania de cartón-piedra, donde los mercados rebosaban productos y los niños reían en las calles (los pocos que quedaban vivos, claro).
“Walter Duranty, corresponsal del New York Times en Moscú, ganó un Pulitzer por no ver nada”.
El periodismo del “a mí me dijeron que todo estaba bien”.
La URSS incluso rechazó la ayuda internacional ofrecida por organizaciones humanitarias. ¿Por qué permitir que entre comida si eso implica reconocer que algo iba mal? Mejor morir con dignidad… o, al menos, que mueran otros sin hacer ruido.
Consecuencias inmediatas: trauma, desarraigo y sumisión total
El Holodomor no solo mató. Destruyó. Acabó con la capacidad de resistencia del campesinado ucraniano, quebró vínculos sociales y arrasó con cualquier esperanza de autonomía cultural o política. Una población hambrienta no organiza rebeliones. Una comunidad fragmentada no teje identidad.
La colectivización triunfó a golpe de hambre. El Estado soviético demostró que podía aniquilar pueblos enteros sin necesidad de bombas ni balas. Solo hacía falta dejar la despensa vacía y las puertas cerradas con llave.
Secuelas persistentes: memoria negada, heridas abiertas
Hoy, el Holodomor sigue siendo un campo de batalla simbólico. Rusia jamás ha reconocido que fue un genocidio. Ucrania, en cambio, lo considera piedra angular de su identidad nacional y testimonio de su sufrimiento histórico. La disputa no es solo semántica: es geopolítica.
“¿Fue una tragedia inevitable o un crimen deliberado?”
Si necesitas ayuda para responder, repasa qué se exportaba mientras la gente moría.
La negación soviética dio paso al revisionismo poscomunista, y este a la diplomacia del olvido. En muchas escuelas del mundo, si acaso se menciona el Holodomor, es de pasada, entre paréntesis. Una hambruna más. Un drama regional. Nada digno de Netflix.
Holodomor: cuando el pragmatismo político mató a la ética (y a unos cuantos millones)
¿Qué nos enseña el Holodomor? Que la política real, cuando se despoja de cualquier vestigio de humanidad, se convierte en una trituradora de carne. Que el hambre puede ser un arma de precisión. Que el Estado, cuando se convierte en su propio fin, no necesita campos de concentración: le basta con cerrar los mercados y vigilar las fronteras.
Y sobre todo, que detrás de cada “necesidad estratégica” puede esconderse un genocidio con muy buena contabilidad.
“No hay peor crimen que el que se comete con apariencia de orden”.
Firmado: la historia, cada vez que se repite.