México y Estados Unidos: La hipocresía revolucionaria que nadie cuenta
La historia oficial nos presenta la Revolución Mexicana como un movimiento nacionalista que defendió la soberanía mexicana frente al imperialismo estadounidense. Un relato heroico donde México se levantó contra las garras del capitalismo extranjero para recuperar sus recursos naturales y su dignidad como nación independiente.
Pero mientras los discursos inflamados y los murales épicos celebraban la expulsión del águila imperial, los mismos líderes revolucionarios firmaban acuerdos secretos con empresas estadounidenses bajo la mesa. Resulta que el antiimperialismo tenía letra pequeña y asteriscos convenientes.
La narrativa tradicional cuenta que tras la Revolución (1910-1920), México inició una era de nacionalismo económico, culminando con la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas en 1938, momento cumbre de la soberanía nacional donde finalmente se recuperaron los recursos naturales de manos extranjeras.
Lo que no suele mencionarse en los libros de texto es que esta «expropiación heroica» fue seguida de inmediato por negociaciones con las mismas empresas expropiadas. ¿Recuperación soberana? Más bien, renegociación de términos con carta patriótica. El nacionalismo resultó ser un excelente instrumento para mejores negociaciones, no para cortar relaciones.
La construcción del mito antiimperialista
La educación pública mexicana ha presentado durante décadas una versión simplificada de la historia: valientes revolucionarios mexicanos luchando contra el intervencionismo extranjero, principalmente estadounidense. Esta interpretación refuerza una identidad nacional basada en la resistencia al poderoso vecino del norte.
Curiosamente, esta narrativa antiimperialista convivía cómodamente con realidades como la Doctrina Estrada (1930), que proclamaba la no intervención en asuntos de otros países mientras facilitaba que Estados Unidos no cuestionara las contradicciones del régimen «revolucionario» mexicano. Un pacto de «yo no miro tus trapos sucios, tú no mires los míos».
Entre 1920 y 1940, los libros de historia narran que México consolidó su independencia económica mediante políticas nacionalistas y el desarrollo de instituciones como PEMEX, creada para manejar los recursos petroleros en beneficio del pueblo mexicano.
La realidad detrás de esa fachada nacionalista era que el gobierno revolucionario necesitaba desesperadamente capital extranjero para reconstruir el país tras una década de guerra civil. Mientras los discursos oficiales señalaban con el dedo al «imperialismo yanqui», los gobernantes enviaban representantes a Nueva York para asegurar inversiones. El antiimperialismo público con pragmatismo financiero privado resultó ser una combinación tremendamente efectiva.
La doble cara de la diplomacia post-revolucionaria
La historiografía tradicional muestra a Álvaro Obregón (1920-1924) como el presidente que consiguió el reconocimiento internacional para el México revolucionario sin ceder a las presiones estadounidenses, consolidando así la soberanía nacional.
Lo que se menciona menos es que Obregón firmó los Acuerdos de Bucareli (1923), donde prometió no aplicar retroactivamente el Artículo 27 de la Constitución (que nacionalizaba los recursos del subsuelo) a las empresas petroleras estadounidenses que habían adquirido derechos antes de 1917. Es decir, la Constitución revolucionaria resultó tener cláusulas VIP para inversores extranjeros. ¿Revolución? Sí, pero sin molestar demasiado a los vecinos con dinero.
Plutarco Elías Calles (1924-1928) aparece en los relatos oficiales como el fundador del moderno Estado mexicano, defensor inquebrantable de la soberanía nacional frente a los intereses extranjeros.
El mismo Calles que, tras su confrontación retórica con las petroleras, terminó negociando la Ley Petrolera de 1925, que de hecho reconocía los derechos adquiridos por las compañías extranjeras antes de la Constitución de 1917. Resulta que la «inquebrantable defensa» tenía bastantes grietas por donde se colaba el pragmatismo económico y la necesidad de mantener buenas relaciones con Washington.
La Guerra Cristera: Un conflicto conveniente para ambos lados
La historia oficial presenta el conflicto Cristero (1926-1929) como una lucha interna entre el Estado revolucionario secularizador y los sectores conservadores católicos, sin intervención externa significativa.
Lo fascinante es que mientras este conflicto desangraba al país, Estados Unidos jugaba a dos bandas: públicamente apoyaba la mediación para resolver el conflicto, mientras privadamente permitía el contrabando de armas a los cristeros desde su territorio. El embajador estadounidense Dwight Morrow se convirtió en figura clave para la «pacificación» de México, una pacificación que, casualmente, facilitó las inversiones norteamericanas. Las guerras civiles mexicanas resultaron extraordinariamente rentables para los negocios estadounidenses.
El cardenismo: La expropiación que no fue tan radical
El punto culminante del nacionalismo mexicano, según la historia oficial, fue la expropiación petrolera de 1938 bajo el mandato del presidente Lázaro Cárdenas, presentada como el momento de ruptura definitiva con el imperialismo económico estadounidense.
Lo que raramente se explica es que inmediatamente después de la expropiación, México negoció compensaciones con las compañías estadounidenses y buscó acuerdos para garantizar mercados para su petróleo. La «ruptura definitiva» duró lo que tarda un político en cambiar de discurso según la audiencia. Para 1941, México ya estaba vendiendo petróleo a Estados Unidos para apoyar el esfuerzo bélico en la Segunda Guerra Mundial, con contratos muy favorables para el vecino del norte.
