La zona gris de la historia

Nixon y Mao

Nixon y Mao: cuando el anticomunista estrechó la mano del comunista

El histórico apretón de manos que cambió el mundo

Nixon y Mao, dos figuras que representaban ideologías aparentemente irreconciliables, protagonizaron en 1972 uno de los momentos más surrealistas de la Guerra Fría. ¿Cómo pudo el feroz anticomunista que construyó su carrera persiguiendo «espías rojos» acabar brindando con el líder que había implantado el comunismo más radical en China? ¿Qué ocurrió con las «convicciones inquebrantables» que ambos defendían? La historia oficial nos habla de «visión estratégica» y «diplomacia creativa», pero omite convenientemente las contorsiones retóricas, las contradicciones ideológicas y los cálculos puramente pragmáticos que motivaron este encuentro. Nixon necesitaba una salida de Vietnam y una distracción de sus problemas internos; Mao, aislado tras la Revolución Cultural y enfrentado a la URSS, precisaba reconocimiento internacional. Ambos reescribieron en tiempo récord décadas de propaganda para justificar lo injustificable.

¡Descubre cómo la historia oficial te ha vendido un romance diplomático que en realidad fue una boda de conveniencia!

Caricatura simbólica de dos líderes opuestos dialogando en un entorno diplomático, con símbolos discretos del Este y el Oeste.
Caricatura simbólica del encuentro Nixon-Mao de 1972, representando el pragmatismo diplomático entre opuestos ideológicos.

Cuando el águila estrechó la mano del dragón: Nixon y Mao, un romance pragmático

En febrero de 1972, el mundo contempló atónito cómo Richard Nixon, el político estadounidense que había forjado su carrera sobre un visceral anticomunismo, descendía de su avión en Pekín para estrechar la mano de Mao Zedong, el líder comunista que representaba todo lo que Nixon había jurado combatir. Este momento, inmortalizado en fotografías que parecían sacadas de una distopía política, forma parte de esas extrañas alianzas que analizamos en nuestra serie Aliados Inoportunos.

La versión oficial nos habla de un «momento histórico para la paz mundial», un audaz ejercicio diplomático que rompió décadas de aislamiento y hostilidad. La narrativa escolar y mediática lo presenta como un brillante movimiento de ajedrez geopolítico que cambió el rumbo de la Guerra Fría.

Pero esta bonita historia omite convenientemente que el mismo Nixon que ahora sonreía a las cámaras junto a Mao había construido su carrera política a base de cazar «espías comunistas» durante el macartismo, acusando a sus oponentes demócratas de ser «blandos con los rojos» y presentándose como el último baluarte contra la «amenaza comunista». El Nixon que ahora brindaba con baijiu en la Ciudad Prohibida era el mismo que había tachado a China de «régimen satánico» apenas unos años antes. Curioso, ¿verdad? Como cuando tu padre, después de años prohibiéndote salir con «ese chico de los piercings», de repente lo invita a cenar porque resulta que su padre es socio del club de golf.

El anticomunista que amaneció pragmático

Richard Nixon había construido su identidad política sobre un feroz anticomunismo. Como congresista, había participado activamente en el Comité de Actividades Antiamericanas, persiguiendo a supuestos simpatizantes comunistas en Hollywood. Como vicepresidente bajo Eisenhower, había debatido acaloradamente con Nikita Khrushchev en la famosa «discusión de cocina» de 1959. Durante su campaña presidencial de 1968, había prometido una línea dura contra el comunismo global.

Lo que la versión oficial suele olvidar es que este campeón del anticomunismo profesional mantenía conversaciones secretas con emisarios chinos desde 1971. El mismo hombre que había ganado elecciones agitando el espantajo rojo estaba ahora dispuesto a ignorar sus propias advertencias apocalípticas. Es como descubrir que el predicador que condena el alcohol los domingos es el mismo que vacía botellas de whisky los viernes por la noche. Pero claro, cuando el pragmatismo llama a la puerta, las convicciones ideológicas salen por la ventana más cercana, especialmente si hay una reelección presidencial en el horizonte de 1972.

La narrativa establecida describe la visita de Nixon como un acto de visión estratégica única, casi profética, donde el líder estadounidense supo ver más allá de las diferencias ideológicas para tender puentes diplomáticos que beneficiarían a ambas naciones.

