Plan Phoenix en Vietnam: El arte de matar con burocracia
Si los conflictos del siglo XX se enseñaran como asignaturas universitarias, el Plan Phoenix sería el taller práctico de cómo convertir el asesinato sistemático en un KPI (Key Performance Indicator) más. Este episodio —que encaja con escalofriante perfección en la serie Ética Bajo Cero— es una de las piezas más siniestras del puzzle vietnamita, no por la violencia descarnada que generó, sino por el modo en que esta se transformó en trámite, procedimiento y estadística. Aquí no se trata de una masacre pasional, ni de crímenes de guerra espontáneos, sino de algo mucho más frío: una estructura organizada y defendida con la pasión de un auditor contable.
La guerra contra los fantasmas del Vietcong
Entre 1967 y 1972, EE. UU. se obsesionó con “neutralizar” al enemigo desde dentro. No al ejército norvietnamita, no a los soldados en la selva, sino a ese enemigo difuso e invisible: los simpatizantes del Vietcong. Es decir, campesinos, vecinos incómodos, rivales políticos locales o cualquiera con mala suerte. El Plan Phoenix (o “Phung Hoang”, en su nombre vietnamita) fue la respuesta de la CIA al dilema de cómo librar una guerra cuando los enemigos no llevan uniforme.
«Se trataba de matar al pez secando el estanque», explicaron. Aunque nadie aclaró qué pez, en qué estanque, ni qué tipo de ácido echaron al agua.
La lógica era impecable… si la diseñaba un sociópata con MBA: crear una base de datos con supuestos insurgentes, establecer cuotas mensuales de asesinatos (perdón, “neutralizaciones”), contratar a personal vietnamita para hacer el trabajo sucio, y, por supuesto, convertir el éxito de la operación en cifras que pudieran presentarse en Washington con gráficos y sonrisas.
Eficiencia letal: cómo matar sin despeinarse
El verdadero escándalo del Plan Phoenix no fue el número de víctimas (que supera las 20.000, aunque las cifras exactas aún se disputan), sino su estructura: un sistema de muerte industrial en miniatura.
Se generaron informes diarios, se cruzaban datos, se diseñaban algoritmos rudimentarios para rastrear patrones de comportamiento sospechosos. Y todo eso sin ningún atisbo de garantía judicial, sin juicios, sin defensa posible. La sospecha era condena. Y la condena, una entrada más en el Excel de la muerte.
«Cuando matar deja de ser un crimen y se convierte en una métrica, ya no necesitas monstruos. Basta con funcionarios eficientes.»
Los operativos se apoyaban en listas negras, confesiones bajo tortura y denuncias anónimas —el mejor combo para asegurarse de que el miedo sustituyera a la justicia. El sistema premiaba resultados, no precisión. Si matabas a alguien y decías que era del Vietcong, nadie iba a comprobarlo. De hecho, mejor no comprobarlo, no fuera a estropearse la media mensual de éxitos.
Consecuencias inmediatas: el terror como norma
En muchas zonas rurales de Vietnam del Sur, el miedo al Vietcong fue sustituido rápidamente por el miedo al Plan Phoenix. La población quedó atrapada entre dos fuegos: los comunistas te fusilaban por colaborar con el gobierno, y el gobierno (con ayuda estadounidense) te torturaba por colaborar con los comunistas. Colaborar, por supuesto, era un término elástico.
«En la guerra de Vietnam, la neutralidad no era una opción. O eras espía, o sospechoso de serlo. El tercer estado, el de ‘simple ser humano’, fue declarado ilegal de facto.»
Los centros de detención improvisados proliferaron. Las torturas sistemáticas no eran una desviación del protocolo: eran el protocolo. Electrocuciones, simulacros de ejecución, palizas continuadas. Todo estaba justificado en nombre de la eficiencia y el control. El objetivo era extraer nombres para ampliar la base de datos. Porque en una lógica circular demencial, cuantos más nombres tuvieses, más “eficaz” parecía el sistema.
Legado y cicatrices: del sudeste asiático a Silicon Valley
Aunque el Plan Phoenix terminó oficialmente en 1972, su influencia no murió con él. Fue el ensayo general de prácticas que después se verían en América Latina con las dictaduras apoyadas por EE. UU., en Irak y Afganistán con los operativos de contratistas privados, y en Guantánamo con sus memorables guías de “interrogatorio intensivo”.
«¿Cuántos algoritmos de perfilado que hoy usamos en redes, seguros o banca nacieron entre bambús y napalm? Spoiler: más de los que quieres saber.»
Además, dejó una huella en el imaginario burocrático-militar estadounidense: la idea de que la violencia podía ser tecnificada, despersonalizada, automatizada. Que la guerra ya no necesitaba héroes ni villanos, sino solo gestores con buenas hojas de cálculo.
Una cultura de la impunidad con PowerPoint
Tras la caída de Saigón, el Plan Phoenix fue barrido bajo la alfombra del olvido institucional. Ningún alto cargo estadounidense fue juzgado. Ningún responsable político asumió culpa. Los documentos fueron clasificados, los testimonios desacreditados, y el relato oficial fue redirigido al heroísmo de la infantería o la torpeza del Pentágono, según conviniera.
«Cuando una operación secreta fracasa, la culpa nunca es del plan, sino de que no se ejecutó con suficiente fe. Es decir, que faltaron más muertos.»
Hoy, muchos defensores del Plan lo describen como una “necesidad táctica” dentro del contexto de una guerra asimétrica. Un mal menor. Una política de inteligencia agresiva. Pero difícilmente se puede llamar “inteligencia” a un programa que —según testimonios posteriores del propio Congreso estadounidense— fue responsable de más del 80% de detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales sin valor estratégico alguno.
El problema no fue el horror, sino su lógica
Lo más escalofriante del Plan Phoenix no es que se matara de forma masiva, sino que se hiciera con un método que convertía la muerte en un trámite. La ética no desapareció: fue archivada. Y sustituida por objetivos mensuales, tablas dinámicas y conferencias de prensa.
«Cuando la muerte se planifica con hojas de cálculo y se ejecuta con neutralidad emocional, lo que muere no son solo las víctimas: también el concepto de humanidad.»
El caso Phoenix no es solo un episodio oscuro del siglo XX. Es un espejo —roto, por supuesto— de cómo las democracias modernas pueden maquillar sus crímenes bajo capas de gestión eficiente. Una advertencia de que el pragmatismo, cuando se desentiende de la ética, no solo justifica el horror: lo profesionaliza.
El cinismo como doctrina operativa
El legado del Plan Phoenix continúa. En las guerras dronizadas, en las cárceles secretas, en los black sites de la CIA y en la cultura de “rendición extraordinaria” que legaliza lo que antes se ocultaba. Todo ello alimentado por una lógica heredada de Phoenix: la guerra como sistema de gestión de datos.
Y cuando la violencia se gestiona como un negocio, la moral no solo estorba: se convierte en un coste innecesario.
«Así se escribe la historia: con tinta invisible, firmas en clave y muchas hojas de cálculo. Y si alguien pregunta por la ética, se le remite al departamento de RR. HH. del infierno.»