La zona gris de la historia

Operación Ciclón

Operación Ciclón: Cuando EE.UU. financió a los futuros talibanes

¡ESTADOS UNIDOS LUCHÓ CONTRA EL TERRORISMO ISLÁMICO!

La narrativa oficial presenta a EE.UU. como el bastión contra el terrorismo islámico desde el 11-S. Pero ¿qué ocurre con la Operación Ciclón? Durante la Guerra Fría, la CIA destinó más de 3.000 millones de dólares para armar y entrenar a los muyahidines afganos contra los soviéticos. Entre esos «luchadores por la libertad» estaban quienes más tarde formarían Al-Qaeda y los talibanes. Reagan los recibió en la Casa Blanca y los comparó con los padres fundadores americanos. La CIA incluso produjo manuales de fabricación de bombas y sabotaje que años después serían utilizados contra objetivos occidentales. Esta conexión directa entre la intervención estadounidense de los 80 y el terrorismo del siglo XXI es sistemáticamente borrada del relato oficial. ¿Por qué esta amnesia histórica selectiva?

¡Descubre la historia que tu profesor de instituto jamás se atrevió a contarte!

Caricatura de un agente occidental y un guerrillero afgano estrechando manos sobre un mundo agrietado.
Caricatura simbólica sobre la Operación Ciclón, destacando alianzas incómodas y sus consecuencias imprevistas a largo plazo.

Operación Ciclón: cuando EE.UU. puso a los muyahidines en su lista de amigos

En la retórica oficial estadounidense, la guerra contra el terrorismo islámico comenzó el 11 de septiembre de 2001. Una línea divisoria perfecta en la arena del tiempo que separaba el «antes» —un mundo donde América era intocable— y el «después» —un nuevo orden mundial donde la lucha contra el extremismo islámico justificaría cualquier medio—. Según esta narrativa casi mitológica, Estados Unidos se vio atacado por un enemigo que odiaba su libertad y sus valores; un adversario que surgió de la nada, como una hidra del desierto, para atentar contra la civilización occidental.

Sin embargo, la historia real es bastante más incómoda. Décadas antes, durante la Guerra Fría, los mismos grupos fundamentalistas que después serían etiquetados como «terroristas» recibían fondos, armas y entrenamiento de la CIA en uno de los programas encubiertos más costosos de la historia: la Operación Ciclón. Porque resulta que cuando el enemigo es comunista, hasta el fundamentalismo islámico puede convertirse en «luchador por la libertad».

La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979 fue presentada por la administración Carter como una agresión imperialista que amenazaba con expandir la influencia soviética hacia el Golfo Pérsico. La respuesta estadounidense fue inmediata: había que contener a los rusos a toda costa.

Lo que rara vez menciona el relato oficial es que seis meses antes de la invasión soviética, el presidente Carter ya había autorizado apoyo encubierto a los opositores del gobierno pro-soviético de Kabul. Como revelaría años después Zbigniew Brzezinski, entonces Consejero de Seguridad Nacional: «Según la versión oficial, la ayuda de la CIA a los muyahidines comenzó durante 1980, es decir, después que el ejército soviético invadiera Afganistán. Pero la realidad, mantenida en secreto hasta ahora, es completamente diferente: fue el 3 de julio de 1979 cuando el presidente Carter firmó la primera directiva para la ayuda secreta a los opositores del régimen pro-soviético de Kabul». Increíble pero cierto: Estados Unidos provocó deliberadamente la invasión soviética para, como dijo el propio Brzezinski, «darle a la URSS su Vietnam».

Dólares, armas y fanatismo: la tríada perfecta

La Operación Ciclón se convirtió en el programa encubierto más costoso de la CIA hasta ese momento. Comenzó con un modesto presupuesto de 20-30 millones de dólares anuales en 1980, pero para 1987, bajo la administración Reagan, el Congreso estadounidense destinaba 700 millones de dólares anuales a los «luchadores por la libertad» afganos. En total, más de 3.000 millones de dólares fluyeron hacia los muyahidines durante la década.

Un detalle que brilla por su ausencia en los libros de historia de instituto: por cada dólar que invertía Estados Unidos, Arabia Saudí ponía otro, duplicando el presupuesto real. Y ¿quién coordinaba esta generosa donación saudí? Un joven constructor millonario llamado Osama bin Laden, quien estableció en Pakistán la «Oficina de Servicios» (Maktab al-Khidamat) para reclutar voluntarios árabes y canalizar financiación. Sí, el mismo que dos décadas después se convertiría en el enemigo público número uno de América.