Lo que esta versión romántica no cuenta es que Nixon estaba desesperado por encontrar una salida al atolladero de Vietnam y por crear una cuña en el bloque comunista para desgastar a la Unión Soviética. No fue visión profética, sino puro cálculo político. Y por supuesto, nada mejor que un «triunfo diplomático histórico» para distraer a los votantes estadounidenses de los problemas domésticos que acosaban a su administración. Como cuando rompes un plato carísimo y rápidamente le regalas flores a tu pareja antes de que descubra el desastre.

El Gran Timonel en su ocaso

Del otro lado de esta extraña ecuación diplomática se encontraba Mao Zedong, el líder revolucionario que había transformado China a costa de decenas de millones de vidas. Para 1972, Mao era un anciano de 78 años, debilitado por la enfermedad y las secuelas políticas de la desastrosa Revolución Cultural.

La historia oficial china presenta este encuentro como una victoria estratégica de Mao, quien habría logrado quebrar el aislamiento internacional impuesto por Estados Unidos y obtener reconocimiento para la República Popular China.

Lo que esta narrativa heroica oculta es que Mao estaba jugando su propia partida de supervivencia política. Tras el fracaso catastrófico del Gran Salto Adelante, que causó la muerte por hambruna de entre 15 y 45 millones de chinos, y el caos de la Revolución Cultural, que desgarró el tejido social del país, el régimen necesitaba desesperadamente esta validación internacional. La China de Mao había roto con la Unión Soviética y se encontraba aislada, débil económicamente y temerosa de un conflicto con su antiguo aliado comunista. El mismo hombre que había enviado a millones de intelectuales «contrarrevolucionarios» a campos de reeducación por tener contactos con Occidente, ahora recibía con honores al líder del «imperialismo yanqui». Es como si el chef vegano militante de repente abriera un asador de costillas porque el negocio de las ensaladas no daba suficientes beneficios.

El ballet diplomático de las contradicciones

La cumbre Nixon-Mao suele presentarse como un milagro diplomático donde dos líderes visionarios superaron sus diferencias ideológicas por el bien común de sus naciones y la paz mundial.

Lo que esta versión edulcorada oculta es el cinismo monumental de ambas partes. Nixon y su asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, sabían perfectamente que estaban estrechando la mano de un régimen responsable de masivas violaciones de derechos humanos. Mao y Zhou Enlai eran conscientes de que recibían al representante del «imperialismo capitalista» que habían denunciado durante décadas. Ambos bandos tuvieron que realizar acrobacias retóricas para justificar ante sus bases este repentino «amor entre enemigos». Es como cuando dos compañeros de trabajo que se han estado saboteando durante años de repente se hacen mejores amigos porque el jefe ha anunciado un proyecto conjunto del que dependen sus ascensos.

La prensa norteamericana, que durante décadas había pintado a China como el epítome del mal comunista, ahora tenía que presentar a Mao como un estadista respetable.

Los mismos periódicos que habían publicado terroríficos artículos sobre el «peligro amarillo» y las «hordas comunistas» ahora mostraban fascinantes reportajes sobre la «milenaria cultura china» y la «sabiduría oriental». Se olvidaron convenientemente las hambrunas, las purgas, los campos de trabajo. Como cuando tu expareja tóxica de repente se convierte en «una buena persona incomprendida» porque necesitas que te preste su coche.

El comunicado de Shanghái: ambigüedad diplomática en estado puro

El principal resultado tangible de la visita fue el Comunicado de Shanghái, un documento diplomático que lograba la proeza de satisfacer a ambas partes sin que realmente acordaran nada concreto sobre los temas más espinosos.

La versión oficial presenta este comunicado como un triunfo de la diplomacia creativa, un primer paso hacia la normalización de relaciones que eventualmente llegaría en 1979 bajo la presidencia de Jimmy Carter.

Lo que esta interpretación benévola no menciona es que el documento era una obra maestra de la ambigüedad calculada, especialmente en lo referente a Taiwán. Estados Unidos reconocía que «todos los chinos a ambos lados del Estrecho de Taiwán sostienen que solo hay una China», sin especificar cuál era esa China. Era como decir «estoy de acuerdo en que solo debe haber un inquilino en el apartamento» sin aclarar si eres tú o el otro tipo quien debe hacer las maletas. Esta deliberada nebulosa permitió a ambas partes vender el acuerdo como una victoria a sus respectivas audiencias, posponiendo elegantemente los problemas reales para otro momento.

El pragmatismo triunfa sobre la ideología

La narrativa dominante sobre este episodio histórico subraya cómo el pragmatismo diplomático logró superar las barreras ideológicas, presentando el encuentro como prueba de que la cooperación internacional puede trascender las diferencias políticas más profundas.

