La OTAN como salvadora: cuando los terroristas se convirtieron en aliados de conveniencia
En 1999, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) lanzó una campaña de bombardeos contra Yugoslavia para detener la limpieza étnica en Kosovo. Esta intervención, presentada como una misión humanitaria para proteger a los albano-kosovares de la opresión serbia, contó con un aliado local: el Ejército de Liberación de Kosovo (UCK). La narrativa oficial celebró esta colaboración como una alianza entre defensores de los derechos humanos contra un régimen autoritario, una serie de aliados inoportunos que, a pesar de sus diferencias, se unieron por una causa justa.
Lo que esta versión omite convenientemente es que solo un año antes, en 1998, el enviado especial de Estados Unidos, Robert Gelbard, había descrito públicamente al UCK como «sin ninguna duda, un grupo terrorista». El Departamento de Estado norteamericano lo incluía en su lista de organizaciones terroristas, citando sus ataques contra civiles serbios, sus purgas étnicas y sus vínculos con el tráfico de heroína. Pero, como suele ocurrir cuando la geopolítica llama a la puerta, los principios morales salieron por la ventana con una elegancia digna de un contorsionista profesional.
La intervención de la OTAN en Kosovo se presentó como un modelo de la nueva doctrina de «intervención humanitaria», defendida especialmente por figuras como Tony Blair. Esta doctrina sostenía que la soberanía nacional no podía ser un escudo para proteger a gobiernos que cometiesen graves violaciones de derechos humanos contra su población.
Lo curioso es que esta doctrina parecía aplicarse con un GPS selectivo, capaz de detectar urgencias humanitarias solo en territorios de interés estratégico. Mientras tanto, otros conflictos con cifras comparables o mayores de víctimas civiles, como los de Ruanda o Sierra Leona, no merecieron el mismo entusiasmo intervencionista. Al parecer, algunas tragedias humanas son más fotogénicas que otras para las cámaras occidentales.
El UCK: de terroristas a luchadores por la libertad en tiempo récord
Según la versión oficial, el UCK era una organización de resistencia legítima que luchaba por los derechos de la mayoría albanesa en Kosovo frente a la represión serbia. Sus miembros eran presentados como valientes guerrilleros que se levantaban contra un régimen opresivo, en la tradición de otros movimientos de liberación nacional.
Lo que este romántico relato olvida mencionar es que el UCK, además de su agenda política, controlaba gran parte del tráfico de heroína en Europa, según informes de la propia Interpol. Sus métodos incluían el asesinato sistemático de civiles serbios y de albaneses «colaboracionistas», así como la destrucción de patrimonio cultural e iglesias ortodoxas. Un curriculum vitae poco apropiado para figurar en las postales navideñas de la OTAN, pero suficientemente conveniente para ser blanqueado por la maquinaria mediática occidental. Como diría un cínico observador: «Son terroristas, pero son nuestros terroristas».
La transformación del UCK de organización terrorista a socio legítimo de la OTAN fue acompañada por una intensa campaña de relaciones públicas. Figuras como Hashim Thaçi, líder del UCK y posteriormente primer ministro de Kosovo, fueron presentadas como estadistas modernos comprometidos con los valores democráticos.
Este lavado de imagen ocurrió mientras la fiscalía del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia investigaba al propio Thaçi por crímenes de guerra, incluida la presunta participación en el tráfico de órganos extraídos de prisioneros serbios. Como en un episodio macabro de «Extreme Makeover: Edición Balcanes», los carniceros de ayer se transformaron en los demócratas de hoy, simplemente cambiando el uniforme de combate por un traje Armani.
La intervención humanitaria: bombas con fines terapéuticos
La campaña de bombardeos de la OTAN, denominada «Operación Fuerza Aliada», fue presentada como una necesidad para detener una catástrofe humanitaria. Los medios occidentales mostraban imágenes de refugiados albano-kosovares huyendo de las fuerzas serbias, reforzando la narrativa de que solo una intervención militar podía detener el sufrimiento.
