La zona gris de la historia

Pacto Ribbentrop-Mólotov

Pacto Ribbentrop-Mólotov: cuando nazis y soviéticos fueron amigos

La increíble alianza nazi-soviética que cambió el rumbo de la guerra

El pacto Ribbentrop-Mólotov, firmado el 23 de agosto de 1939, representa uno de los acuerdos más contradictorios de la historia moderna. ¿Cómo es posible que la Alemania nazi y la Unión Soviética, supuestos enemigos ideológicos irreconciliables, firmaran un acuerdo de no agresión? ¿Por qué Stalin, el autoproclamado líder antifascista, brindó con champán junto a los representantes de Hitler mientras dividían Polonia como una tarta? Este acuerdo, ocultado durante décadas por la historiografía soviética, no solo permitió el inicio de la Segunda Guerra Mundial, sino que revela una verdad incómoda: cuando se trata de política internacional, las ideologías son perfectamente negociables y los principios tienen un precio sorprendentemente bajo. La invasión coordinada de Polonia, las deportaciones masivas y la colaboración económica entre estos supuestos enemigos mortales desmienten la narrativa simplista de «buenos contra malos» que nos han vendido sobre la guerra.

¡Olvida lo que creías saber sobre la Segunda Guerra Mundial y descubre la alianza que cambiaron la historia y luego intentaron borrar!

Caricatura de líderes de la Alemania nazi y la URSS dándose la mano con desconfianza sobre un mapa de Polonia.
Ilustración tipo caricatura que representa el pacto Ribbentrop-Mólotov, mostrando la alianza incómoda entre nazismo y comunismo.

Cuando los peores enemigos firmaron un pacto matrimonial

En los libros de texto, películas y documentales, el nazismo y el comunismo soviético aparecen como los dos polos ideológicos irreconciliables del siglo XX. Hitler y Stalin, presentados como némesis perfectos, destinados a enfrentarse en una batalla épica donde solo uno podría sobrevivir. Y sin embargo, hubo un momento en que estos supuestos enemigos mortales decidieron firmar un pacto de no agresión que cambiaría el rumbo de la Segunda Guerra Mundial.

Pero vaya, qué incómodo resulta cuando la realidad no se ajusta al guion hollywoodiense que nos han vendido. Porque mientras las narrativas oficiales se empeñan en presentarnos la Segunda Guerra Mundial como la lucha entre la luz y la oscuridad, olvidan mencionar ese período en que la oscuridad hizo una fiesta e invitó a otra oscuridad a repartirse Polonia como quien corta una tarta de cumpleaños.

El 23 de agosto de 1939, los ministros de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi, Joachim von Ribbentrop, y de la Unión Soviética, Viacheslav Mólotov, firmaron un pacto que, oficialmente, comprometía a ambas potencias a no atacarse mutuamente. Las fotografías del evento muestran a un Stalin sonriente, brindando por el acuerdo junto a los representantes del régimen nazi.

Sí, ese mismo Stalin que luego se presentaría como el gran defensor contra el fascismo, aparece en las fotos brindando con champán junto a Ribbentrop, mientras sonríe como quien acaba de cerrar un excelente negocio inmobiliario. ¿Recordáis esa foto en los libros de texto de historia? No, claro, debió perderse en la imprenta.

Este pacto, en su versión pública, parecía un simple acuerdo de no agresión. Sin embargo, contenía un protocolo secreto adicional que dividía Europa Oriental en «esferas de influencia» soviéticas y alemanas. Polonia, los países bálticos, Finlandia, partes de Rumanía… todos fueron distribuidos en el mapa como fichas de un juego entre los dos dictadores.

Básicamente, Hitler y Stalin jugaron al Risk con Europa del Este, solo que con consecuencias reales para millones de personas. «Tú te quedas con esta parte, yo con esta otra, y luego fingimos que nunca hicimos esto cuando nos convenga». Un plan sin fisuras.

