Matanza de Tlatelolco: el día que la democracia mexicana disparó a matar
Bienvenido al capítulo más incómodo de nuestra serie Historia por Encargo, donde los gobiernos reescriben el pasado con la gracia de un editor de Wikipedia en estado de negación. En este episodio, viajamos a México, año 1968, donde un gobierno democrático —con todas sus letras, urnas y discursos pomposos— decidió que unos cuantos cientos de estudiantes protestando por sus derechos eran demasiados para su sensibilidad institucional. Así que los calló. A balazos. Y luego, para rematar, reescribió la historia como quien borra el historial del navegador.
La Matanza de Tlatelolco no es solo una fecha maldita en los libros de historia mexicana. Es un caso de manipulación institucional a gran escala: cientos de muertos convertidos en “algunos”; una protesta pacífica transformada en “provocación comunista”; un crimen de Estado sepultado bajo toneladas de tinta oficialista. Aquí no hablamos solo de balas, hablamos de borradores: el verdadero armamento del PRI.
El 2 de octubre no se olvida… salvo en los libros de texto
La versión oficial fue elegante en su miseria: “hubo un enfrentamiento”. Unos “infiltrados armados” dispararon desde el edificio Chihuahua. El Ejército respondió. Hubo bajas. Qué lástima. Siguiente tema.
La verdad: el Gobierno organizó una operación militar premeditada, infiltró agentes, instaló francotiradores, y abrió fuego contra su propia población desarmada.
Según documentos desclasificados, el Batallón Olimpia —una unidad militar encubierta— fue el encargado de iniciar el tiroteo. ¿El objetivo? Crear caos, justificar la represión y hacer pasar la masacre por accidente.
Ni enfrentamiento, ni provocación, ni comunismo. La masacre fue un mensaje: no hay democracia para quien disiente. Y lo peor es que el mensaje caló.
Silencio impreso: cuando los medios fueron cómplices
Mientras la Plaza de las Tres Culturas olía a pólvora y sangre, los periódicos del día siguiente hablaban de “restablecimiento del orden”. El Universal tituló: “Balacera entre francotiradores y el Ejército”. Excélsior informaba que había “algunos muertos”. Todo muy comedido, muy higiénico.
La prensa no fue engañada. Fue domesticada.
La Secretaría de Gobernación filtraba lo que se podía publicar. Las redacciones eran extensiones del poder político. Cualquier periodista que osara salirse del guion oficial era despedido, exiliado o algo peor.
El resultado: una población informada a medias y anestesiada por una narrativa oficial donde el Estado siempre tenía la razón… aunque estuviera empapado de sangre.
¿Y los muertos? Pues… oficialmente, casi ninguno
El número oficial de víctimas osciló entre 4 y 20, según a quién se le preguntara. Testigos, periodistas extranjeros y archivos diplomáticos estadounidenses hablaban de entre 200 y 300 muertos. Pero esa cifra era inadmisible para el PRI: habría implicado reconocer que el Estado mexicano había cometido una masacre en tiempos de paz.
La morgue del Hospital Rubén Leñero reportó más de 200 cuerpos sin identificar.
Las funerarias del DF no daban abasto. Se enterraron cuerpos en fosas comunes. Se desaparecieron cadáveres. Y mientras tanto, los portavoces oficiales recitaban el parte como quien anuncia el clima.
La consigna era clara: no hay cadáver, no hay crimen.
La educación como trinchera ideológica
La Matanza de Tlatelolco no entró en los libros de texto hasta décadas después, y cuando lo hizo, fue por la puerta trasera. En lugar de una masacre, se hablaba de “conflicto”, de “tensión social”, de “confrontación ideológica”. Casi parecía una discusión de sobremesa en vez de una carnicería organizada.
El adoctrinamiento comenzó en primaria.
El régimen del PRI diseñó los contenidos escolares como herramientas de legitimación. Si la juventud aprendía que el Estado era el guardián del orden y los estudiantes unos revoltosos comunistas, misión cumplida.
Y así, generación tras generación repitió el mantra sin cuestionar: “el 2 de octubre hubo disturbios”. Disturbios. Como si fueran gamberros pintando grafitis.
Archivos cerrados, verdad en cuarentena
Los archivos oficiales de la época estuvieron bajo llave durante más de 30 años. No porque contuvieran secretos de Estado vitales para la seguridad nacional, sino porque escondían algo peor: la fragilidad del relato oficial.
La Dirección Federal de Seguridad tenía todo grabado, fotografiado y documentado.
Pero esos papeles eran dinamita. Revelaban cómo se planificó la operación, cómo se instruyó a los soldados para disparar sin preguntar, cómo se montó el aparato de censura. Abrirlos era abrir una fosa común institucional.
Solo con la alternancia democrática en el año 2000 se comenzó a desclasificar esa información. Y lo que emergió fue un retrato brutal de un Estado obsesionado con proteger su imagen a cualquier precio, incluso el de su propia gente.
Las secuelas: una herida que sangra en presente
La Matanza de Tlatelolco no es un episodio cerrado. Sus ecos resuenan todavía en cada protesta estudiantil reprimida, en cada periodista desaparecido, en cada archivo que sigue sin ver la luz. El aparato de control narrativo que se construyó entonces sigue operando, aunque con otros nombres y otras formas.
La impunidad no es un error: es una política de Estado.
Hasta hoy, nadie ha sido juzgado por la masacre. Los presidentes del PRI desfilaron impunes por el poder. Y cuando la justicia intentó despertar, ya era demasiado tarde: los culpables estaban muertos o blindados por pactos de silencio.
Lo que queda es una memoria a medias, sostenida por familiares, activistas y periodistas que se niegan a olvidar. Porque olvidar sería repetir.
Conclusión: El 2 de octubre fue, pero así no fue
El Estado mexicano disparó. El Estado mintió. El Estado manipuló. Todo lo demás es teatro de sombras. Y aunque la narrativa oficial se agrietó con el tiempo, sus escombros siguen cubriendo buena parte del paisaje. Porque, como en toda buena historia por encargo, lo importante no era lo que pasó… sino lo que se podía contar sin perder el poder.
Hoy, mientras los discursos institucionales siguen hablando de democracia, derechos y justicia, la Matanza de Tlatelolco permanece como un recordatorio brutal de que incluso los regímenes más institucionalizados pueden comportarse como dictaduras con traje y corbata.
Y si la historia la escribe el vencedor… habrá que estar atentos a los lápices que usan.
¿Quieres saber cuántas veces más te han contado una versión falseada del pasado? Sigue leyendo, porque esto, querido lector, así no fue.