Cuando la moral británica tenía precio: Reino Unido y los sultanes esclavistas
La historia oficial nos ha vendido la imagen de una Gran Bretaña líder de la abolición, aquella potencia que, tras ver la luz moral, dedicó su poder naval a perseguir negreros en alta mar y liberar esclavos por todo el mundo. Una nación que en 1833 abolió la esclavitud en todo su imperio y gastó el 40% de su presupuesto naval anual en su «Escuadrón Preventivo de África Occidental» para interceptar barcos esclavistas.
Pero mientras la Royal Navy disparaba contra barcos negreros brasileños o cubanos, los diplomáticos de Su Majestad firmaban tratados comerciales con los mismos sultanatos del Golfo Pérsico cuya economía dependía fundamentalmente del comercio de esclavos africanos y asiáticos. Una mano agitaba la bandera de la libertad mientras la otra sellaba acuerdos con quienes encadenaban seres humanos. Qué conveniente paradoja para el bolsillo imperial.
El relato educativo sobre la abolición británica suele presentarse como un proceso lineal e irreversible donde, gracias a la presión de grupos religiosos como los cuáqueros y figuras como William Wilberforce, Gran Bretaña «despertó» a la inmoralidad de la esclavitud y se convirtió en su más feroz oponente. Esta narrativa ha adquirido estatus casi mítico en la identidad nacional británica.
La realidad es que mientras Londres se llenaba la boca con discursos abolicionistas, en el Golfo Pérsico la East India Company y posteriormente el gobierno británico firmaban los llamados «Tratados de Paz Marítima» (1820), «Tratados Perpetuos de Paz» (1853) y diversos acuerdos comerciales con los sultanatos de Omán, Baréin, y los emiratos de la Costa de los Piratas (actual Emiratos Árabes Unidos), todos ellos potencias esclavistas. Lo que importaba no era tanto la libertad humana como asegurar las rutas comerciales hacia la India y contener la influencia otomana y francesa en la región.
El imperio de la contradicción: abolicionismo selectivo
En 1807, Gran Bretaña prohibió el comercio de esclavos, y en 1833 abolió la esclavitud en todas sus colonias, pagando 20 millones de libras (equivalentes a unos 17 mil millones de libras actuales) a los dueños de esclavos como «compensación» por su «pérdida de propiedad». La narrativa oficial describe este momento como un punto de inflexión moral, con Gran Bretaña liderando al mundo hacia un futuro más humano.
Lo que no cuentan los libros de texto es que cuando el sultán de Zanzíbar, Said bin Sultan, trasladó su capital de Omán a Zanzíbar en 1840 para expandir su imperio comercial basado principalmente en el comercio de esclavos y clavo, recibió apoyo diplomático británico. ¿La razón? Simple: el sultán ofrecía ventajas comerciales a los británicos y servía como contrapeso a las ambiciones francesas en el Índico. Y resulta que este sultán «amigo» exportaba entre 15.000 y 20.000 esclavos anualmente. Pero eh, negocios son negocios.
El discurso histórico convencional destaca la presión británica sobre distintos gobiernos para acabar con la esclavitud, presentando tratados como el Anglo-Portugués de 1842 o el Anglo-Egipcio de 1877 como pruebas del compromiso británico con la abolición global.
Mientras tanto, en el Golfo Pérsico, los británicos adoptaron una política de «no interferencia en asuntos internos» con sus aliados esclavistas. Curiosamente, esta política de respeto a la soberanía interna solo aparecía cuando afectaba a sus intereses comerciales y geopolíticos. Los acuerdos con los jeques y sultanes del Golfo prohibían nominalmente el comercio marítimo de esclavos (para mantener las apariencias), pero ignoraban deliberadamente la esclavitud doméstica y terrestre que sostenía las economías de estos aliados. El capitán George Brucks de la Marina de la India Británica escribía en 1829 que «cada casa en Bahréin tiene esclavos, algunos familias ricas tienen de 200 a 300». Pero claro, eran esclavos «locales», no de exportación, así que no contaban para la moral británica.