Lo que esta narrativa no mencionaba con tanto entusiasmo es que la campaña de bombardeos, lejos de resolver la crisis humanitaria inicial, la intensificó dramáticamente. Mientras la OTAN lanzaba bombas de uranio empobrecido sobre Yugoslavia (un detalle medioambiental poco destacado), el éxodo de refugiados se multiplicó. Antes de los bombardeos, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados estimaba unos 100.000 desplazados; después de la intervención, esta cifra se disparó a más de 800.000. Como estrategia humanitaria, tenía el mismo efecto que intentar apagar un incendio con lanzallamas.
Los estrategas de la OTAN aseguraron que la intervención estaba dirigida exclusivamente contra objetivos militares, minimizando el daño a civiles y a infraestructuras no militares.
Este noble propósito no impidió que bombas «inteligentes» (aparentemente con un coeficiente intelectual inferior al prometido) impactaran contra la embajada china en Belgrado, varios hospitales, escuelas, y un tren de pasajeros en el puente de Grdelica. Al parecer, la definición de «daño colateral» es tan elástica como la moral de un político en campaña electoral.
La creación de Camp Bondsteel: una coincidencia geopolítica
Tras el conflicto, Estados Unidos estableció Camp Bondsteel, una de sus mayores bases militares en Europa, en territorio kosovar. La versión oficial explicaba que esta base serviría para garantizar la estabilidad en la región y apoyar las operaciones de mantenimiento de paz.
Lo que raramente se menciona es que esta base se encuentra estratégicamente situada en la ruta proyectada para el oleoducto Trans-Balcánico, diseñado para transportar petróleo del Mar Caspio hacia Europa Occidental, evitando tanto Rusia como Irán. Una coincidencia tan fortuita como encontrar a un político en un restaurante de lujo con un empresario que acaba de ganar una licitación pública.
La presencia militar occidental en Kosovo se justificó como necesaria para prevenir nuevos brotes de violencia étnica y supervisar la transición hacia la democracia.
Mientras tanto, bajo esta protección, continuaba la limpieza étnica inversa, con miles de serbios, gitanos y otras minorías étnicas expulsados de sus hogares en Kosovo, sin que las fuerzas de la OTAN hicieran mucho por impedirlo. Como en un macabro juego de espejos, los antiguos perseguidos se convirtieron en perseguidores, y los salvadores miraban discretamente hacia otro lado mientras ajustaban sus metáforas sobre la «paz justa».
El reconocimiento de Kosovo: la soberanía a la carta
En 2008, Kosovo declaró unilateralmente su independencia, siendo rápidamente reconocido por Estados Unidos y la mayoría de los países de la Unión Europea. Esta decisión fue presentada como el culminar lógico del proceso de autodeterminación del pueblo kosovar.
Lo que este relato omite es que dicha declaración violaba la Resolución 1244 del Consejo de Seguridad de la ONU, que reafirmaba la soberanía territorial de Yugoslavia (posteriormente Serbia). Los mismos países que insistían en la inviolabilidad del derecho internacional para otros conflictos, decidieron que en este caso particular, las normas eran más bien sugerencias estéticas. La soberanía nacional resultó ser un concepto tan flexible como las promesas electorales: absolutamente sagrada o completamente irrelevante, dependiendo de quién esté al otro lado de la línea.
El nuevo estado kosovar fue celebrado como un ejemplo de construcción democrática post-conflicto, con instituciones respaldadas por la comunidad internacional.
Mientras tanto, informes de organizaciones como Transparencia Internacional y del propio Tribunal de Cuentas de la UE describían a Kosovo como un estado capturado por redes clientelares, con altos niveles de corrupción y crimen organizado. El «éxito democrático» parecía más bien un experimento sobre cómo convertir a señores de la guerra en políticos respetables mediante el simple expediente de proporcionarles corbatas y asesores de imagen.
La justicia selectiva: crímenes de guerra según el pasaporte
Los tribunales internacionales, especialmente el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), fueron presentados como instrumentos de justicia imparcial que juzgarían a los responsables de crímenes de guerra en todos los bandos del conflicto.