El discurso escolar presenta a Cárdenas como el defensor último de la soberanía nacional frente a las presiones del imperialismo capitalista, con una política exterior independiente y digna.
Sin embargo, el mismo Cárdenas que expropiaba a las petroleras fortalecía relaciones con Washington ante la amenaza del fascismo. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, México se alineó rápidamente con su vecino del norte, enviando incluso un escuadrón de pilotos (el famoso Escuadrón 201) a combatir bajo mando estadounidense. El antiimperialismo mexicano siempre supo cuándo era momento de hacer una pausa estratégica.
El programa Bracero: La exportación de la mano de obra revolucionaria
La historia oficial mexicana apenas menciona el Programa Bracero (1942-1964), o lo presenta como un arreglo temporal y excepcional debido a las necesidades de la guerra.
La realidad es que este programa representó una de las contradicciones más flagrantes del discurso revolucionario: mientras se hablaba de justicia social y derechos laborales en México, el gobierno «revolucionario» enviaba sistemáticamente a sus ciudadanos más pobres a trabajar en condiciones frecuentemente precarias en Estados Unidos. La revolución que supuestamente luchaba por los derechos de los trabajadores resultó ser bastante flexible cuando se trataba de exportar mano de obra barata al «imperialismo yanqui».
La Guerra Fría: Del antiimperialismo a la colaboración estratégica
Los textos escolares mexicanos presentan a México como un país con política exterior independiente durante la Guerra Fría, manteniendo relaciones con Cuba tras la revolución de Castro y defendiendo el principio de no intervención.
Lo que convenientemente se omite es que, mientras públicamente México mantenía esta postura neutral, secretamente cooperaba con la CIA en operaciones de vigilancia contra diplomáticos soviéticos y cubanos en territorio mexicano. El antiimperialismo de micrófono y la colaboración de escritorio se convirtió en el modelo operativo perfecto: discurso radical para consumo interno, pragmatismo absoluto para las relaciones bilaterales.
Durante las décadas de los 50 y 60, la narrativa oficial destacaba el «desarrollo estabilizador» como un modelo económico nacionalista que protegía la industria mexicana.
Mientras tanto, la inversión estadounidense fluía libremente hacia sectores estratégicos de la economía mexicana. Las empresas multinacionales estadounidenses encontraron en el México «revolucionario» un paraíso de estabilidad laboral garantizada por un sindicalismo corporativo al servicio del Estado. La revolución resultó extraordinariamente conveniente para el capital extranjero: mano de obra controlada, estabilidad política y mercados protegidos.
El legado contradictorio: Nacionalismo retórico y dependencia real
La educación pública ha presentado la Revolución Mexicana como la forjadora de un México soberano e independiente, capaz de trazar su propio destino frente a las presiones externas.
Seis décadas después de la Revolución, en 1982, México caía en una crisis económica que lo dejaba a merced del FMI y de las políticas de ajuste dictadas desde Washington. El país «soberano» firmaba cartas de intención que dictaban su política económica interna. La revolución que comenzó con el grito de «México para los mexicanos» terminaba con el susurro de «México según indiquen los mercados internacionales».
Para los años 90, la narrativa oficial tuvo que hacer malabares ideológicos para justificar cómo el país heredero de una revolución nacionalista firmaba el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), integrándose económicamente con el vecino imperial contra el que supuestamente se había rebelado.
El mayor triunfo propagandístico de la élite política mexicana fue convencer a generaciones enteras de que eran herederos de una revolución antiimperialista mientras cada vez se profundizaba más la dependencia económica, política y cultural hacia Estados Unidos. El águila mexicana y el águila estadounidense, supuestamente enemigas mortales según el discurso oficial, resultaron tener un acuerdo secreto de cohabitación bastante rentable para ambas élites.
Conclusión: La verdadera historia nunca fue tan simple
La historia de las relaciones México-Estados Unidos tras la Revolución Mexicana dista mucho de ser la epopeya antiimperialista que presentan los libros de texto. La realidad histórica revela un complejo entramado de negociaciones, acuerdos secretos y pragmatismo económico que contradice la narrativa oficial.
Mientras las escuelas mexicanas enseñaban a los niños a cantar himnos patrióticos y condenar la intervención extranjera, los gobernantes «revolucionarios» brindaban con whisky estadounidense en negociaciones a puerta cerrada. La historia oficial, con sus héroes impecables y sus villanos imperialistas, resultó ser una elaborada obra de ficción con fines de control social y legitimación política.
La Revolución Mexicana, como muchas otras revoluciones, terminó haciendo las paces con el mismo sistema que juraba combatir. La relación de «archienemigos por conveniencia» entre México y Estados Unidos demuestra que en política internacional, como en la vida, las apariencias suelen engañar. Y la historia, cuando se cuenta completa, rara vez se ajusta a los reconfortantes relatos nacionalistas que alimentan el orgullo patrio.
Quizás la verdadera revolución que México necesita es una que comience por contar honestamente su propia historia, con todas sus contradicciones y complejidades. Porque así no fue como nos lo contaron.