La Nakba palestina
La versión oficial: independencia con confeti y fuegos artificiales
El 14 de mayo de 1948, el líder del movimiento sionista, David Ben-Gurión, proclamaba la independencia del Estado de Israel. Entre aplausos y lágrimas (de los suyos, claro), nacía una democracia en medio del desierto, prometiendo luz entre las tinieblas del antisemitismo europeo y el colonialismo decadente. La narrativa oficial lo cuenta como una hazaña heroica de supervivencia: un pequeño pueblo perseguido resurge de sus cenizas para reclamar una tierra que, aseguran, les fue prometida. Y, como todo nacimiento nacional que se precie, el parto fue doloroso… pero supuestamente necesario.
“No fue un parto, fue una cesárea con bulldozer.”
Porque lo que en Israel se celebra como Guerra de Independencia, para más de 750.000 palestinos fue una limpieza étnica programada con bastante menos épica y bastante más expulsión forzosa.
El Plan Dalet: cuando la limpieza no era sólo étnica, sino también narrativa
La Nakba (catástrofe, en árabe) no fue un daño colateral. Fue el resultado de un plan deliberado, redactado con tinta y fusil, llamado Plan Dalet. Esta estrategia, aprobada en marzo de 1948 por la Haganá (el embrión del futuro ejército israelí), contemplaba “la ocupación de zonas y aldeas palestinas”, el “desarme de sus habitantes” y su “expulsión”. Sí, suena a eufemismo militar, pero en la práctica implicó incendiar aldeas, cometer masacres selectivas (como la de Deir Yassin) y sembrar el pánico hasta lograr que los palestinos huyeran… para no volver.
«Huyeron voluntariamente», decían los libros de texto israelíes.
Claro, porque cuando te bombardean la casa y fusilan a tu vecino, salir corriendo es una libre elección. Como tomarte un café o quedarte dormido en el sofá.
Archivos clasificados, historia domesticada
Durante décadas, la narrativa oficial israelí ocultó o maquilló la historia real de 1948. Los documentos militares y gubernamentales relacionados con la expulsión masiva fueron celosamente guardados bajo siete llaves, y la Ley de Archivos de Israel (de 1955) se convirtió en una herramienta quirúrgica para decidir qué se podía saber… y qué no.
Y no, no se trataba sólo de proteger secretos de seguridad. Se trataba de blindar el relato fundacional: el de un país que nació limpio, noble y en defensa propia. La independencia no podía venir manchada de limpieza étnica, ni de aldeas arrasadas, ni de familias desterradas a pie cruzando la frontera con lo puesto.
“El archivo es un campo de batalla”, dijo el historiador Benny Morris.
Y tenía razón, porque mientras los archivos callaban, el mito hablaba a gritos en las escuelas, museos y películas patrióticas.
Educación selectiva: la historia según Ben-Gurión (y aprobada por el Ministerio)
En el sistema educativo israelí, durante generaciones, la palabra Nakba simplemente no existía. Los estudiantes aprendían que los árabes huyeron por su cuenta, que los países vecinos invadieron Israel el mismo día de su nacimiento y que los israelíes, pobres mártires, se defendieron como pudieron.
Las pocas voces críticas que se atrevieron a cuestionar esta versión, como los llamados Nuevos Historiadores israelíes en los años 80 y 90, fueron tachadas de antipatriotas, traidores o simplemente “confundidos”. Su pecado: consultar archivos desclasificados que, por error o valentía archivística, revelaban que la versión oficial tenía más agujeros que una red de pesca.
¿El resultado?
Una población criada entre mapas sin Palestina, relatos sin Nakba y conciencia sin culpa.
Universidades financiadas, verdades subvencionadas
En Israel, como en otros muchos países, el dinero académico no es neutral. Las universidades que investigan con enfoque crítico la historia de la fundación del Estado han visto cómo sus presupuestos se recortan, sus carreras se bloquean y sus cátedras se transforman en campos minados. No por falta de rigor, sino por exceso de verdad.
Mientras tanto, los think tanks nacionalistas y los departamentos de historia oficiales siguen recibiendo financiación generosa para investigar… lo que conviene investigar. La Nakba, cuando aparece, es como una nota a pie de página escrita en tinta invisible.
“Si quieres fondos, estudia los logros del sionismo. Si quieres problemas, estudia la Nakba.”
Así funciona la academia cuando la historia molesta al Estado.
La Nakba no fue un capítulo, fue un prólogo
Lo más conveniente del relato oficial israelí es que termina justo cuando empieza la historia palestina moderna. La guerra de 1948 se cierra con la victoria de Israel, y punto. ¿Los campos de refugiados? Detalle menor. ¿El derecho al retorno? Demasiado complicado. ¿La identidad de un pueblo expulsado y fragmentado? No toca.
Pero la Nakba no fue un evento cerrado. Es un proceso en curso. Sigue viva en cada veto al retorno, en cada demolición de casas, en cada checkpoint, en cada nueva ley que declara a Israel como “Estado-nación del pueblo judío” y relega a los ciudadanos palestinos a la categoría de figurantes.
Es una historia que sigue escribiéndose. Pero sólo en árabe, y con lágrimas.
Cuando la historia contradice al Estado
Los Nuevos Historiadores, como Ilan Pappé, Avi Shlaim o el propio Benny Morris (aunque con matices ideológicos entre ellos), mostraron cómo los documentos oficiales israelíes contradecían sistemáticamente el relato fundacional. A través de memorias militares, informes secretos y testimonios de los propios líderes sionistas, estos historiadores destaparon que:
- No hubo una orden árabe de evacuación masiva (como se afirmaba).
- Sí hubo múltiples órdenes militares de expulsión planificada.
- Y sí, se utilizó el terror como arma deliberada para vaciar territorios.
Pappé llegó a definir el proceso como una limpieza étnica, palabra maldita en el léxico israelí, pero perfectamente válida en el Derecho Internacional. Su recompensa fue el exilio académico.
Cuando los documentos gritan, el Estado prefiere ponerles sordina.
Conclusión: ¿historia oficial o ficción patrocinada?
La versión israelí de la Guerra de 1948 tiene todos los ingredientes de una película patriótica: pueblo perseguido, victoria inesperada, enemigos malvados y final feliz. Pero como en toda superproducción, lo que queda fuera del encuadre es lo más importante.
La Nakba no fue un accidente, ni un misterio, ni una exageración. Fue una política. Y sigue siendo una omisión.
La historia oficial de Israel no sólo ocultó el crimen fundacional, sino que lo convirtió en leyenda. Y como toda leyenda oficial, sólo necesita una cosa para sobrevivir: silencio.