Enemigos públicos, socios secretos: la farsa científica de la Guerra Fría
Durante décadas, la narrativa sobre la Guerra Fría se ha construido como el enfrentamiento definitivo entre dos superpotencias irreconciliables. Escuelas, películas y libros de historia nos han presentado a Estados Unidos y la Unión Soviética como archienemigos por conveniencia destinados a destruirse mutuamente. La carrera espacial, la nuclear, la armamentística… Todo formaba parte de una competencia existencial donde cada avance tecnológico representaba una victoria ideológica.
Pero mientras los líderes de ambas potencias agitaban puños nucleares frente a las cámaras y sus propagandistas pintaban al otro como la encarnación del mal, sus científicos, ingenieros y espías compartían planos, fórmulas y descubrimientos con una discreción que habría puesto colorado a cualquier ciudadano medio de Peoria o Stalingrado.
El relato oficial describe una carrera tecnológica feroz, donde cualquier filtración de información científica equivalía a traición. ¿O quizás no era tan simple? Porque la realidad, señoras y señores, es que la Guerra Fría fue también un elaborado baile de cooperación encubierta bajo el manto del antagonismo público.
El teatro de la desconfianza: cómo vender una enemistad mientras se comparten los deberes
Si hay algo que Estados Unidos y la Unión Soviética perfeccionaron durante la Guerra Fría fue la capacidad de mantener discursos incendiarios de cara a la galería mientras firmaban acuerdos científicos bajo la mesa. La retórica oficial presentaba dos sociedades incompatibles, dos sistemas que no podían coexistir.
Lo que nunca mencionaron en los noticiarios de la época era que, mientras Kennedy y Jruschov se amenazaban mutuamente con el apocalipsis nuclear, sus delegaciones científicas intercambiaban alegremente datos sobre radiación cósmica en conferencias «neutrales» en Ginebra. No es que fuera exactamente una amistad, pero tampoco era la hostilidad absoluta que nos vendieron.
El miedo al «otro» justificaba presupuestos militares astronómicos y el sacrificio de libertades civiles en nombre de la seguridad nacional. Mientras tanto, los acuerdos de cooperación científica se firmaban discretamente, lejos de titulares sensacionalistas.
El espionaje como método de transferencia tecnológica consentida
La narrativa simplista nos ha contado que cada diseño robado, cada plano filtrado, cada científico que defeccionaba representaba una victoria para un bando y una catástrofe para el otro. La espectacularidad de casos como los espías atómicos o el robo de secretos industriales alimentaba esta percepción.
Lo que rara vez se menciona es que muchos de estos «robos» ocurrían con un guiño cómplice de las autoridades. Como señala el historiador David Reynolds en «Science in the Cold War», «algunos ‘secretos’ fueron intencionalmente mal protegidos para ser descubiertos». El espionaje funcionaba como un canal alternativo de transferencia tecnológica cuando la diplomacia oficial no podía permitirse reconocer la colaboración.
La realidad incómoda es que ambas superpotencias entendieron rápidamente que ciertos avances científicos beneficiaban a ambos bandos, incluso si públicamente competían por ellos. El desarrollo de vacunas, técnicas agrícolas o protocolos de seguridad nuclear son ejemplos donde la cooperación, abierta o encubierta, superaba a la competencia ideológica.
La NASA y el programa espacial soviético: competidores públicos, colaboradores privados
Si algo simboliza la «competencia» científica de la Guerra Fría es la carrera espacial. El lanzamiento del Sputnik en 1957 provocó pánico en Estados Unidos, y la llegada del hombre a la Luna en 1969 se presentó como la victoria definitiva americana en este campo.
La versión oficial omite convenientemente que desde principios de los 60, científicos americanos y soviéticos intercambiaban regularmente datos meteorológicos y de radiación espacial a través del programa «Participación Internacional en la Exploración del Espacio Tranquilo». Como documentó James Oberg en «Red Star in Orbit», estas colaboraciones fueron cruciales para la supervivencia de astronautas y cosmonautas. Pero claro, «cooperamos para mantenernos vivos en el espacio» no vendía tantos periódicos como «vencemos a los rojos en la Luna».
Para 1975, la misión conjunta Apollo-Soyuz mostraba astronautas y cosmonautas abrazándose en órbita. La transición de «enemigos mortales» a «colaboradores espaciales» fue sorprendentemente rápida para tratarse de rivales existenciales, ¿no creen?
La paradoja nuclear: destrucción mutua asegurada, seguridad compartida
Quizás la mayor ironía de la Guerra Fría fue la doctrina de la destrucción mutua asegurada (MAD). Esta estrategia, basada en la certeza de que un ataque nuclear provocaría represalias igualmente devastadoras, convirtió la competencia armamentística en una garantía perversa de paz.
Lo que los manuales escolares no explican es que esta «competencia» implicaba también una extraña forma de cooperación. Como reveló el físico nuclear Richard Garwin en sus memorias, «compartíamos información sobre seguridad nuclear con los soviéticos mientras construíamos armas para destruirnos mutuamente». Las filtraciones «accidentales» sobre sistemas de seguridad en armas nucleares eran toleradas por ambos bandos, conscientes de que un accidente en territorio enemigo podría tener consecuencias globales.
