La Masacre de Katyn: cómo se construye una mentira de Estado con compás, Biblia y pistola
Hay que tener arte para matar a 22.000 personas y, encima, convencer al mundo entero de que fueron otros. Pero si algún régimen se doctoró en redecorar la historia como si fuera un salón soviético, ese fue el de la URSS. Y si algún caso resume su maestría en el noble arte de la falsificación oficial, es la masacre de Katyn, un episodio donde la propaganda, la represión, la diplomacia y los libros de texto bailaron al mismo son, durante más de medio siglo.
Este artículo forma parte de la serie Historia por Encargo, porque si algo hizo bien la Unión Soviética —además de los desfiles interminables y los gulags bien ventilados— fue escribir historias a medida. Literalmente. Aquí no se trata solo de ocultar un crimen, sino de convertir una mentira en dogma. De esas que se imprimen, se enseñan y, si te atreves a cuestionarlas, te despiden, te arrestan o te mandan a Siberia con una pala y un abrigo de papel.
¿Qué pasó realmente en Katyn?
El exterminio sistemático de la élite polaca
En abril de 1940, el NKVD —predecesor del KGB y primo lejano del primo que nunca quieres invitar a Navidad— ejecutó a más de 22.000 prisioneros de guerra polacos, entre ellos oficiales, intelectuales, médicos, ingenieros y sacerdotes. ¿Su delito? Ser la columna vertebral de una Polonia libre, y eso molestaba a Stalin tanto como la peste a un perfumista.
Pero no fue una ejecución improvisada, de esas en caliente. Fue algo planificado, burocratizado, con listas, sellos y firmas. Un crimen de despacho, de esos que solo los regímenes con papelería oficial pueden perpetrar. El objetivo era claro: desarticular toda posibilidad de resistencia nacional polaca aniquilando a sus referentes sociales.
¿Y quién lo hizo? Según la URSS, los nazis. Claro.
Aquí empieza la ópera bufa. En 1943, los nazis —que, por una vez, no mentían— encontraron las fosas comunes en el bosque de Katyn y lo denunciaron como crimen soviético. Pero como venía de Hitler, la mayoría del mundo prefirió hacerse el sordo. La URSS, ni corta ni perezosa, contraatacó con su versión: fue la Wehrmacht, durante su avance en 1941, la que cometió la masacre.
A partir de ahí, se desplegó un esfuerzo titánico por reescribir la historia. No bastaba con negar. Había que convencer.
Fabricar una mentira: paso a paso
1. Comisiones “independientes”… al estilo soviético
Nada dice “transparencia” como una comisión de investigación montada por el propio acusado. En 1944, la Comisión Burdenko, compuesta por médicos, militares y arqueólogos del régimen, publicó un informe “científico” que culpaba a los nazis. El informe contenía pruebas manipuladas, testimonios forzados y fechas convenientemente reescritas. Y claro, fue acogido con entusiasmo por todos los países del bloque soviético, que se jugaban algo más que la verdad: su propia supervivencia política.
“Los documentos hallados en las fosas muestran que los alemanes cometieron la masacre en agosto de 1941”
— Comisión Burdenko, inventando la historia con sello de goma
2. Educación: la historia según Stalin
Desde 1945 hasta bien entrados los años 80, la versión soviética de los hechos fue dogma obligatorio en las escuelas, universidades, medios de comunicación y organismos internacionales bajo influencia comunista. Se prohibió cualquier publicación que cuestionase esa narrativa. La palabra “Katyn” no aparecía en manuales, y si lo hacía, era como símbolo del horror nazi. Pura alquimia historiográfica.
3. La diplomacia del chantaje
Cada vez que Polonia —o cualquier país del Pacto de Varsovia— osaba insinuar que quizá Stalin tuvo algo que ver, se activaban los mecanismos de represión ideológica. Embajadas soviéticas que amenazaban con cortar relaciones, intelectuales proscritos, campañas de desprestigio. Incluso en Occidente, mencionar la verdad sobre Katyn era políticamente incómodo en plena Guerra Fría, donde la URSS aún jugaba a ser aliada antifascista de manual escolar.
