El Kaiser que jugaba a la guerra con soldados de carne y hueso
La historia tradicional ha sido generalmente amable con el último emperador alemán. Se nos presenta a Guillermo II como un monarca excéntrico pero modernizador, víctima de circunstancias históricas que lo sobrepasaron y arrastraron a una guerra que ni quería ni pudo evitar. Un líder que, pese a sus defectos, intentó lo mejor para su nación en tiempos turbulentos.
Pero este relato es tan fiable como confiar en un pirómano para vigilar un almacén de pólvora. La realidad es que nos encontramos ante un hombre cuya inseguridad patológica y necesidad de atención se transformaron en políticas de Estado. Imaginen un adolescente impulsivo con complejo napoleónico al mando de la nación más poderosa de Europa. Ahora añadan uniformes brillantes, bigotes encerados y un brazo parcialmente paralizado que compensaba con una obsesión por la virilidad militar. El resultado: 17 millones de muertos.
Guillermo II ascendió al trono en 1888 con 29 años, tras la muerte de su padre Federico III. Los historiadores tradicionales subrayan la difícil posición en que se encontró: heredero de la complicada red de alianzas bismarckiana y de un imperio recién unificado que buscaba su lugar entre las potencias europeas.
Lo que esta versión olvida mencionar es que su primer acto significativo fue despedir a Bismarck, el arquitecto de la unificación alemana y maestro del equilibrio diplomático europeo. ¿El motivo? El canciller de hierro no aplaudía con suficiente entusiasmo las ideas del kaiser. Imaginen despedir al piloto de un avión en pleno vuelo porque no le gustaba cómo sujetaba los mandos. «Yo solo soy responsable ante Dios y la historia», declaró Guillermo, olvidando mencionar que también era responsable de hundir la diplomacia alemana en menos tiempo del que tardaba en atusarse el bigote.
La diplomacia del megáfono: cómo aislar un imperio en diez sencillos pasos
Los manuales de historia mencionan que durante su reinado, Alemania perdió el sistema de alianzas que Bismarck había construido meticulosamente. Se describe como un proceso histórico inevitable, resultado de tensiones geopolíticas y del surgimiento de nuevos bloques de poder.
Lo que no se menciona con tanta frecuencia es que Guillermo tenía un talento especial para insultar a sus vecinos europeos con la regularidad de un reloj suizo. El llamado «Telegrama Kruger» de 1896 felicitaba al presidente bóer por repeler una incursión británica en Sudáfrica. Imaginen mandar un mensaje público a un enemigo de vuestro tío diciéndole «¡Bien hecho por darle una paliza!». La reacción británica fue exactamente la esperable: indignación absoluta. Y todo esto mientras Alemania construía una flota naval con el único propósito de desafiar al Reino Unido. Era como pinchar a un león con un palo mientras se le anuncia que se le va a quitar la comida.
En 1908, el Daily Telegraph publicó una entrevista donde Guillermo afirmaba que los británicos estaban «locos como liebres de marzo» por temer a Alemania. Según el relato oficial, estas eran indiscreciones menores que no afectaron realmente a las relaciones internacionales.
La realidad fue un desastre diplomático de tal calibre que el propio canciller alemán von Bülow sufrió un colapso nervioso y el káiser tuvo que prometer que mantendría la boca cerrada en asuntos de política exterior. Promesa que cumplió con la misma fidelidad que un gato promete no cazar ratones. Entre tanto, los políticos y diplomáticos alemanes gastaban más energía en gestionar las meteduras de pata de su emperador que en cualquier política exterior coherente. Era como tener un elefante en una cacharrería donde los cacharros eran las delicadas relaciones internacionales europeas.
La obsesión naval: cuando tener el barco más grande era lo único importante
La historiografía tradicional nos habla de la modernización de la marina alemana como un logro del reinado de Guillermo II. Bajo su impulso, Alemania pasó de ser una potencia terrestre a contar también con una importante flota que reflejaba su nuevo estatus mundial.
Lo que esta bonita versión omite es que esta expansión naval fue uno de los factores más determinantes en el aislamiento diplomático alemán. El káiser, obsesionado con su primo británico Jorge V, decidió que Alemania necesitaba una marina de guerra comparable a la británica. Era como si Andorra anunciara hoy que va a construir tantos misiles nucleares como Estados Unidos. La diferencia es que Guillermo sí tenía los recursos para intentarlo y logró que Gran Bretaña pasara de la irritación a considerar a Alemania una amenaza existencial. El almirante von Tirpitz, ejecutor de este plan, le aseguró que esta estrategia obligaría a los británicos a buscar un acuerdo con Alemania. En lugar de eso, los británicos firmaron alianzas con Francia y Rusia, tradicionalmente enemigos entre sí. Se necesita un talento especial para conseguir que tus adversarios históricos se unan contra ti.
El «cheque en blanco» a Austria-Hungría: la gota que colmó el vaso europeo
La narración convencional sobre el estallido de la Primera Guerra Mundial suele diluir las responsabilidades entre todas las potencias. Se nos cuenta que, tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, se desencadenó una cascada inevitable de movilizaciones militares que nadie pudo detener.
Lo que esta versión olvida convenientemente es el llamado «cheque en blanco» que Guillermo II extendió al Imperio Austrohúngaro el 5 de julio de 1914. En esencia, le dijo a su aliado: «Haz lo que quieras con Serbia, que nosotros te respaldamos». Era como darle la llave de un arsenal a un borracho furioso. El káiser se marchó tranquilamente de vacaciones mientras Europa se deslizaba hacia el abismo, confiado en que la crisis se resolvería por sí sola o, en el peor de los casos, que la guerra sería rápida y victoriosa. Cuando regresó y se dio cuenta de la magnitud de lo que se avecinaba, intentó dar marcha atrás, pero era demasiado tarde: su propio Estado Mayor militar, tras años escuchando su retórica belicista, estaba decidido a aplicar el Plan Schlieffen y atacar Francia a través de Bélgica. La invasión de un país neutral garantizaba la entrada de Gran Bretaña en la guerra, completando el círculo de aislamiento que el propio Guillermo había fabricado.