Lo que esta lectura idealista convenientemente ignora es que ambos líderes estaban actuando por puro interés propio. Nixon necesitaba una distracción de los problemas domésticos, un triunfo diplomático para su campaña de reelección, y una palanca contra la Unión Soviética. Mao necesitaba romper su aislamiento internacional, protección frente a la amenaza soviética, y legitimidad para su régimen tambaleante. No fue el triunfo de la cooperación sobre la ideología, sino el triunfo del interés propio sobre la coherencia ideológica. Como cuando dos vecinos que llevan años sin hablarse por una disputa sobre el ruido, de repente se hacen amigos íntimos porque apareció un tercero que quiere construir un vertedero junto a sus casas.

Las consecuencias: reescribiendo la historia a toda prisa

Tras la visita, ambos bandos se enfrentaron al mismo problema: explicar a sus poblaciones por qué el enemigo mortal de ayer era el socio estratégico de hoy.

En Estados Unidos, los republicanos tuvieron que reajustar su retórica anticomunista, matizando que había «comunismos mejores que otros», y que China representaba una versión menos peligrosa que la soviética.

La gimnasia mental fue espectacular. Los mismos políticos que habían construido carreras enteras denunciando cualquier diálogo con regímenes comunistas como «traición» o «apaciguamiento», ahora aplaudían la «visión estratégica» de Nixon. Periodistas conservadores que habían pasado décadas advirtiendo sobre el «peligro amarillo» ahora escribían editoriales sobre las «oportunidades de cooperación». El maccartismo más furibundo se transformó de la noche a la mañana en realpolitik sofisticada. Como cuando tu padre, después de prohibirte durante toda la adolescencia tener citas, de repente te pregunta por qué no le presentas a ninguna pareja cuando cumples 30.

Por su parte, el régimen chino tuvo que explicar a su población adoctrinada durante décadas en el antiamericanismo cómo ahora recibía con honores al líder del «imperialismo yanqui».

La propaganda china, que había pintado a Estados Unidos como la encarnación del mal capitalista, tuvo que pivotar rápidamente. De repente, era posible distinguir entre «el pueblo estadounidense progresista» y «algunos elementos reaccionarios del gobierno». Los mismos carteles que mostraban a soldados americanos con colmillos de vampiro ahora desaparecían de las paredes, sustituidos por mensajes sobre «cooperación internacional». Como cuando el restaurante vegano de tu barrio empieza a servir hamburguesas porque no llega a fin de mes, pero las promociona como «una opción para nuestros amigos omnívoros que están en transición».

El legado: cuando la conveniencia reescribe la historia

La apertura a China suele presentarse como uno de los grandes logros de la presidencia de Nixon, un ejemplo de visión estratégica que sobrevivió incluso al escándalo Watergate.

Lo que esta narrativa heroica no menciona es que el verdadero legado de este episodio fue una lección sobre la flexibilidad moral de los discursos políticos. Demostró que las «líneas rojas infranqueables» se vuelven sorprendentemente franqueables cuando los intereses lo requieren, y que las «convicciones inquebrantables» se quiebran con facilidad ante el altar del pragmatismo. Enseñó a una generación de políticos que los principios son negociables y que la coherencia ideológica es un lujo que puede sacrificarse en el altar de la conveniencia. Como cuando el político que prometió en campaña «jamás pactar con esos corruptos» acaba formando coalición con ellos porque «la gobernabilidad lo exige».

Conclusión: historia en escala de grises

El encuentro Nixon-Mao nos recuerda que la historia real no se ajusta a los cómodos relatos de «buenos contra malos» que pueblan los libros de texto. Nos muestra líderes contradictorios actuando por interés propio, ideologías flexibles que se doblan ante el pragmatismo, y discursos que se reescriben a conveniencia según sopla el viento geopolítico.

La fascinación que sigue generando esta extraña pareja diplomática quizás resida precisamente en su incongruencia, en la tensión visual de ver juntos a dos hombres que personificaban mundos supuestamente irreconciliables. Nos recuerda que la historia, como la política, no es el territorio de los puristas morales ni de los ideólogos inflexibles, sino de los pragmáticos que saben que, a veces, el enemigo de mi enemigo es mi amigo… al menos hasta que las circunstancias cambien.

Y mientras Nixon y Mao brindaban en la Ciudad Prohibida, millones de personas en ambos países se encontraban con la difícil tarea de desaprender décadas de propaganda demonizadora y asumir que, de repente, el diablo ya no era tan diablo. Un ejercicio de amnesia colectiva que quizás sea la verdadera constante en la historia de las relaciones internacionales.

