La zona gris de la historia

Iglesia y ciencia durante la Ilustración

Iglesia y ciencia en la Ilustración: la falsa guerra que nunca existió

¡La Iglesia Católica: El Gran Enemigo de la Ciencia Ilustrada!

La historia oficial nos presenta un relato simple: durante la Ilustración, la Iglesia Católica se opuso frontalmente al avance científico, persiguiendo a todo pensador que desafiara los dogmas. Pero, ¿qué ocurre cuando descubrimos que muchos de los científicos más brillantes del siglo XVIII eran sacerdotes? ¿O que los observatorios astronómicos jesuitas estaban entre los más avanzados de Europa? ¿Y si la realidad fuera que, mientras públicamente se condenaban ciertas teorías, en privado clérigos y científicos colaboraban activamente? La narrativa del conflicto total entre fe y razón ha resultado conveniente para muchos: desde estados seculares que buscaban reducir el poder eclesiástico hasta educadores que necesitaban simplificar la historia en relatos de buenos contra malos. Esta falsa dicotomía oculta una realidad histórica mucho más compleja de tensiones y colaboraciones pragmáticas.

¡Deja que te mostremos cómo la historia que te enseñaron es una cómoda mentira fabricada para no complicarte la vida!

Caricatura de un cura y un científico del siglo XVIII dándose la mano en secreto mientras debaten frente al público.
Caricatura simbólica que representa la doble relación entre Iglesia y ciencia en la Ilustración: conflicto público, colaboración privada.

La supuesta guerra entre sotanas y microscopios

La historia que nos han contado es simple y maniquea: durante la Ilustración, la Iglesia Católica, atrincherada en su oscurantismo medieval, se opuso frontalmente al avance de la ciencia. En un lado, valientes científicos racionalistas desafiando dogmas religiosos; en el otro, clérigos obcecados persiguiendo a todo aquel que cuestionara las verdades reveladas. Esta narrativa ha calado tan hondo que parece incuestionable: religión versus ciencia, fe versus razón, oscuridad versus luz.

Sin embargo, esta versión resulta tan conveniente como ficticia. La realidad histórica muestra un panorama mucho más complejo donde muchos clérigos fueron científicos destacados, donde instituciones religiosas financiaron investigaciones pioneras, y donde las tensiones —que ciertamente existieron— obedecían más a razones políticas y de poder que a un antagonismo intelectual irreconciliable. Como diría un cínico historiador: «Si vas a inventarte un villano histórico, asegúrate de que no pueda defenderse y que su maldad sea lo suficientemente simple como para que quepa en un tuit».

El telescopio en la sacristía

La versión escolar nos presenta a los clérigos del siglo XVIII como fanáticos irracionales, incapaces de comprender o aceptar los avances científicos que amenazaban su visión teocéntrica del universo. Los manuales de historia contemporáneos describen la Ilustración como un periodo de liberación intelectual frente al yugo religioso, donde los filósofos y científicos tuvieron que luchar contra la censura y la persecución eclesiástica.

Esta narrativa, aunque tiene su cuota de verdad, omite convenientemente que muchos de los grandes científicos de la época eran sacerdotes o monjes. ¿Alguna vez escuchaste hablar del padre Roger Boscovich? Probablemente no, aunque este jesuita desarrolló la primera teoría coherente de la estructura atómica en 1758. O del abate Lazzaro Spallanzani, sacerdote y uno de los fundadores de la biología experimental moderna, quien refutó la teoría de la generación espontánea. La lista de clérigos-científicos es tan larga como ignorada: el abate Nollet en electricidad, el jesuita Louis Bertrand Castel en óptica y matemáticas, el benedictino Benito Jerónimo Feijoo en España… Curiosa forma de oponerse a la ciencia: practicándola con excelencia.

La financiación que no aparece en los libros

Según la narrativa popular, la Ilustración científica floreció a pesar de la oposición religiosa, gracias al patronazgo de monarcas «ilustrados» y sociedades filosóficas seculares. Esta versión suele destacar cómo los científicos tuvieron que buscar refugio en ámbitos alejados del control eclesiástico para desarrollar sus investigaciones.