La invasión coordinada de Polonia

Apenas una semana después de la firma del pacto, el 1 de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia por el oeste, dando inicio oficial a la Segunda Guerra Mundial. Dieciséis días más tarde, el 17 de septiembre, el Ejército Rojo soviético entró por el este, completando la pinza sobre el país.

Mientras Francia y Gran Bretaña declaraban la guerra a Alemania por invadir Polonia, aparentemente no vieron necesario hacer lo mismo con la URSS cuando esta hizo exactamente lo mismo. Quizás había una promoción de «pague una guerra mundial, llévese otra gratis» que se nos ha escapado.

La invasión coordinada permitió que ambos países se repartieran el territorio polaco tal como habían acordado en su protocolo secreto. Alemania se anexionó el oeste de Polonia, mientras que la URSS incorporó el este, incluidas las regiones de Ucrania occidental y Bielorrusia.

Polonia desapareció del mapa como país independiente durante casi seis años. No es que antes le hubiera ido mucho mejor con sus vecinos, pero hay que reconocer que este reparto fue particularmente descarado incluso para los estándares de la diplomacia europea del siglo XX, que ya es decir.

La justificación ideológica imposible

Para Stalin, justificar esta alianza con el fascismo resultaba un ejercicio de contorsionismo ideológico. El marxismo-leninismo soviético había caracterizado al fascismo como la expresión más violenta del capitalismo imperialista. Los comunistas de todo el mundo habían luchado contra los nazis en las calles de Alemania durante los años 20 y 30.

De repente, la propaganda soviética tuvo que hacer un giro de 180 grados más rápido que un bailarín de ballet del Bolshói. Los mismos nazis que eran «la última fase del capitalismo imperialista» pasaron a ser «socios comerciales estratégicos». El Ministerio de la Verdad de Orwell habría tomado apuntes.

La prensa soviética comenzó a evitar críticas directas a Alemania, mientras que el Komintern (la Internacional Comunista) ordenaba a los partidos comunistas de todo el mundo cesar en sus ataques al fascismo y concentrarse en criticar a las «potencias imperialistas» de Gran Bretaña y Francia.

En París y Londres, los militantes comunistas que hasta ayer mismo se partían la cara contra los fascistas en manifestaciones, recibieron instrucciones de Moscú de que ahora el verdadero enemigo era el «imperialismo franco-británico». Muchos debieron pensar que alguien en Moscú había bebido demasiada vodka, pero órdenes son órdenes.

La reescritura constante de la historia

Tras la invasión alemana a la URSS en junio de 1941 (Operación Barbarroja), el pacto se convirtió en un embarazoso episodio para la historiografía soviética. Stalin, quien había confiado en que Hitler respetaría el acuerdo, se vio traicionado y tuvo que reposicionarse rápidamente como el gran defensor contra el fascismo.

El pacto Ribbentrop-Mólotov se convirtió en el tío incómodo de las reuniones familiares soviéticas. Ese del que nadie quiere hablar y cuya existencia se niega cuando los invitados preguntan. «¿Pacto con los nazis? No, no, debe estar confundido. Siempre hemos estado en guerra con Eurasia… digo, con la Alemania nazi».

La historia oficial soviética minimizó la importancia del pacto, presentándolo como una maniobra necesaria para ganar tiempo y prepararse ante la inevitable agresión nazi. Los protocolos secretos fueron negados categóricamente hasta 1989, cuando finalmente la URSS reconoció su existencia bajo la glasnost de Gorbachov.

Durante casi 50 años, generaciones enteras de ciudadanos soviéticos aprendieron en sus libros de texto que el pacto fue simplemente una maniobra defensiva de un Stalin previsor que «sabía» que Hitler atacaría eventualmente. No se mencionaba, por supuesto, que Stalin se quedó tan sorprendido con la invasión nazi que pasó días encerrado en su dacha sin dar órdenes, mientras el ejército alemán avanzaba como cuchillo en mantequilla.