Omán: el socio esclavista predilecto
La narrativa tradicional ensalza los tratados anti-esclavistas que Gran Bretaña impuso a varios países africanos y asiáticos, como si fueran prueba de su liderazgo moral global. Se habla del tratado de 1845 que supuestamente restringía el comercio de esclavos en Omán como un triunfo de la diplomacia humanitaria británica.
Lo que no mencionan es que este tratado era papel mojado. El acuerdo solo prohibía el comercio de esclavos hacia territorios cristianos (lo que convenía a los intereses británicos), mientras permitía explícitamente que continuara hacia territorios musulmanes. Más que abolicionismo, era una redirección del flujo comercial que no molestara a los británicos. De hecho, cuando el principal puerto esclavista de Zanzíbar, Stone Town, estaba en su apogeo en las décadas de 1840 y 1850, el consulado británico estaba a pocos metros del mercado donde se vendían seres humanos. Los cónsules británicos podían literalmente oír los lamentos desde sus oficinas mientras enviaban informes a Londres sobre la «sólida alianza» con el sultanato.
La historia oficial relata cómo en 1873, bajo presión británica, el sultán Barghash de Zanzíbar finalmente prohibió el comercio de esclavos, presentándolo como un éxito de la persistencia abolicionista británica.
La realidad es que Gran Bretaña solo presionó seriamente cuando la competencia imperial con Alemania en África Oriental se intensificó. Antes de que los alemanes aparecieran en escena, los británicos estaban perfectamente cómodos con su aliado esclavista. El tratado de 1873 vino acompañado de una «compensación» de 300.000 libras al sultán, básicamente un soborno para que aceptara. Y aun así, la prohibición solo afectaba al transporte marítimo, no a la esclavitud en sí, que continuó siendo legal en Zanzíbar hasta 1897. Durante esas dos décadas, el sultán seguía siendo un «valioso aliado» del Imperio Británico mientras mantenía legalmente esclavizadas a decenas de miles de personas.
La Costa de los Piratas: rebautizar para blanquear
La historia tradicional nos cuenta cómo Gran Bretaña transformó la peligrosa «Costa de los Piratas» en los pacíficos «Estados de la Tregua» mediante tratados que trajeron estabilidad y civilización a la región, estableciendo las bases de lo que hoy conocemos como Emiratos Árabes Unidos.
Lo que no cuentan es que mientras los británicos eliminaban la «piratería» (término que aplicaban convenientemente a cualquier actividad naval que amenazara sus intereses), ignoraban deliberadamente que estos emiratos operaban con economías basadas en la esclavitud. De hecho, la reclasificación de «piratas» a «socios en tregua» no dependía de si estos jeques tenían esclavos (que los tenían por miles), sino de si aceptaban la supremacía comercial británica en el Golfo. Piratas cuando atacaban barcos británicos, respetables aliados cuando firmaban concesiones comerciales, independientemente de cuántos seres humanos tuvieran encadenados.
La narrativa convencional celebra los «Tratados Perpetuos de Paz» de 1853 como un hito en las relaciones entre Gran Bretaña y los emiratos del Golfo, estableciendo una era de estabilidad y prosperidad compartida.
Estos tratados, lejos de ser instrumentos de paz universal, eran herramientas de control imperial. En ninguna de sus cláusulas se mencionaba la abolición de la esclavitud doméstica. Los jeques podían mantener todos los esclavos que quisieran mientras no interfirieran con el comercio británico. El teniente coronel Lewis Pelly, Residente Político británico en el Golfo Pérsico entre 1862 y 1873, escribió en sus informes oficiales sobre la extensiva presencia de esclavos en todos los emiratos, pero recomendó explícitamente «no interferir en estas costumbres locales» para mantener buenas relaciones. Aparentemente, la «carga del hombre blanco» era demasiado pesada cuando había petróleo, perlas y puertos estratégicos en juego.
