La fabricación del mito suizo: neutralidad selectiva y beneficios de guerra
Los libros de historia nos han vendido durante décadas una Suiza heroica, refugio de paz en medio del caos europeo. Un oasis de neutralidad donde el humanitarismo prevalecía mientras el resto del continente se desangraba. Un país que, mediante una astuta diplomacia y una valiente postura moral, consiguió mantenerse al margen de las atrocidades de las guerras mundiales.
Pero vamos, no nos engañemos. La neutralidad suiza fue tan «neutral» como un árbitro con la cuenta bancaria llena de dinero de uno de los equipos. Una neutralidad a la carta, conveniente y tremendamente lucrativa que ha servido para construir una identidad nacional tan sólida como falsa. Un ejercicio de marketing histórico digno de estudio: cómo convertir la colaboración económica con genocidas en un acto de supervivencia heroica.
Durante ambas contiendas mundiales, la Confederación Helvética se mantuvo oficialmente al margen, sin participar militarmente y conservando relaciones diplomáticas con todos los bandos. Esta postura permitió a la Cruz Roja Internacional, con sede en Ginebra, desarrollar una labor humanitaria reconocida mundialmente, reforzando la imagen de Suiza como tierra de paz y ayuda desinteresada.
Lo que no suele mencionarse con tanto entusiasmo es que mientras la Cruz Roja atendía heridos, los bancos suizos atendían las cuentas de los jerarcas nazis. Curioso concepto de neutralidad: «No te disparo, pero guardo el botín que robaste a tus víctimas. ¡Ah! Y te vendo armas, por supuesto. Negocios son negocios».
Los bancos suizos: guardianes de tesoros manchados de sangre
El sistema bancario suizo se había consolidado ya antes de la Primera Guerra Mundial como un refugio seguro para capitales extranjeros gracias a sus estrictas leyes de secreto bancario. Estas leyes, reforzadas en 1934 con la Ley Federal de Bancos, convertían en delito la revelación de información sobre cuentas bancarias, incluso a gobiernos extranjeros.
El secreto bancario suizo no nació por casualidad en 1934. Apareció justo cuando los nazis comenzaban a expropiar a los judíos alemanes y estos buscaban desesperadamente dónde esconder sus bienes. ¡Qué oportuno! Una ley perfecta para atraer el dinero de las víctimas y, poco después, el de sus verdugos. Luego vendría el argumento de «protegíamos a los perseguidos». Sí, hasta que los nazis pedían información sobre esas cuentas. Entonces la amnesia bancaria suiza era instantánea.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los bancos suizos se convirtieron en los principales intermediarios financieros de la Alemania nazi. Entre 1939 y 1945, aceptaron más de 1.700 millones de francos suizos en oro del Reichsbank alemán, gran parte del cual había sido robado de los bancos nacionales de países ocupados como Bélgica, Holanda y Francia.
Mientras los escolares aprenden sobre la valentía suiza y sus milicias preparadas para resistir en los Alpes, nadie les cuenta que el Banco Nacional Suizo podía reconocer perfectamente el oro «limpio» del robado. Tenían registros precisos de las reservas de todos los bancos centrales europeos. Sabían perfectamente que ese oro belga y holandés no había sido «cedido amistosamente» a los alemanes. Pero hey, un lingote no viene con el nombre de su dueño original grabado, ¿verdad? Qué conveniente.
La frontera humanitaria: el mito de la acogida y la realidad del rechazo
Otro pilar fundamental del relato oficial es la imagen de Suiza como tierra de asilo. Si bien es cierto que aproximadamente 295.000 refugiados encontraron protección temporal en territorio suizo durante la Segunda Guerra Mundial, la realidad de su política de asilo estuvo lejos de ser ejemplar.