Lo que esta historia conveniente omite es que muchas universidades e instituciones científicas de primer nivel seguían estando bajo control o influencia directa de órdenes religiosas. Los observatorios astronómicos jesuitas eran de los más avanzados de Europa. El Colegio Romano, dirigido por jesuitas, contaba con instalaciones científicas que rivalizaban con las mejores academias seculares. En España, el Real Jardín Botánico colaboraba estrechamente con misioneros que enviaban especímenes botánicos desde América. En Francia, la Académie des Sciences incluía a numerosos abades entre sus miembros más destacados. Como observó irónicamente el historiador Pierre Chaunu: «La Iglesia no solo no impidió la Revolución Científica, sino que la alojó en sus propios edificios y la financió con sus propias arcas. Menudo enemigo torpe.»

El índice selectivo y las condenas a la carta

La imagen del Índice de Libros Prohibidos como una máquina de censura científica implacable ha perdurado en el imaginario colectivo. Nos han contado que cualquier obra científica innovadora acababa automáticamente condenada por la Iglesia, forzando a los científicos a una constante autocensura o a arriesgarse a severos castigos.

Sin embargo, un análisis del Índice durante el siglo XVIII revela una realidad más compleja y pragmática. Muchas obras científicas circulaban libremente incluso cuando contenían teorías problemáticas desde la perspectiva teológica tradicional. La condena dependía más de factores políticos, personales y de oportunidad que de una oposición sistemática al conocimiento científico. El caso de Newton es revelador: sus Principia Mathematica, que consolidaban un modelo heliocéntrico, jamás fueron prohibidos, mientras que obras menores de autores menos influyentes corrían peor suerte por cuestiones que poco tenían que ver con su contenido científico. La censura eclesiástica funcionaba más como una herramienta de control social y político que como un freno sistemático al avance científico. Era, en palabras del historiador François Lebrun, «un sistema de control más preocupado por las consecuencias sociales de las ideas que por las ideas mismas».

El teatro de la enemistad pública

La narrativa tradicional destaca las condenas públicas y enfrentamientos entre científicos y autoridades eclesiásticas como prueba del antagonismo irreconciliable entre ciencia y religión durante la Ilustración. El caso de Galileo —aunque anterior al periodo ilustrado— se cita constantemente como el ejemplo paradigmático de esta supuesta guerra.

Lo que esta visión oculta son las complejas redes de colaboración, correspondencia y apoyo mutuo que existían tras bambalinas. Mientras en público podía haber condenas y censuras, en privado muchos clérigos defendían, discutían y difundían las nuevas ideas científicas. El cardenal Melchior de Polignac, por ejemplo, era corresponsal habitual de Newton y Leibniz mientras defendía públicamente posiciones más ortodoxas. El papa Benedicto XIV, quien dirigió la Iglesia entre 1740 y 1758, mantenía correspondencia con Voltaire y era miembro honorario de la Academia de Ciencias de Bolonia. La enemistad oficial coexistía con una pragmática colaboración oficiosa. Como señaló el historiador Franco Venturi: «El teatro del conflicto ocultaba los camerinos de la colaboración».

El mito conveniente del científico perseguido

La imagen del científico ilustrado como un mártir de la razón, perseguido por fuerzas oscurantistas religiosas, es uno de los tropos más persistentes en nuestra comprensión de la Ilustración. Esta narrativa heroica presenta a figuras como Voltaire, D’Alembert o Diderot como luchadores solitarios contra la intolerancia clerical.