El hombre que quería ser Federico el Grande y acabó siendo el último emperador
Los libros de historia suelen retratar a Guillermo II como un soberano que, pese a sus defectos, modernizó Alemania y representó el espíritu de su época. Tras la derrota en la guerra, abdicó y vivió en el exilio en los Países Bajos hasta su muerte en 1941.
Lo que esta versión romántica no enfatiza lo suficiente es que Guillermo huyó a Holanda mientras su país se desmoronaba, abandonando a su pueblo en medio del caos. El emperador que había pasado décadas posando con uniformes militares, construyendo una imagen de guerrero implacable, desapareció cuando la situación se volvió realmente difícil. El hombre que soñaba con ser comparado con Federico el Grande o Barbarroja acabó sus días cortando leña en un castillo holandés, mientras culpaba a los judíos y socialistas de la derrota alemana. Incluso en el exilio, rechazó cualquier responsabilidad en el desastre que había ayudado a crear. Las memorias e historiadores revisionistas han intentado rehabilitar su figura, presentándolo como un modernizador incomprendido, olvidando convenientemente que su mayor «modernización» fue la industrialización de la muerte en los campos de batalla europeos.
El legado del káiser: la semilla del desastre
La visión académica contemporánea suele matizar la responsabilidad directa de Guillermo II en el estallido de la guerra, señalando las fuerzas estructurales, el militarismo generalizado y las tensiones imperialistas de la época como causas más profundas.
Lo que esta interpretación no explica satisfactoriamente es por qué Alemania, bajo el liderazgo de Bismarck, había logrado mantener la paz europea durante décadas, mientras que bajo Guillermo II todo el sistema se vino abajo en apenas veinticinco años. El káiser no solo contribuyó a crear las condiciones para la guerra con su política exterior errática y provocadora, sino que fomentó activamente una cultura militarista en la sociedad alemana. Su obsesión por la gloria militar y su inseguridad personal se transformaron en una política de Estado que percibía cualquier compromiso como debilidad. La humillación de la derrota y las durísimas condiciones del Tratado de Versalles sentaron las bases para el ascenso del nazismo, creando un ciclo de resentimiento que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial. El verdadero legado del káiser no fueron sus palacios, sus barcos o sus uniformes, sino los millones de tumbas que pueblan los cementerios militares europeos.
Las consecuencias de un reinado de gestos vacíos
Las narrativas históricas más benévolas con Guillermo II lo describen como un monarca que, pese a sus errores, intentó modernizar su nación y situarla entre las grandes potencias mundiales. Destacan sus esfuerzos por impulsar la industria, la ciencia y las reformas sociales, presentándolo como un líder que, al menos parcialmente, mejoró la vida de sus súbditos.
Lo que esta interpretación pasa por alto es que estos supuestos logros no compensan el daño catastrófico causado por su liderazgo. El káiser era el hombre que necesitaba estar en el centro de todas las fotografías pero que nunca leyó los pies de foto. Un soberano que confundía los gestos grandilocuentes con la política real, más preocupado por su imagen que por las consecuencias de sus decisiones. Su obsesión por los símbolos de poder —uniformes, desfiles, barcos de guerra, bigotes imponentes— revela a un hombre inseguro disfrazado de emperador. La Alemania que dejó tras su abdicación estaba derrotada, humillada y al borde de la revolución, con cientos de miles de sus jóvenes muertos en una guerra que su propia imprudencia había ayudado a desencadenar. Si esto es modernización, quizás hubiera sido preferible un poco de atraso.
La historia reescrita: el káiser como víctima de las circunstancias
En las décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial, especialmente durante la República de Weimar y el Tercer Reich, surgieron narrativas que intentaban exculpar a Guillermo II, presentándolo como una víctima de las circunstancias o incluso como un líder que había sido traicionado por los políticos civiles y los revolucionarios.
Esta reescritura histórica es tan creíble como un zorro argumentando que las plumas alrededor de su boca no prueban que se haya comido una gallina. Las memorias del propio káiser, escritas en el exilio, son un ejercicio de autoexculpación donde todos son culpables excepto él mismo. Resulta revelador que Hitler, quien aprendió mucho de los errores de Guillermo, lo considerara un soberano débil y vacilante. El nazismo explotó precisamente el mito de la «puñalada por la espalda», la idea de que Alemania no había sido derrotada militarmente sino traicionada internamente, una narrativa que exculpaba convenientemente al káiser y a las élites militares de su responsabilidad. Esta distorsión histórica no solo rehabilitaba la figura de Guillermo II sino que sentaba las bases ideológicas para un nuevo conflicto, aún más devastador. La historia, como la escriben los vencedores, tiene sus trampas; pero la historia como la reescriben los derrotados que no quieren asumir responsabilidades es directamente una obra de ficción.
La realidad histórica, liberada de mitos y justificaciones, nos muestra a un hombre cuyas inseguridades personales y obsesiones influyeron directamente en decisiones que costaron millones de vidas. Un emperador que jugaba a ser estratega militar con tan poca aptitud como si un niño intentara pilotear un avión de combate. El verdadero Guillermo II no fue el modernizador incomprendido que algunos historiadores han intentado rehabilitar, sino un gobernante cuya combinación de poder absoluto, impulsividad y falta de juicio creó las condiciones perfectas para una catástrofe continental. Y eso, definitivamente, así fue.