Los traidores conceptuales de ambos bandos

El pacto no solo representó una contradicción ideológica para la URSS. También generó reacciones entre los nazis. Algunos ideólogos del nazismo, como Alfred Rosenberg, se mostraron escépticos ante una alianza con el «judeobolchevismo» que tanto habían demonizado.

Para los nazis, cuyos discursos estaban repletos de diatribas contra el «judeobolchevismo» como la raíz de todos los males, firmar un pacto con Stalin debió ser como si un rabino ortodoxo firmara un contrato con Satanás. La gimnasia mental necesaria para justificar esto habría ganado medallas olímpicas.

Por su parte, los comunistas convencidos en todo el mundo quedaron desconcertados. Muchos habían luchado contra el fascismo en la Guerra Civil Española y ahora veían cómo su líder ideológico pactaba con Hitler. Algunos partidos comunistas occidentales perdieron militantes, desilusionados por lo que consideraban una traición a los principios.

Imagina ser un comunista francés que ha estado luchando contra los camisas pardas durante años, y de repente recibir un memorándum de Moscú diciendo: «Acerca del fascismo… hemos cambiado de opinión. Ahora los malos son los británicos». No es extraño que muchos sintieran que el mismísimo Marx se estaría revolviendo en su tumba en Highgate.

El coste humano más allá de la ideología

Mientras los grandes poderes jugaban al ajedrez geopolítico, las consecuencias humanas del pacto fueron devastadoras. Polonia sufrió una brutal ocupación doble. Los soviéticos deportaron a Siberia a cientos de miles de polacos, incluyendo a casi toda la oficialidad del ejército, muchos de los cuales fueron ejecutados en la masacre de Katyn.

En Katyn, más de 22.000 oficiales e intelectuales polacos fueron ejecutados por el NKVD soviético. Durante décadas, la URSS culpó a los nazis de esta masacre. Una mentira tan grande que ni siquiera Goebbels, maestro propagandista nazi, podía creer su buena suerte cuando descubrieron las fosas comunes en 1943. Por una vez, no era necesario inventar nada: la propaganda nazi simplemente tuvo que señalar la verdad.

Los países bálticos, entregados a la «esfera soviética» por el pacto, vieron cómo las tropas soviéticas entraban en sus territorios, establecían bases militares y finalmente los anexionaban a la URSS en 1940. Decenas de miles de estonios, letones y lituanos fueron deportados o ejecutados durante el año que duró la primera ocupación soviética.

Estonia, Letonia y Lituania experimentaron lo que algunos historiadores describen como «el año terrible»: 1940-1941. Mientras tanto, la propaganda soviética hablaba de «liberación» y «revoluciones populares espontáneas». Tan espontáneas que coincidían milimétricamente con la llegada de los tanques soviéticos.

La memoria selectiva y la instrumentalización del pasado

La forma en que se ha recordado —o más bien olvidado— el pacto Ribbentrop-Mólotov ilustra cómo las naciones construyen relatos históricos convenientes. Para Rusia, heredera de la URSS, ha sido un ejercicio de equilibrismo: reconocer su existencia, pero justificarlo como necesidad estratégica.

En la Rusia actual, el pacto se presenta como un brillante movimiento estratégico de Stalin que permitió a la URSS prepararse para la guerra inevitable. Es curiosa esta interpretación cuando sabemos que Stalin ignoró todos los informes de inteligencia que advertían sobre la inminente invasión nazi, llegando incluso a ejecutar a oficiales que insistían en que Alemania se preparaba para atacar.

En Occidente, el pacto ha sido frecuentemente minimizado en favor de una narrativa más simple de la Segunda Guerra Mundial como una lucha entre democracias y dictaduras. Esto omite las complejidades y las contradicciones de un conflicto donde las alianzas se formaban por conveniencia más que por principios.