En 1963, el Tratado de Prohibición Parcial de Pruebas Nucleares fue firmado por ambas superpotencias, representando quizás el primer reconocimiento público de que existían intereses científicos comunes que trascendían la rivalidad ideológica.
El complejo industrial-militar: el verdadero ganador de la falsa enemistad
Si la retórica oficial promovía el antagonismo mientras la realidad científica mostraba colaboración, ¿quién se beneficiaba de mantener esta contradicción? La respuesta nos lleva al concepto que el presidente Eisenhower advirtió en su discurso de despedida: el complejo industrial-militar.
Como señaló el economista John Kenneth Galbraith, «tanto en Estados Unidos como en la URSS, los presupuestos militares se justificaban por la amenaza del otro, mientras las corporaciones y burocracias militares de ambos lados prosperaban». La Guerra Fría fue, en términos económicos, un extraordinario ejercicio de coordinación entre supuestos enemigos para mantener la financiación de sus respectivos establecimientos militares e industriales.
Esta colaboración encubierta entre «enemigos» llegaba a extremos absurdos. En pleno bloqueo tecnológico, compañías estadounidenses como IBM vendían ordenadores a la URSS a través de subsidiarias europeas, mientras los soviéticos copiaban descaradamente tecnología occidental que, curiosamente, no estaba tan bien protegida como cabría esperar.
De Oppenheimer a Andréi Sájarov: la fraternidad científica que trascendió fronteras
Los científicos fueron quizás quienes mejor entendieron la falsedad de esta enemistad. Figuras como J. Robert Oppenheimer en Estados Unidos y Andréi Sájarov en la URSS, padres respectivos de las bombas atómicas de sus naciones, acabaron abogando por la cooperación internacional y el control de armas.
Lo que pocas veces se menciona es que existía una red informal de comunicación entre científicos de ambos bloques, cuidadosamente tolerada por sus gobiernos. Como confesó el físico soviético Yevgeni Velikhov años después, «nos reuníamos en conferencias en países neutrales y compartíamos información que oficialmente no debíamos compartir, con el conocimiento tácito de nuestras agencias de inteligencia». Esta «diplomacia científica» mantuvo canales de comunicación cuando la diplomacia oficial fracasaba.
Estos científicos entendieron algo que los políticos tardaron décadas en aceptar: que la ciencia trasciende fronteras y que el avance del conocimiento beneficia a la humanidad más allá de divisiones ideológicas artificiales.
El fin de la Guerra Fría: cuando la farsa ya no era sostenible
El colapso de la Unión Soviética en 1991 marcó el fin oficial de la Guerra Fría. La narrativa triunfalista occidental proclamó la victoria del capitalismo sobre el comunismo, del mundo libre sobre la tiranía.
Lo que esta versión ignora es que, para ese momento, los sistemas científicos de ambos bloques estaban ya profundamente entrelazados. Como documentó el historiador Loren Graham, «cuando cayó el Muro de Berlín, había más cooperación científica entre Este y Oeste que en cualquier otro momento de la historia moderna». La caída del telón de acero no inició la cooperación científica; simplemente hizo pública una realidad que llevaba décadas existiendo en las sombras.
La rapidez con la que antiguos «enemigos» científicos pasaron a colaborar abiertamente tras 1991 solo puede explicarse si aceptamos que esa colaboración ya existía, camuflada bajo capas de propaganda y secretismo oficial.
La gran mentira consensuada: a quién beneficiaba esta farsa
La Guerra Fría fue, en muchos aspectos, una narrativa mutuamente consensuada donde ambas superpotencias aceptaron fingir una enemistad absoluta mientras mantenían canales de cooperación pragmática. Esta contradicción servía a múltiples intereses:
Como señaló mordazmente el periodista I.F. Stone, «la Guerra Fría permitió a los gobiernos de ambos lados justificar medidas que en tiempos normales habrían sido inaceptables: vigilancia masiva, restricciones a libertades civiles, intervenciones militares en terceros países y, por supuesto, presupuestos de defensa obscenos». La enemistad teatralizada financiaba un estado de seguridad nacional permanente mientras la cooperación científica encubierta garantizaba que ambos sistemas siguieran funcionando.
Quizás por eso la narrativa de «enemistad total» sobrevive en nuestros libros de historia, películas y discurso político. Es más cómoda, más simple y, sobre todo, esconde mejor la hipocresía de un periodo donde los supuestos archienemigos compartían más de lo que les separaba.
La ciencia, ese supuesto campo de batalla ideológica, fue en realidad el puente secreto que mantuvo unidas a dos superpotencias que públicamente juraban destruirse mutuamente. Así no fue la Guerra Fría científica que nos contaron. Y quizás sea hora de preguntarnos cuántas de nuestras actuales «enemistades geopolíticas» esconden colaboraciones que no estamos listos para reconocer.