Los fondos se canalizaban a través del Servicio de Inteligencia de Pakistán (ISI), que favorecía a los grupos más radicales y con mayor orientación islamista, especialmente aquellos liderados por Gulbuddin Hekmatyar, conocido por arrojar ácido en la cara de mujeres que no usaban velo.

¿Por qué elegir a los más radicales? Simple: eran los más efectivos matando soviéticos. Como explicó un oficial de la CIA: «Fanáticos luchan mejor». La moderación nunca ha sido buen combustible para las guerras de poder ajenas.

El manual del perfecto terrorista, cortesía de los contribuyentes estadounidenses

Entre 1982 y 1984, la Universidad de Nebraska, con financiación de USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), produjo libros de texto para niños afganos repletos de imágenes violentas y mensajes yihadistas.

Un libro de matemáticas de primer grado enseñaba a contar con ilustraciones de tanques, misiles y muyahidines muertos. Ejemplo: «Un grupo de muyahidines atacó una unidad rusa. Si mataron a 8 soldados soviéticos y 3 soldados de Kabul, ¿cuántos infieles mataron en total?». Literalmente, la radicalización infantil como política educativa pagada con impuestos americanos. Qué práctico: primero radicalizas, luego bombardeas por radicales.

La CIA también proporcionó miles de misiles antiaéreos Stinger, tecnología de punta en ese momento, que resultaron devastadores para la aviación soviética. Los muyahidines recibieron entrenamiento en tácticas de guerrilla, fabricación de bombas y comunicaciones encriptadas.

Lo que no aparece en los documentales de History Channel es que, en esos mismos campos de entrenamiento paquistaníes, financiados por la CIA, se formaron los futuros líderes de Al-Qaeda, los talibanes y otros grupos terroristas. El manual de entrenamiento de sabotaje de la CIA para los muyahidines incluso contenía instrucciones detalladas sobre cómo realizar atentados con explosivos en áreas urbanas. Cuando años después Al-Qaeda utilizaría estas mismas técnicas, nadie mencionaría dónde las aprendieron.

De «luchadores por la libertad» a «terroristas»: un cambio de narrativa conveniente

En febrero de 1989, tras casi una década de conflicto y más de 15.000 soldados muertos, los soviéticos se retiraron de Afganistán. La operación Ciclón fue declarada un éxito rotundo. El presidente Reagan recibió a los líderes muyahidines en la Casa Blanca en 1985 y los comparó con los «padres fundadores de Estados Unidos».

Una comparación curiosa, considerando que estos «padres fundadores afganos» estaban comprometidos con la imposición de la sharia y la creación de un estado teocrático islámico. Jefferson y Washington habrían estado encantados con sus nuevos hermanos ideológicos, sin duda.

Tras la victoria contra los soviéticos, EE.UU. cerró su embajada en Kabul en 1989 y básicamente abandonó Afganistán a su suerte. Como describió el embajador Peter Tomsen: «Primero los utilizamos como peones en la Guerra Fría, y cuando terminamos con ellos, los dejamos tirados».

El vacío de poder resultante fue el caldo de cultivo perfecto para la guerra civil y el posterior ascenso de los talibanes. Una ironía deliciosa: los «luchadores por la libertad» financiados por la CIA se transformaron casi de inmediato en «terroristas medievales» cuando dejaron de ser útiles para la política exterior estadounidense. Un villano, al final, no es más que un aliado cuya utilidad ha expirado.

El blowback: cuando tu arma se vuelve contra ti

El término «blowback», acuñado por la propia CIA, describe las consecuencias no intencionadas de operaciones encubiertas que eventualmente se vuelven contra sus propios creadores. Afganistán representa su ejemplo más paradigmático.

Lo que no se menciona en los discursos patrióticos es que muchos de los líderes y tácticas que harían de Afganistán un «estado fallido» y un semillero de terrorismo fueron directamente patrocinados, entrenados y equipados por Estados Unidos. El destino tiene un sentido del humor peculiar: los mismos misiles Stinger que derribaban helicópteros soviéticos en los 80 tuvieron que ser recomprados por la CIA a precio de oro en los 90 para evitar que cayeran en «malas manos» (léase: las mismas manos a las que se los habían dado originalmente).

Cuando los talibanes tomaron el control de Afganistán en 1996, impusieron un régimen fundamentalista que borró décadas de progreso en derechos de las mujeres y libertades civiles. Al-Qaeda encontró un santuario seguro desde donde planear operaciones globales, incluidos los ataques del 11 de septiembre.

La conexión directa entre la financiación de los muyahidines en los 80 y los ataques del 11-S es uno de esos tabúes de la política exterior estadounidense que nadie quiere tocar. Es más cómodo presentar a Al-Qaeda como una entidad alienígena surgida por generación espontánea del odio antioccidental, que como el resultado directo de una política deliberada de radicalización controlada que acabó descontrolándose.