Hollywood prefiere contarnos una historia donde los soviéticos siempre fueron los aliados naturales contra Hitler, ignorando ese período incómodo en que Stalin y Hitler se enviaban felicitaciones de cumpleaños mientras sus tropas desfilaban juntas en Brest-Litovsk para celebrar la derrota de Polonia. No encaja bien en el guion de «buenos contra malos».

Hipocresía a ambos lados del tablero

Tanto las potencias occidentales como la URSS demostraron una considerable hipocresía en sus posiciones. Gran Bretaña y Francia, que declararon la guerra a Alemania por invadir Polonia, no hicieron lo mismo cuando la URSS invadió la parte oriental del país. La defensa de Polonia parecía tener límites geopolíticos muy claros.

La defensa occidental de Polonia era selectiva: se indignaban cuando Hitler la invadía, pero miraban hacia otro lado cuando Stalin hacía exactamente lo mismo. Es como estar furioso porque alguien roba la mitad de tu coche, pero encogerse de hombros cuando otro se lleva la otra mitad.

Por su parte, la URSS, que se presentaría tras 1941 como la gran salvadora de Europa frente al nazismo, había sido colaboradora directa en el reparto del continente y en la destrucción de Polonia. Incluso proporcionó materias primas cruciales a la maquinaria de guerra nazi hasta el último día antes de la invasión alemana.

Hasta el 22 de junio de 1941, trenes soviéticos cargados de petróleo, grano y minerales cruzaban la frontera hacia Alemania para alimentar la blitzkrieg nazi contra Europa occidental. Literalmente, Stalin estuvo engrasando la maquinaria de guerra que pronto se volvería contra su propio país. Brillante estrategia defensiva, sin duda.

Conclusión: La historia que no encaja en el relato heroico

El pacto Ribbentrop-Mólotov representa un capítulo incómodo que demuestra cómo la historia real raramente se ajusta a narrativas maniqueas. Ni el comunismo soviético fue el inquebrantable bastión antifascista que pretendió ser después de 1941, ni las democracias occidentales actuaron siempre por principios morales inquebrantables.

La historia, esa disciplina incómoda que se empeña en recordarnos que los seres humanos somos contradictorios, hipócritas y capaces de reescribir la realidad según nos convenga. El pacto Ribbentrop-Mólotov es ese recordatorio vergonzoso de que, cuando se trata de política internacional, las ideologías son negociables y los principios tienen un precio de mercado bastante asequible.

Este episodio nos enseña que la historia es más compleja y menos heroica de lo que nos gustaría creer. Nos recuerda que, en política internacional, el pragmatismo suele imponerse a la ideología, y que incluso los enemigos más acérrimos pueden convertirse en aliados temporales cuando los intereses así lo dictan.

Y mientras nosotros, décadas después, seguimos discutiendo sobre quiénes fueron los buenos y los malos en la Segunda Guerra Mundial, quizás deberíamos recordar que, durante casi dos años, Hitler y Stalin —esos supuestos polos opuestos ideológicos— se enviaban felicitaciones diplomáticas mientras sus tropas desfilaban juntas sobre las cenizas de una Polonia partida en dos. Como dijo alguna vez el cínico estadista francés Talleyrand: «En política internacional no hay principios, solo intereses». El pacto Ribbentrop-Mólotov es la prueba de que tenía razón.

La verdad, como suele ocurrir, no está en la versión heroica ni en la versión cínica, sino en algún punto intermedio, en ese gris incómodo donde habitan los Aliados Inoportunos de la historia.

FIN

Resumen por etiquetas

El Pacto Ribbentrop-Mólotov representa un episodio histórico que atraviesa múltiples dimensiones de análisis. Las siguientes etiquetas no solo categorizan este acontecimiento, sino que ofrecen diferentes prismas para comprender sus implicaciones profundas, desde su contexto geopolítico hasta su impacto en la construcción de narrativas históricas. Cada una de estas etiquetas ilumina un aspecto particular de este pacto que la historia oficial ha intentado simplificar o directamente borrar.