Esta mitología conveniente ignora que muchos de los más prominentes científicos del periodo mantuvieron relaciones cordiales con la jerarquía eclesiástica y que sus problemas derivaban más de cuestiones políticas que puramente científicas. Antonio de Ulloa, científico español que participó en la expedición geodésica para medir el arco del meridiano terrestre, contó con pleno apoyo de la Corona y la Iglesia españolas. El astrónomo Giuseppe Piazzi, descubridor del primer asteroide (Ceres), era un monje teatino que dirigía el Observatorio de Palermo con financiación eclesiástica. El relato del científico perseguido resulta útil para construir una narrativa de progreso lineal donde la ciencia moderna triunfa sobre la superstición religiosa, pero distorsiona gravemente la complejidad histórica del periodo. Como escribió el historiador Jonathan Israel: «La Ilustración no fue un movimiento antirreligioso, sino un replanteamiento intelectual que afectó tanto a creyentes como a escépticos».

Las conveniencias de una falsa dicotomía

La persistencia del mito del enfrentamiento total entre Iglesia y ciencia durante la Ilustración no es casual. Esta narrativa simplificada ha servido a intereses ideológicos diversos a lo largo de los siglos XIX y XX, desde el anticlericalismo militante hasta el cientificismo positivista.

La construcción de esta falsa dicotomía ha permitido a historiadores, educadores y divulgadores presentar una versión limpia y directa del «progreso humano», donde la ciencia moderna surge victoriosa tras derrotar al oscurantismo religioso. Esta narrativa resulta pedagógicamente cómoda y políticamente útil, pero históricamente insostenible. Como señaló el historiador John Hedley Brooke: «La tesis del conflicto entre ciencia y religión es una invención del siglo XIX que proyectamos anacrónicamente sobre periodos anteriores». La realidad histórica muestra un panorama mucho más matizado de tensiones y colaboraciones pragmáticas, donde la Iglesia Católica actuaba como una institución compleja con diversidad interna de opiniones y actitudes hacia el conocimiento científico. Pero, claro, una historia llena de grises no vende tantos libros ni genera tantos clics como un buen combate entre héroes y villanos.

Los intereses tras el relato

Si seguimos el dinero —como recomendaría cualquier investigador sensato—, encontramos que la construcción y mantenimiento del mito del conflicto absoluto entre Iglesia y ciencia ha beneficiado a múltiples actores a lo largo del tiempo.

Por un lado, los estados nacionales emergentes del siglo XIX, en pleno proceso de secularización, necesitaban justificaciones históricas para reducir el poder eclesiástico. ¿Qué mejor que presentar a la Iglesia como enemiga histórica del progreso? Por otro lado, las nuevas élites científicas profesionales buscaban legitimar su autoridad social como portadoras exclusivas del conocimiento válido. La comunidad educativa encontró en esta narrativa simplificada un relato fácil de transmitir en las aulas. Y en tiempos más recientes, tanto el fundamentalismo religioso como el ateísmo militante han abrazado esta visión dicotómica, aunque por razones opuestas. El mito se ha mantenido porque resulta útil para explicar de manera sencilla procesos históricos complejos, porque proporciona héroes y villanos claramente identificables, y porque sirve a agendas ideológicas contemporáneas. Como diría un cínico historiador de Así No Fue: «No dejes que la complejidad histórica estropee un buen relato maniqueo, especialmente cuando hay poder, prestigio y presupuestos en juego».

La realidad incómoda: un baile de conveniencias mutuas

La relación entre Iglesia Católica y ciencia durante la Ilustración no fue una guerra de trincheras, sino más bien un sofisticado baile de intereses, donde ambas partes maniobraban estratégicamente, colaboraban cuando les convenía y se enfrentaban cuando resultaba necesario para mantener su posición social o política.

La Iglesia necesitaba mantenerse relevante en un mundo cambiante y no podía permitirse quedar completamente al margen del avance científico. Muchos clérigos veían en la investigación científica una forma de glorificar la creación divina. Por su parte, los científicos dependían de redes de patronazgo, educación y difusión que seguían estando parcialmente bajo control eclesiástico. Las universidades, bibliotecas y academias religiosas proporcionaban recursos que pocos mecenas seculares podían igualar. Esta interdependencia práctica raramente aparece en los relatos populares, que prefieren la narrativa del enfrentamiento total. La realidad es que, mientras en público podía haber condenas y discursos encendidos, entre bambalinas existía una pragmática colaboración que beneficiaba a ambas partes. Como resumió el historiador Steven Shapin: «La llamada Revolución Científica tuvo lugar tanto en monasterios como en sociedades filosóficas, tanto en universidades religiosas como en academias reales». La verdadera historia no es la de una guerra, sino la de una compleja negociación de poder, conocimiento y legitimidad social.