La amnesia histórica como política de Estado

La narrativa oficial post-11S eliminó convenientemente toda referencia al papel de Estados Unidos en la creación del monstruo que ahora combatía. En su discurso al Congreso nueve días después de los ataques, George W. Bush planteó la famosa pregunta: «¿Por qué nos odian?», respondiendo que «odian nuestras libertades».

Una explicación mucho más incómoda habría sido: «Nos odian porque primero los armamos, luego los abandonamos, y ahora bombardeamos su país». Pero la amnesia selectiva es un recurso político demasiado valioso como para desperdiciarlo con introspecciones honestas.

Durante la «Guerra contra el Terror», las imágenes de los muyahidines reunidos con Reagan o recibiendo misiles estadounidenses desaparecieron del discurso público. Hollywood, siempre dispuesto a reescribir la historia, produjo películas como «Rambo III» (1988), dedicada «al valiente pueblo muyahidín de Afganistán», para después cambiar discretamente esa dedicatoria en las versiones posteriores.

El revisionismo histórico alcanzó niveles absurdos cuando, en 2003, durante la invasión de Afganistán, Donald Rumsfeld declaró que «Estados Unidos no tiene historial de intervención en asuntos internos afganos». Una afirmación que habría provocado risas histéricas en cualquier antiguo oficial de la CIA involucrado en la Operación Ciclón. Pero como dice el refrán, la primera víctima de la guerra es la verdad, especialmente cuando la verdad te hace corresponsable del enemigo que ahora combates.

El legado tóxico de la Operación Ciclón

La Operación Ciclón terminó oficialmente con la retirada soviética, pero sus efectos siguen configurando el mundo actual. El fundamentalismo islámico, potenciado como herramienta geopolítica, se convirtió en un fenómeno transnacional que escapó al control de sus creadores.

Lo que nunca aparece en los discursos del 4 de julio es que la «guerra más larga de América» en Afganistán (2001-2021) fue, en cierta medida, una limpieza de los escombros dejados por sus propias políticas anteriores. La invasión de 2001 puede verse como un intento desesperado de borrar las huellas de la intervención de los 80, solo para crear una nueva generación de agravios y resistencias.

Cuando en agosto de 2021 los talibanes volvieron a tomar Kabul, completando un círculo perfecto de intervención fallida, pocos comentaristas se atrevieron a trazar la línea que conecta la Operación Ciclón con ese desenlace. Es más fácil hablar de la «inevitabilidad» del fundamentalismo islámico que reconocer su deliberada instrumentalización por parte de las potencias occidentales.

La pregunta incómoda que nadie quiere responder es: ¿cuántos de los conflictos actuales son «blowbacks» de operaciones pasadas? Yemen, Siria, Libia… la lista de países donde intervenciones «estratégicas» han producido caos a largo plazo parece interminable. Pero aprender de la historia nunca ha sido el fuerte de los imperios.

Conclusión: cuando crear monstruos se vuelve política oficial

La Operación Ciclón representa el caso de estudio perfecto de cómo las alianzas pragmáticas pueden generar consecuencias catastróficas cuando se ignoran los efectos a largo plazo. Al armar y financiar a los elementos más radicales de la resistencia afgana, Estados Unidos sembró las semillas de su propio desafío futuro.

La lección que ningún manual de historia se atreve a extraer es que la geopolítica sin principios acaba pasando factura. Cuando conviertes el fundamentalismo en un arma, no puedes quejarte si eventualmente se dispara contra ti. O como diría un afgano con sentido del humor negro: «Gracias por los misiles, los devolveremos cuando menos los esperes».

La verdadera historia de la Operación Ciclón no es solo la de una operación encubierta exitosa contra los soviéticos, sino la crónica de cómo las potencias crean, alimentan y luego combaten amenazas en un ciclo perpetuo que justifica la maquinaria bélica y el control social.

Y mientras tanto, el ciudadano medio sigue creyendo que el terrorismo islámico surgió del «odio a nuestro modo de vida», y no de décadas de manipulación geopolítica, armamento de radicales y abandono estratégico. Porque aceptar la corresponsabilidad nunca ha sido el punto fuerte de las narrativas nacionales, especialmente cuando hay una próxima guerra que vender.

Como dijo Brzezinski en 1998, cuando le preguntaron si se arrepentía de haber armado a los futuros terroristas: «¿Qué es más importante para la historia mundial? ¿Los talibanes o la caída del imperio soviético? ¿Algunos musulmanes agitados o la liberación de Europa Central?». Una respuesta que revela la arrogancia imperial en su forma más pura: lo único que importa es ganar la partida actual, aunque sea hipotecando el tablero entero.