Segunda Guerra Mundial en Europa: El pacto Ribbentrop-Mólotov constituye uno de los episodios más determinantes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, facilitando la invasión de Polonia y estableciendo las condiciones geopolíticas que permitieron a Hitler concentrarse inicialmente en el frente occidental sin preocupaciones en el este. Este acuerdo alteró profundamente el desarrollo del conflicto y sus repercusiones se extendieron durante toda la guerra.

Europa Oriental: Fue precisamente este territorio el que sufrió de manera más directa las consecuencias del pacto, con Polonia literalmente borrada del mapa y dividida entre ambas potencias. Los países bálticos, Finlandia y partes de Rumanía fueron entregados a la «esfera de influencia» soviética, provocando ocupaciones, anexiones y deportaciones masivas que reconfiguraron completamente la demografía y las fronteras de la región.

Europa Occidental: Las potencias occidentales, especialmente Francia y Gran Bretaña, demostraron una notable hipocresía al declarar la guerra a Alemania por la invasión de Polonia mientras ignoraban la invasión soviética del este del país. Esta doble moral reveló que sus motivaciones respondían más a intereses geopolíticos que a principios morales, contradiciendo la narrativa posterior de una lucha desinteresada por la libertad.

Memoria Histórica: Este pacto representa un caso paradigmático de manipulación de la memoria histórica, siendo primero ocultado, luego negado y finalmente reinterpretado por la historiografía soviética. Durante décadas, la URSS negó la existencia de los protocolos secretos, y solo en 1989 reconoció oficialmente su existencia, evidenciando cómo las naciones construyen relatos históricos convenientes que borran o minimizan sus contradicciones y vergüenzas.

Revoluciones y Conflictos: El pacto ilumina la tensión entre ideología revolucionaria y pragmatismo estatal. La URSS, que había construido su identidad en torno a la revolución mundial y la lucha contra el fascismo, subordinó estos principios a los intereses geopolíticos del estado soviético, revelando las contradicciones inherentes entre el discurso revolucionario y la Realpolitik.

Aliados Inoportunos: Difícilmente encontraremos un ejemplo más claro de alianza incómoda que este pacto entre ideologías supuestamente antagónicas. Este matrimonio de conveniencia entre nazismo y comunismo soviético demuestra que, en las relaciones internacionales, los principios ideológicos frecuentemente se subordinan al pragmatismo estratégico, creando extraños compañeros de cama que luego resultan embarazosos para la narrativa histórica oficial.

Líderes y Próceres: Las figuras de Hitler y Stalin, presentadas posteriormente como némesis perfectos, aparecen en este episodio como estadistas pragmáticos capaces de superar diferencias ideológicas cuando convenía a sus intereses. Esta imagen contradice la mitificación posterior de Stalin como el incansable luchador antifascista, revelando a un líder mucho más calculador y desprovisto de principios inamovibles.

Omitir responsabilidades históricas: La historiografía soviética, y posteriormente rusa, ha intentado sistemáticamente minimizar la responsabilidad de la URSS en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y en los crímenes cometidos en Polonia y los países bálticos como resultado directo del pacto. Esta omisión deliberada ha impedido un ajuste de cuentas completo con este capítulo oscuro de la historia.

Construir héroes funcionales: La transformación de Stalin de colaborador nazi a líder de la resistencia antifascista representa uno de los casos más exitosos de reconstrucción histórica con fines propagandísticos. El «Tío Joe» de la propaganda aliada durante la guerra y el heroico defensor de Stalingrado de la mitología soviética posterior borró efectivamente al Stalin que había brindado con representantes nazis mientras se repartía Polonia y proporcionaba materias primas cruciales al esfuerzo bélico nazi.

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