La “Pacificación” de Argelia: crónica de un encubrimiento democrático
Francia, cuna de la liberté, égalité, fraternité… y también, durante más de un siglo, metrópoli de uno de los colonialismos más brutales que conoció África. Pero cuando el relato se pone incómodo, lo mejor es renombrarlo, reetiquetarlo y guardarlo bajo siete llaves. Este artículo forma parte de la serie Historia por Encargo, ese rincón donde los gobiernos maquillan el pasado como si fuera una sesión de Photoshop para dictadores con ansiedad institucional.
De «guerra» nada: solo «eventos de Argelia»
En 1954 estalló lo que todo el mundo con dos ojos y un mínimo de dignidad histórica reconoce como la guerra de independencia de Argelia. Salvo, claro, el gobierno francés de la época. Para la V República —tan civilizada ella— no fue una guerra. Fue, atención, una operación de mantenimiento del orden público.
«No se puede hablar de guerra donde solo hay terroristas y bandidos», decía con esa superioridad imperial tan del siglo XIX el entonces ministro del Interior.
Así, mientras en Argelia se libraba un conflicto de guerrillas con cientos de miles de muertos, tortura sistemática, bombardeos a civiles y represión indiscriminada, en París se hablaba de “disturbios” y “acciones de restauración del orden”. Es como si a la invasión de Ucrania se la describiera como “un ejercicio de movilidad militar”.
Tortura: sí, pero a la francesa
Lo peor no fue solo el eufemismo oficial. Fue lo que se escondía detrás. Las fuerzas armadas francesas convirtieron la tortura en una práctica estándar: descargas eléctricas, submarinos forzados (el método, no el vehículo), violaciones sistemáticas. Y todo documentado, todo sistematizado.
En 2001, el general Paul Aussaresses, veterano de la guerra, reconoció sin pestañear en su autobiografía: “La tortura se utilizó, claro. Yo mismo la practiqué. Y volvería a hacerlo.”
Durante décadas, esas prácticas fueron silenciadas con esmero. Documentos clasificados, periodistas perseguidos, historiadores marginados. La libertad de prensa y expresión se tomaban vacaciones cuando se trataba de Argelia.
Educación patriótica: el colonialismo como asignatura de urbanidad
Uno de los pilares del encubrimiento fue la educación. En los manuales escolares franceses, Argelia no “luchó por su independencia”, sino que “evolucionó hacia la autonomía”. Y Francia no colonizó, sino que “civilizó”. Todo con la elegante neutralidad de quien dice que su ex no le dejó: “decidimos seguir caminos distintos”.
En los libros de texto hasta los años 90, la palabra “tortura” ni siquiera aparecía. Ni en notas al pie. Ni en los márgenes.
El sistema educativo sirvió para inocular una versión santificada del colonialismo francés. Una en la que los colonos enseñaban a leer, construían hospitales y luchaban contra el atraso. Spoiler: los argelinos no estaban agradecidos. De hecho, muchos preferían prender fuego a los símbolos de esa “misión civilizadora”.
El blindaje del relato: archivos sellados y películas censuradas
Durante décadas, los documentos relacionados con la guerra de Argelia permanecieron sellados. Literalmente. El acceso a los archivos militares estaba restringido, y los investigadores que osaban escarbar demasiado eran considerados poco menos que traidores a la patria.
Y no solo documentos. También las películas. La mítica La batalla de Argel, rodada por Gillo Pontecorvo, fue prohibida en Francia hasta 1971. ¿Su crimen? Mostrar cómo se aplicaba la tortura con acento parisino.
La libertad de expresión es sagrada, salvo cuando molesta al Estado.
Mientras tanto, los veteranos de la guerra que se atrevían a contar lo que vieron eran tachados de inestables, resentidos o exagerados. Porque nada amenaza más al relato oficial que alguien que estuvo allí.
Democracia selectiva: derechos para unos, silencio para otros
Francia se presentaba como una democracia consolidada, garante de los derechos humanos. Pero esos derechos se aplicaban con geolocalización: servían para los franceses de Marsella, pero no para los argelinos de Mostaganem. La represión no fue un desliz del pasado colonial: fue una política sistemática diseñada por un gobierno democrático y aplicada con entusiasmo por militares, jueces y burócratas.
Y no, no es que “todo el mundo lo hiciera en esa época”. Algunos, como el historiador Pierre Vidal-Naquet, lo denunciaron desde dentro. Y pagaron el precio.
La democracia francesa, en este caso, no fue la excepción. Fue el ejemplo perfecto de cómo una república puede comportarse como un imperio… sin cambiar la bandera.
Consecuencias inmediatas: sangre, exilio y cicatrices
La guerra dejó entre 400.000 y 1.500.000 muertos, según quién cuente. Francia evacuó a más de un millón de pieds-noirs (colonos europeos) y dejó abandonados a su suerte a los harkis (argelinos que lucharon del lado francés), muchos de los cuales fueron masacrados por los independentistas. Otros fueron acogidos en campos de internamiento en Francia… para que no molestaran mucho en la foto oficial de la reconciliación.
Y, mientras tanto, en Argelia, lo que llegó no fue precisamente la democracia. Pero esa es otra historia.
Herencias tóxicas: un silencio que aún supura
Durante décadas, la guerra de Argelia fue el Voldemort de la política francesa: el conflicto que no debe ser nombrado. Hasta que en 1999, y tras intensas presiones, la Asamblea Nacional reconoció que sí, que aquello fue una guerra. ¡Bravo! Solo 37 años tarde.
Pero el reconocimiento llegó sin responsabilidades. No hubo juicios, ni indemnizaciones generalizadas, ni petición oficial de perdón. Solo una vaga frase presidencial de “dolor compartido” y un monumento discreto.
En 2021, Emmanuel Macron admitió que la tortura existió. Lo hizo en una ceremonia para un puñado de familiares, sin cobertura oficial ni grandes titulares. Como quien confiesa un pecado menor en la sobremesa.
Y aún así, la historia sigue dopada
Hoy, en Francia, hablar de la guerra de Argelia sigue siendo un campo minado. Hay políticos que defienden “el lado positivo de la colonización”. Y partidos de extrema derecha que exigen restaurar el orgullo imperial. Mientras tanto, los descendientes de los harkis y de los independentistas viven en barrios segregados, con tasas de desempleo y discriminación que cantan más que un archivo desclasificado.
El legado no es solo histórico: es estructural.
Así no fue
La “pacificación” de Argelia no fue un proceso civilizador ni una serie de incidentes aislados. Fue una guerra sucia disfrazada de intervención ordenada. Un manual completo de manipulación democrática: censura de archivos, control del relato educativo, represión de voces disidentes y, sobre todo, una voluntad institucional de hacer pasar por humanismo lo que fue, lisa y llanamente, colonialismo con uniforme.
Hoy, Francia se enorgullece de su papel en los derechos humanos mientras sigue ignorando sus propias heridas abiertas. Y así, el pasado sigue escribiéndose… pero en modo avión.