FIN

Resumen por etiquetas

Este artículo sobre la Operación Ciclón se sitúa en la intersección de varias dimensiones históricas y narrativas que permiten comprender la complejidad del fenómeno más allá del relato oficial simplificado. Las siguientes etiquetas contextualizan el episodio desde sus múltiples ángulos: geopolítico, estratégico, ético e historiográfico, revelando las capas de significado y las conexiones ocultas que habitualmente quedan fuera de los libros de texto y documentales mainstream.

Guerra Fría en Europa: La Operación Ciclón representa uno de los episodios más significativos del conflicto indirecto entre las superpotencias durante la Guerra Fría. Estados Unidos utilizó Afganistán como un tablero de ajedrez geopolítico para debilitar a la Unión Soviética, convirtiendo el país en «el Vietnam de la URSS», según las propias palabras de Zbigniew Brzezinski. Esta operación encubierta ilustra perfectamente la lógica de las guerras por delegación que caracterizaron este período histórico, donde las potencias evitaban el enfrentamiento directo mientras manipulaban conflictos regionales.

Asia Central: Afganistán, situado estratégicamente en Asia Central, ha sido históricamente una encrucijada de imperios y objeto de intervenciones extranjeras. La Operación Ciclón transformó profundamente la región, no solo alterando el equilibrio de poder en Afganistán, sino también radicalizando a amplios sectores de la sociedad y creando redes de militancia islámica transnacional que posteriormente afectarían a países vecinos como Pakistán, Tayikistán y Uzbekistán.

Norteamérica: Estados Unidos jugó el papel de arquitecto principal en la Operación Ciclón, con la CIA como brazo ejecutor y el Congreso como financiador. La política exterior norteamericana de contención al comunismo justificó alianzas con elementos fundamentalistas que contradecían sus supuestos valores democráticos. Irónicamente, esta estrategia cortoplacista acabaría generando amenazas directas contra la seguridad de su propio territorio, culminando en los ataques del 11 de septiembre.

Revoluciones y Conflictos: La resistencia afgana contra la invasión soviética fue presentada en Occidente como una lucha por la libertad, cuando en realidad se trataba de un complejo entramado de intereses tribales, religiosos y geopolíticos. La Operación Ciclón ejemplifica cómo las potencias extranjeras instrumentalizan conflictos locales, radicalizándolos y prolongándolos al proporcionar armamento sofisticado y financiación masiva a facciones extremistas que, sin ese apoyo, nunca habrían alcanzado tal poder destructivo.

Memoria Histórica: El caso de la Operación Ciclón ilustra cómo opera la amnesia selectiva en la construcción del relato histórico oficial. La conexión directa entre la financiación occidental a los muyahidines y el posterior surgimiento del terrorismo islámico ha sido sistemáticamente borrada del discurso público, permitiendo construir una narrativa donde el terrorismo aparece como una fuerza externa y ajena a las políticas occidentales, en lugar de como una consecuencia parcial de ellas.

Aliados Inoportunos: La relación entre Estados Unidos y los muyahidines afganos representa un caso paradigmático de alianza pragmática basada en el principio de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Al acabar la utilidad geopolítica de estos grupos para la estrategia estadounidense, pasaron de ser presentados como heroicos «luchadores por la libertad» a ser etiquetados como «terroristas medievales», evidenciando cómo las categorías morales en política internacional suelen subordinarse a intereses estratégicos cambiantes.

Omitir responsabilidades históricas: El discurso oficial post-11S eliminó deliberadamente toda referencia al papel de Estados Unidos en la financiación y entrenamiento de los elementos que posteriormente conformarían Al-Qaeda y los talibanes. Esta omisión de responsabilidad histórica permitió construir una narrativa maniquea donde Occidente aparecía como víctima inocente de un terrorismo surgido espontáneamente del odio anti-occidental, ocultando décadas de intervención, manipulación y abandono estratégico en la región.

Justificar violencia o guerra: Tanto la Operación Ciclón como la posterior «Guerra contra el Terror» fueron justificadas mediante narrativas simplistas que ocultaban los intereses geopolíticos y económicos subyacentes. Si en los años 80 se demonizó a la URSS para legitimar cualquier alianza contra ella, incluida la radicalización islámica, en los 2000 se demonizó al terrorismo islámico para justificar intervenciones militares en los mismos territorios, completando un círculo perfecto de violencia legitimada mediante la manipulación del relato histórico.

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