Lo que no aparece en los folletos turísticos es que Suiza rechazó a más refugiados de los que acogió. En particular, su tratamiento a los judíos que huían del Holocausto fue especialmente cruel. Heinrich Rothmund, jefe de la Policía de Extranjeros, llegó a sugerir que los pasaportes alemanes de los judíos fueran marcados con una «J» para identificarlos fácilmente y poder rechazarlos en la frontera. ¡Qué detalle de colaboración! Proporcionar ideas a los nazis sobre cómo etiquetar a sus víctimas mientras se proclamaba neutralidad.
En agosto de 1942, tras la intensificación de las deportaciones de judíos franceses a campos de exterminio, las autoridades suizas cerraron sus fronteras con la infame justificación de que «el barco está lleno». Esta decisión condenó a miles de personas a una muerte segura, pese a conocerse ya la naturaleza genocida del régimen nazi.
El consejero federal Eduard von Steiger, responsable de justicia y policía, comparó a Suiza con un «bote salvavidas con capacidad limitada». Lo que olvidó mencionar es que ese bote tenía camarotes de lujo reservados para el oro nazi y una política de admisión que preguntaba primero por tu cuenta bancaria y después por tu situación de peligro. Refugiados ricos y útiles (léase: médicos, ingenieros), bienvenidos. Judíos pobres que huían de las cámaras de gas, «lo sentimos, no hay plazas disponibles».
La industria de guerra: fabricando para todos los bandos
La imagen de Suiza como país pacífico contrasta fuertemente con su próspera industria armamentística, que surtió a los contendientes durante ambas guerras mundiales, especialmente a Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.
Resulta fascinante la gimnasia moral que permite considerarse «neutral» mientras se fabrican componentes para las armas que están aniquilando Europa. Empresas como Oerlikon-Bührle vendieron armamento por valor de 543 millones de francos suizos a la Alemania nazi, frente a los 121 millones vendidos a los Aliados. Una neutralidad con un sospechoso desequilibrio matemático del 82% frente al 18%. Quizás los pedidos llegaban en un idioma que les resultaba más familiar…
Además del armamento, Suiza proporcionó a Alemania otros suministros esenciales para el esfuerzo bélico, como equipos de precisión, componentes eléctricos y, crucialmente, permitió el tránsito de mercancías entre Alemania e Italia a través de sus pasos alpinos. El tráfico ferroviario a través del túnel de San Gotardo fue fundamental para el abastecimiento del frente italiano.
Cuando Churchill presionó a Suiza para que detuviera este tráfico, argumentando que violaba la neutralidad, los suizos respondieron que era un «acuerdo comercial normal». Normal. Como aquel que alquila su casa para que los sicarios guarden las armas, pero jura que él solo es un casero y no tiene nada que ver con los asesinatos. Tecnicismos morales dignos de un manual de autoayuda para colaboracionistas.
El desmantelamiento tardío del mito: reparaciones y verdades incómodas
No fue hasta la década de 1990, con la presión internacional liderada por organizaciones judías y el Congreso de Estados Unidos, cuando Suiza comenzó a afrontar seriamente su papel durante el Holocausto. La Comisión Bergier, establecida por el gobierno suizo en 1996, presentó en 2002 un informe que confirmaba gran parte de las acusaciones sobre la colaboración económica con la Alemania nazi.
Cincuenta años de silencio y negación. Medio siglo para reconocer lo que todo el mundo sabía: que habían jugado al escondite moral con los nazis mientras contaban el dinero. ¿Y por qué tardaron tanto? Porque las cuentas dormidas de las víctimas del Holocausto seguían generando intereses para los bancos suizos. Nada como el sufrimiento ajeno para mejorar el PIB nacional. La Comisión Bergier llegó justo cuando el escándalo internacional ya era ineludible, no cuando la conciencia nacional despertó.
En 1998, los principales bancos suizos acordaron pagar 1.250 millones de dólares como compensación a los supervivientes del Holocausto y sus descendientes. Sin embargo, este acuerdo llegó tras años de negativas y obstaculización, y solo bajo intensa presión internacional.