Conclusión: el pasado que no fue

La imagen de una Iglesia Católica monolíticamente opuesta al avance científico durante la Ilustración pertenece más al ámbito de la mitología histórica que al de la investigación rigurosa. Esta narrativa simplificada, aunque útil para ciertos discursos ideológicos modernos, distorsiona gravemente la complejidad de un periodo donde las fronteras entre ciencia y religión no estaban tan claramente delimitadas como hoy.

La realidad histórica nos muestra una relación mucho más matizada, donde la oposición ideológica convivía con la colaboración práctica, donde muchos científicos eran también religiosos devotos, y donde las tensiones respondían más a cuestiones de poder institucional que a un conflicto intelectual irreconciliable. Al desmontar este mito, no pretendemos negar los conflictos reales que existieron, sino contextualizarlos adecuadamente en su complejidad histórica. Como toda relación de archienemigos por conveniencia, la de la Iglesia y la ciencia ilustrada fue una danza de intereses mutuos disfrazada de antagonismo principista. Quizás la lección más valiosa de esta historia no sea quién tenía razón, sino cómo las narrativas históricas simplifican realidades complejas para servir a intereses contemporáneos, recordándonos que debemos aproximarnos al pasado con el mismo escepticismo crítico que aplicamos —o deberíamos aplicar— al presente.

FIN

Resumen por etiquetas

El artículo sobre la relación entre la Iglesia y la ciencia durante la Ilustración explora varios conceptos fundamentales que ayudan a entender la complejidad de este periodo histórico, superando las simplificaciones maniqueas que han predominado en el relato tradicional.

Revolución Francesa sirve como marco histórico fundamental para este análisis, pues fue durante este periodo cuando las tensiones entre poder religioso y nuevas corrientes de pensamiento alcanzaron su punto álgido, provocando transformaciones profundas en la estructura social europea que influirían en la posterior narrativa sobre el papel de la Iglesia frente al avance científico.

Europa Occidental constituye el espacio geográfico donde se desarrollaron las complejas relaciones entre clérigos científicos y academias religiosas con las nuevas instituciones seculares del conocimiento, siendo especialmente significativas las dinámicas en Francia, España e Italia, donde la influencia católica mantenía fuerte presencia institucional mientras surgían los nuevos paradigmas ilustrados.

Ciencia y Ética emerge como una temática central que atraviesa todo el artículo, mostrando cómo los debates aparentemente científicos escondían profundas cuestiones sobre la autoridad moral y los límites éticos del conocimiento, en un periodo donde la separación entre ciencia, filosofía y teología no estaba claramente delimitada.

Religión y Poder refleja otro eje fundamental del análisis, exponiendo cómo la supuesta oposición frontal entre Iglesia y ciencia era, en realidad, una manifestación de la lucha por el control del conocimiento como forma de legitimar autoridad social e institucional en un periodo de transformaciones profundas.

Instituciones de Poder identifica a los actores principales de esta historia: la Iglesia Católica, las universidades religiosas, las nuevas academias científicas y los estados emergentes, cuyas interacciones complejas iban mucho más allá del simple antagonismo que recoge la narrativa tradicional.

Invisibilizar disidencia señala la función principal del relato oficial sobre este periodo, al ocultar sistemáticamente las numerosas colaboraciones entre Iglesia y ciencia, así como la existencia de clérigos científicos destacados, para construir una narrativa de progreso lineal donde la ciencia moderna triunfa sobre un oscurantismo religioso fabricado a posteriori.

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