Baréin: la joya esclavista bajo protección británica
El relato oficial presenta el protectorado británico sobre Baréin, establecido formalmente en 1861, como un ejemplo de cómo Gran Bretaña extendía su influencia civilizadora, protegiendo al pequeño emirato de las ambiciones otomanas y persas.
Lo que este relato omite es que Baréin era uno de los principales centros de comercio de esclavos en el Golfo, con una economía sustentada en el trabajo esclavo, especialmente en la lucrativa industria de las perlas. Cuando Gran Bretaña firmó el acuerdo de protección, el jeque Muhammad bin Khalifa poseía personalmente cientos de esclavos y la élite gobernante bahreiní controlaba la importación de esclavos africanos y baluchis (del actual Pakistán). El agente político británico en Baréin, Capitán Felix Jones, documentó en 1857 la entrada regular de esclavos, pero lo clasificó como un «asunto interno» en el que no debían interferir para «mantener relaciones cordiales».
La historia simplificada señala que Gran Bretaña presionó a Baréin para firmar tratados contra el comercio de esclavos en 1847 y 1856, mostrando su compromiso con la expansión de los valores abolicionistas.
En la práctica, estos tratados eran pura fachada. Solo prohibían el transporte marítimo de esclavos (y aun así se aplicaban selectivamente), mientras que la esclavitud doméstica continuaba floreciendo con pleno conocimiento británico. El Mayor Samuel Hennell, Residente británico en el Golfo, informaba en 1851 que «prácticamente toda familia de clase alta en Baréin posee varios esclavos domésticos», pero recomendaba «no presionar en este asunto para no alienar a nuestros socios estratégicos». La hipocresía alcanzó niveles épicos cuando en 1870, los británicos incluso mediaron en una disputa entre el jeque y comerciantes de esclavos locales sobre impuestos a la importación de esclavos. No sobre si debería existir ese comercio, sino sobre cuánto debería gravarse. Abolicionismo a la carta.
Kuwait: petróleo a cambio de mirar hacia otro lado
La versión edulcorada nos cuenta que la relación entre Gran Bretaña y Kuwait comenzó con el Acuerdo Anglo-Kuwaití de 1899, una alianza mutuamente beneficiosa que protegía al pequeño emirato de las ambiciones otomanas y aseguraba los intereses británicos en la región.
Lo que esta versión esconde es que cuando el jeque Mubarak Al-Sabah (conocido como «Mubarak el Grande») firmó este acuerdo, no solo era conocido por haber llegado al poder asesinando a sus hermanos, sino que también era uno de los mayores propietarios de esclavos del Golfo. La Royal Navy, tan diligente persiguiendo negreros en el Atlántico, anclaba tranquilamente en el puerto de Kuwait mientras caravanas de esclavos entraban por tierra desde el interior de Arabia. El Teniente Coronel Harold Dickson, agente político británico, escribió en sus memorias que «la esclavitud estaba completamente integrada en la vida kuwaití» y que «no era políticamente viable» presionar para su abolición mientras se negociaban concesiones petroleras.
La narrativa tradicional destaca que Kuwait finalmente abolió la esclavitud en 1949, presentándolo como resultado de la influencia progresista británica.
La realidad es que los británicos hicieron la vista gorda durante 50 años mientras sus «aliados» mantenían miles de esclavos. Solo cuando la presión internacional de las Naciones Unidas recién formadas se volvió demasiado fuerte, comenzaron a sugerir (no exigir) cambios al emirato. Para entonces, Reino Unido ya había asegurado sus concesiones petroleras a través de la Kuwait Oil Company. Curiosamente, en 1937, cuando se firmaron los principales acuerdos petroleros, el Alto Comisionado británico en Irak informaba que «la esclavitud sigue siendo una institución kuwaití arraigada», pero recomendaba «no mencionarla en las negociaciones petroleras». La libertad humana tenía que esperar; el petróleo, no.