En la práctica, la balanza de la justicia parecía tener un desequilibrio estructural. Mientras los líderes serbios como Slobodan Milošević fueron rápidamente procesados, figuras del UCK como Hashim Thaçi o Ramush Haradinaj consiguieron postergar sus juicios durante años, beneficiándose de misteriosas desapariciones de testigos clave. Como en un partido de fútbol donde el árbitro decide qué faltas sancionar según el color de la camiseta, la justicia internacional mostró una curiosa tendencia a ser más severa con unos que con otros.
El TPIY y posteriormente el Tribunal Especial para Kosovo fueron presentados como ejemplos del compromiso internacional con la justicia y la reconciliación.
Lo que esta narrativa omite es que las investigaciones sobre crímenes cometidos por miembros del UCK avanzaron a un ritmo glacial. El informe del relator del Consejo de Europa Dick Marty sobre tráfico de órganos, publicado en 2010, tardó una década en traducirse en acusaciones formales. Mientras tanto, varios testigos clave murieron en circunstancias sospechosas, demostrando que la expectativa de vida de un testigo contra el UCK era comparable a la de un helado en el Sahara.
El legado: cuando la historia la escriben los vencedores (y sus agencias de relaciones públicas)
Dos décadas después, la intervención de la OTAN en Kosovo sigue siendo presentada como un éxito de la doctrina de intervención humanitaria y un ejemplo de cómo la comunidad internacional puede prevenir catástrofes humanitarias.
Lo que este relato triunfalista ignora es que Kosovo continúa siendo uno de los estados más pobres de Europa, con altos niveles de desempleo, emigración masiva y dependencia de la ayuda internacional. La reconciliación entre comunidades étnicas sigue siendo una aspiración lejana, y el país funciona como un protectorado de facto. Como experimento de construcción estatal, Kosovo ha resultado tan exitoso como intentar construir un castillo de naipes en medio de un huracán.
La alianza entre la OTAN y el UCK se recuerda oficialmente como una colaboración necesaria para lograr la paz y la estabilidad en los Balcanes.
Lo que este relato conveniente olvida es que esta alianza sentó un peligroso precedente sobre cómo las potencias occidentales pueden redefinir a grupos terroristas como aliados legítimos cuando conviene a sus intereses geopolíticos. Este mismo patrón se repetiría después en otros escenarios como Libia o Siria, con consecuencias igualmente desastrosas. Como dijo una vez un cínico analista: «El terrorismo es como la belleza, depende del ojo del observador… y de la nacionalidad del terrorista».
El precio de la hipocresía moral: lecciones no aprendidas
La intervención en Kosovo estableció un precedente que Rusia citaría posteriormente para justificar sus propias intervenciones en Georgia (2008) y Crimea (2014), argumentando paralelismos con la situación kosovar.
La respuesta occidental fue, predeciblemente, que estas situaciones eran «completamente diferentes», aunque las diferencias parecían radicar principalmente en quién estaba llevando a cabo la intervención. Como en un juego infantil donde las reglas cambian según quién va ganando, el derecho internacional se convirtió en un instrumento flexible que se ensancha o se estrecha según las conveniencias del momento.
La narrativa oficial sigue presentando la guerra de Kosovo como un momento en que «Occidente hizo lo correcto» frente a una clara catástrofe humanitaria.
Lo que este relato autocomplaciente ignora es que la intervención sentó bases peligrosas para futuras guerras «humanitarias» basadas en evidencias manipuladas o exageradas. El caso de las supuestas «armas de destrucción masiva» en Irak sería solo el ejemplo más notorio. Al final, la mayor víctima colateral de Kosovo no fue solo la verdad, sino la credibilidad misma del concepto de intervención humanitaria, reducido a una conveniente hoja de parra para cubrir desnudos intereses geopolíticos.
La historia de la OTAN y el UCK en Kosovo nos recuerda que en el teatro de la política internacional, los principios morales son como figurantes que pueden ser despedidos cuando el guion requiere una trama diferente. Y mientras los libros de historia celebran las nobles intenciones de los interventores, las contradicciones y los dobles estándares quedan relegados a notas al pie que pocos se molestan en leer.
Como siempre, en el relato oficial, los salvadores siguen siendo inmaculados y los villanos permanecen unidimensionales. Pero la realidad, como este caso demuestra, suele ser mucho más gris, incómoda y contradictoria. Así no fue.