Las consecuencias inmediatas: verdad enterrada, disidentes también
El castigo a quien dudó
En la Polonia comunista, cuestionar la versión oficial era poco menos que firmar una condena al ostracismo. Periodistas, historiadores, e incluso familiares de las víctimas fueron silenciados, vigilados o directamente reprimidos. Algunos escaparon al exilio, desde donde intentaron mantener viva la memoria de Katyn, mientras otros fueron víctimas del olvido o del miedo. La verdad, esa señora molesta, tuvo que esperar medio siglo para poder sacar la cabeza.
La narrativa convertida en cemento
Lo más perverso de este relato es que la mentira no fue solo tolerada, sino incorporada con naturalidad al imaginario colectivo. Para millones de estudiantes soviéticos y de sus países satélites, Katyn era “otro ejemplo más del nazismo deshumanizado”. Y punto. La verdad era subversiva, peligrosa, contrarrevolucionaria. Y como toda verdad en un régimen totalitario, se paga cara.
El cambio llega con la perestroika (pero no por bondad)
Cuando la URSS necesitó quedar bien
No fue la ética, sino la geopolítica lo que empujó a Gorbachov a reconocer la autoría soviética en 1990. En plena perestroika, con la URSS hecha trizas y necesitada de apoyos exteriores, Moscú se vio obligado a tirar la toalla histórica. Y aún así, lo hizo a regañadientes, reconociendo “la posibilidad” de que el NKVD hubiese cometido los asesinatos. La confesión definitiva no llegó hasta el año 2010, ya bajo la Rusia de Putin. Y eso porque la presión polaca era ya insoportable.
Ni olvido, ni perdón… ni justicia
Hasta hoy, nadie ha sido juzgado por la masacre de Katyn. Ni uno. Algunos documentos clave siguen clasificados en Moscú. Y aunque se reconoció el crimen, la rehabilitación plena de las víctimas sigue siendo incompleta. En Rusia, el tema sigue siendo incómodo, especialmente para los nostálgicos del estalinismo. Porque admitir Katyn no es solo reconocer un crimen: es reventar medio siglo de discurso nacional.
Secuelas persistentes: cuando la historia aún huele a formol
Polonia: memoria selectiva pero en sentido inverso
Hoy, Katyn se ha convertido en un símbolo del martirio polaco. Pero ojo, no nos pasemos de épicos. Porque mientras se honra a las víctimas de Katyn, otros crímenes polacos —como los pogromos contra judíos o la represión de minorías— siguen menos visibles en los libros de historia. La memoria también puede usarse como arma selectiva. Katyn es ejemplo de eso, pero también advertencia.
Rusia: la amnesia útil
En la Rusia de Putin, el revisionismo no ha muerto. Solo ha cambiado de chaqueta. El Estado sigue promoviendo una versión edulcorada del estalinismo como símbolo de orden, grandeza y “seguridad nacional”. Hablar de Katyn con demasiada claridad sigue siendo incómodo. Se tolera, sí. Pero no se incentiva. Porque desmontar un mito de Estado siempre tiene un precio, incluso en tiempos supuestamente democráticos.
Epílogo: cuando la verdad llega tarde y sin flores
La historia de la masacre de Katyn no es solo un crimen de guerra. Es, sobre todo, un crimen de memoria. Porque se puede matar dos veces: una con una bala, y otra con una mentira. Durante cincuenta años, el régimen soviético construyó un relato sólido, articulado y oficialista para encubrir una atrocidad. Y lo hizo tan bien que millones de personas crecieron creyendo una versión opuesta a la realidad.
Y aunque hoy la verdad es más conocida, las secuelas de ese engaño masivo siguen latiendo en la educación, la política y la diplomacia. Katyn no es solo una lección sobre el pasado, sino una advertencia permanente sobre cómo el poder reescribe la historia cuando tiene miedo a la verdad.
Y eso, queridas y queridos lectores, así no fue.