La verdad inconveniente: abolicionismo como herramienta imperial
La historia triunfalista del abolicionismo británico culmina presentando a Gran Bretaña como la nación que exportó valores humanitarios al mundo, sacrificando intereses económicos en nombre de principios morales superiores. Se nos dice que el coste económico de la campaña abolicionista demuestra su sinceridad moral.
El verdadero coste de esta supuesta cruzada moral lo pagaron los pueblos colonizados. Mientras la Royal Navy capturaba barcos negreros, el gobierno británico firmaba tratados comerciales con sultanatos esclavistas y convertía regiones enteras en «protectorados». La supuesta lucha contra la esclavitud se transformó convenientemente en justificación para el control territorial. Como escribió Lord Palmerston en 1846: «Donde no podemos anexionar, debemos al menos proteger.» Y nada legitimaba mejor una intervención que hacerla en nombre de principios humanitarios.
El relato escolar concluye con Gran Bretaña liderando conferencias internacionales contra la esclavitud en el siglo XX, presentándose como vanguardia moral del mundo civilizado.
Mientras tanto, en los protectorados del Golfo, la esclavitud doméstica continuó legalmente hasta bien entrado el siglo XX: en Kuwait hasta 1949, en Baréin hasta 1937, en Qatar hasta 1952, y en los Emiratos Árabes Unidos hasta 1963. Todas estas fechas caen durante el período de protectorado británico, cuando supuestamente estos territorios se beneficiaban de la «guía civilizadora» de Londres. Lo que Gran Bretaña realmente exportó no fue libertad, sino un elaborado sistema de dobles estándares: abolicionismo estricto donde convenía económicamente, «respeto a las costumbres locales» donde existían recursos que explotar.
Conclusión: ¿Hipócritas o pragmáticos?
La historia oficial pinta el abolicionismo británico como un despertar moral, un movimiento de principios que eventualmente triunfó sobre el interés económico. Esta narrativa es fundamental para la autocomprensión británica como fuerza civilizadora global.
La incómoda verdad es que el abolicionismo británico fue selectivamente aplicado según conviniera a los intereses imperiales. En el Atlántico, donde enfrentaban competencia comercial de españoles, portugueses y franceses, los británicos lideraron campañas abolicionistas agresivas que debilitaban a sus rivales. En el Golfo Pérsico, donde necesitaban aliados para controlar las rutas hacia la India y los recursos locales, adoptaron una conveniente política de no interferencia con las «costumbres locales» esclavistas.
Esta doble moral no fue accidental sino estratégica. La contradicción entre perseguir barcos negreros en un océano mientras se firmaban tratados con sultanatos esclavistas en otro revela que lo que guiaba la política imperial británica no era primordialmente la compasión humana, sino el expansionismo estratégico disfrazado de misión humanitaria.
El historiador Richard Huzzey lo resume perfectamente: «El abolicionismo británico fue tan sincero como conveniente». La abolición se convirtió en una herramienta de soft power antes de que el término existiera, permitiendo a Gran Bretaña posicionarse como líder moral mientras simultáneamente expandía su influencia imperial. La Royal Navy podía bombardear puertos esclavistas en África Occidental para «liberar esclavos» (y casualmente establecer colonias), mientras los diplomáticos británicos tomaban té con sultanatos esclavistas en el Golfo para «respetar su soberanía» (y casualmente asegurar rutas comerciales y yacimientos petroleros).
El legado de esta contradicción persiste hoy. La narrativa del Reino Unido como campeón histórico de la libertad sigue siendo central en su identidad nacional, mientras las incómodas alianzas con regímenes esclavistas se relegan a notas al pie en libros académicos.
La próxima vez que escuches sobre el glorioso liderazgo moral británico en la abolición de la esclavitud, recuerda que esa historia tiene tantos agujeros como un barco negrero cañoneado por la Royal Navy. La hipocresía, como el té, ha sido siempre una especialidad británica. Y así no fue.