Un arreglo monetario tardío que nunca habría existido sin la amenaza de boicot a los bancos suizos en Estados Unidos. La contrición llegó envuelta en cálculos de relaciones públicas y potenciales pérdidas financieras. Aparentemente, la moral suiza tiene un precio, y está cotizado en dólares americanos, no en francos.
La neutralidad como construcción nacional: el mito que prevaleció
La neutralidad suiza, más que una postura diplomática circunstancial, se convirtió en el pilar central de la identidad nacional tras la Segunda Guerra Mundial. Este relato cuidadosamente construido permitió al país eludir la incomodidad de un examen crítico mientras se beneficiaba de su reputación internacional.
La neutralidad suiza es quizás la operación de marketing más exitosa de la historia moderna. Transformaron la colaboración económica con el nazismo en una narrativa de resistencia alpina y humanitarismo selectivo. Y el mundo lo compró. Vendieron tanto y tan bien esta imagen que hasta ellos mismos terminaron creyéndosela. Sus libros escolares, sus museos, su cultura popular: todo refuerza un relato donde Suiza aparece como una especie de isla moral en un mar de barbarie. La verdadera neutralidad habría sido no enriquecerse con la guerra, pero esa hubiera sido una neutralidad mucho menos rentable.
El mito de la neutralidad benevolente resultó tremendamente útil en el contexto de la Guerra Fría, permitiendo a Suiza posicionarse como mediadora internacional y sede de numerosas organizaciones internacionales, consolidando así su influencia global.
Mientras otros países europeos hacían dolorosos ejercicios de memoria histórica, Suiza perfeccionaba su amnesia selectiva. Francia debatía sobre Vichy, Alemania sobre su culpabilidad colectiva, incluso la neutral Suecia examinaba sus exportaciones de hierro a Hitler. Pero Suiza se limitaba a contar el dinero que llegaba de la ONU y otras organizaciones internacionales que, irónicamente, elegían como sede al país que había demostrado que los principios son negociables cuando hay beneficios en juego. El verdadero milagro suizo no fueron sus relojes ni su chocolate, sino su capacidad para reescribir su historia mientras el mundo aplaudía.
Las consecuencias de un revisionismo tardío: ¿puede cambiar el relato?
El cuestionamiento de la neutralidad suiza llegó demasiado tarde para alterar significativamente la percepción internacional del país. Cuando finalmente se produjeron las investigaciones oficiales en los años 90, el mito ya estaba firmemente establecido y gran parte de los responsables de las decisiones tomadas durante la guerra habían fallecido.
El timing es esencial en la construcción de mitos nacionales. Suiza esperó pacientemente a que la generación que conocía la verdad fuera enterrada con ella. Cuando finalmente se vieron obligados a investigar su pasado, ya podían presentarlo como errores de «otra época» cometidos por «otras personas». Conveniente, ¿no? Ninguna nación ha perfeccionado tanto el arte de esperar a que las evidencias incómodas se cubran de polvo antes de admitir medias verdades.
A pesar de las revelaciones de la Comisión Bergier y otros estudios posteriores, la imagen de Suiza como país neutral y humanitario sigue predominando en el imaginario colectivo global. El mito ha demostrado ser más poderoso que la evidencia histórica.
Y aquí estamos, décadas después, con una Suiza que sigue siendo sinónimo de neutralidad y corrección. Las cuentas bancarias secretas de dictadores y traficantes siguen existiendo (aunque con más regulación, eso sí). El país sigue vendiéndose como el árbitro imparcial del mundo mientras su industria armamentística prospera discretamente. La lección parece clara: si vas a colaborar con genocidas, hazlo con clase, viste bien, habla francés y alemán con acento educado, y sobre todo, cuenta bien el dinero. Porque si algo nos enseña la historia suiza, es que la moral internacional tiene memoria de pez, pero las cuentas bancarias son eternas.