FIN

Resumen por etiquetas

Las etiquetas seleccionadas para este artículo permiten contextualizar el encuentro Nixon-Mao dentro de las múltiples dimensiones que lo atraviesan: desde el marco geopolítico de la Guerra Fría hasta las dinámicas de poder que operaron tras este sorprendente acercamiento diplomático. Cada etiqueta ilumina un aspecto particular de este episodio histórico, revelando las contradicciones, omisiones y reescrituras que han moldeado su narrativa oficial hasta nuestros días.

Guerra Fría en Europa: El encuentro entre Nixon y Mao en 1972 representa uno de los momentos más sorprendentes de la Guerra Fría, alterando por completo su dinámica bipolar. Este acercamiento entre EE.UU. y China creó un nuevo triángulo de poder que cambió las reglas del juego establecidas desde 1945, demostrando que incluso en el momento más álgido del conflicto ideológico entre capitalismo y comunismo, el pragmatismo geopolítico podía prevalecer sobre las supuestas «convicciones inquebrantables».

Asia Oriental: La China de Mao, aunque devastada por las políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, seguía siendo el gigante demográfico y cultural de Asia Oriental. El giro diplomático hacia Estados Unidos no solo transformó el futuro de China, sino que alteró todo el equilibrio regional, afectando profundamente a países como Japón, Taiwán, Corea y Vietnam, que tuvieron que reajustar sus propias posiciones frente a este nuevo escenario geopolítico donde su principal enemigo y su principal aliado ahora se estrechaban las manos.

Norteamérica: Para Estados Unidos, la apertura a China representó un cambio radical en su política exterior hacia Asia, distanciándose de décadas de aislamiento diplomático al régimen comunista. Lo más irónico es que este giro histórico fue liderado precisamente por Nixon, el político que había construido su carrera sobre el anticomunismo más feroz, demostrando la capacidad del establishment norteamericano para reescribir convenientemente sus narrativas cuando los intereses nacionales (o electorales) así lo exigían.

Dictaduras y Autoritarismos: El acercamiento a China obligó a Estados Unidos a mirar hacia otro lado ante la realidad de un régimen responsable de la muerte de millones de personas. El encuentro Nixon-Mao ejemplifica perfectamente cómo las democracias occidentales, que fundamentan su discurso en la defensa de los derechos humanos, son perfectamente capaces de ignorar sus propios principios cuando resulta conveniente, inaugurando décadas de «pragmatismo diplomático» que continúa hasta nuestros días.

Aliados Inoportunos: Nixon y Mao representan la quintaesencia de los aliados inoportunos: dos líderes que habían construido sus carreras políticas sobre la demonización mutua, obligados a sonreír ante las cámaras y fingir cordialidad por puro interés estratégico. Este matrimonio de conveniencia entre enemigos ideológicos demuestra que en política internacional, la etiqueta de «amigo» o «enemigo» es sorprendentemente flexible cuando están en juego intereses mayores.

Líderes y Próceres: Tanto Nixon como Mao son figuras complejas y contradictorias que desafían las narrativas simplistas. Nixon, presentado alternativamente como estadista visionario o como político paranoico y resentido; Mao, venerado como padre fundador en China mientras se ignoran las catástrofes humanitarias causadas por sus políticas. El encuentro entre ambos evidencia cómo la historia personalista tiende a blanquear las contradicciones de sus protagonistas en favor de narrativas coherentes pero artificiales.

Omitir responsabilidades históricas: La narrativa oficial del encuentro Nixon-Mao convenientemente omite las atrocidades del régimen maoísta y el oportunismo electoral de Nixon. Al presentar el episodio como un triunfo de la «diplomacia creativa», se borran las muertes de millones durante el Gran Salto Adelante, las purgas de la Revolución Cultural, y la hipocresía de un político que había construido su carrera sobre el anticomunismo. La historia queda así limpia de sangre y contradicciones, lista para el consumo público.

Legitimar poder político: Para Nixon, la visita a China fue una brillante estrategia para reforzar su imagen como estadista visionario de cara a las elecciones de 1972, distrayendo la atención de problemas internos y del pantano de Vietnam. Para Mao, representó una validación internacional que legitimaba su régimen en un momento de debilidad y aislamiento. La narrativa histórica de este encuentro demuestra cómo la diplomacia espectáculo sirve frecuentemente más para consolidar el poder interno que para resolver auténticas tensiones internacionales.

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