La gran farsa soviética: cuando Stalin y la Iglesia Ortodoxa firmaron un pacto con el diablo
Durante décadas, la historia oficial soviética nos vendió la imagen de un régimen comunista implacablemente ateo, con Archienemigos por Conveniencia perfectamente definidos: el Estado socialista versus el «opio del pueblo». Una narrativa en blanco y negro donde la religión era un enemigo ideológico absoluto, perseguido con la determinación científica de quien extirpa un tumor social.
Pero resulta que, como en la mayoría de los matrimonios mal avenidos, el divorcio completo solo era una pose de cara a la galería. En los momentos difíciles, hasta los más acérrimos enemigos se dan la mano bajo la mesa mientras se disparan balas de fogueo por encima de ella.
La versión canónica cuenta que la Revolución Bolchevique de 1917 estableció un Estado ateísta que propuso la sistemática erradicación de la religión. Lenin había proclamado que «la religión es el opio del pueblo» —aunque realmente estaba citando a Marx— y bajo su liderazgo se confiscaron propiedades de la Iglesia, se ejecutaron miles de clérigos y se llevó a cabo una intensa campaña de propaganda antirreligiosa.
Lo que casi nunca se menciona es que Lenin tenía bastante más tacto que sus sucesores: distinguía entre atacar a las instituciones religiosas y respetar las creencias de los creyentes comunes. Un matiz que acabaría perdido como lágrima en la lluvia cuando Stalin tomó las riendas y llevó la persecución a niveles industriales. Hasta aquí, la historia que nos han contado.
Con la llegada al poder de Stalin en 1924, la represión contra la Iglesia Ortodoxa Rusa se intensificó durante la década de 1930. Se destruyeron iglesias emblemáticas como la Catedral de Cristo Salvador en Moscú, convertida en una piscina pública (sí, señores, ¡una piscina!). La Liga de Militantes Ateos promovía activamente la visión marxista científica del mundo y ridiculizaba las creencias religiosas.
Ah, pero esperen. ¿Qué pasó de repente en 1941? ¿Tuvo Stalin una revelación divina? ¿Se le apareció Jesús en sueños? Porque de pronto, el perseguidor de la fe se volvió sorprendentemente tolerante. Esto, amigos míos, es lo que podríamos llamar un «giro de guión» histórico digno de los mejores dramaturgos.
Cuando la necesidad aprieta: el romance de conveniencia
La invasión nazi de la Unión Soviética en junio de 1941 lo cambió todo. De repente, Stalin necesitaba todos los aliados disponibles para la «Gran Guerra Patriótica», y la Iglesia Ortodoxa, con su enorme influencia moral sobre la población rusa, se presentó como un recurso demasiado valioso para ignorarlo.
Conviene recordar que el ateísmo forzoso impuesto desde arriba había fracasado estrepitosamente. Las estadísticas oficiales soviéticas mentían como bellacos: millones de ciudadanos seguían siendo creyentes en privado. Y Stalin, pragmático como pocos, lo sabía perfectamente. ¿Para qué luchar contra un enemigo invisible cuando los muy visibles tanques alemanes atravesaban la frontera?
El 4 de septiembre de 1943 tuvo lugar un encuentro histórico. Stalin recibió en el Kremlin a tres jerarcas ortodoxos: el Metropolitano Sergiy, el Metropolitano Aleksiy y el Metropolitano Nikolay. Esta reunión nocturna selló una reconciliación oficial entre el Estado soviético y la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Imaginemos la escena: Stalin, el hombre que había ordenado la destrucción de cientos de iglesias y la ejecución de miles de sacerdotes, charlando amigablemente con los representantes de Dios sobre la madre patria. Es como si Al Capone invitara a tomar el té a los jefes del FBI. Increíble pero cierto.
Los acuerdos de ese encuentro fueron revolucionarios: se permitiría la elección de un nuevo Patriarca (puesto vacante desde 1925), se reabrirían seminarios teológicos, se liberarían algunos sacerdotes de los campos de concentración, y se permitiría publicar un periódico religioso. A cambio, la Iglesia apoyaría el esfuerzo bélico soviético con todas sus fuerzas.
¿Qué recibía Stalin? Un ejército de sotanas predicando patriotismo desde los púlpitos, recaudando fondos para el ejército (sí, la Iglesia llegó a financiar un escuadrón de tanques llamado «Dmitri Donskoi») y, lo más importante, legitimidad a los ojos de Occidente cuando más la necesitaba. Churchill y Roosevelt, ambos líderes de naciones cristianas, verían con mejores ojos a un Stalin «tolerante» que al fanático antirreligioso de antes.
La calculada metamorfosis estalinista
Para comprender el giro copernicano de Stalin, hay que analizar el contexto político internacional del momento. El dictador soviético no solo luchaba contra Hitler; también cortejaba a sus aliados occidentales, Estados Unidos y Gran Bretaña, de quienes dependía para recibir ayuda militar crucial.
Esta es la parte que los libros de texto soviéticos preferían omitir: Stalin estaba montando un espectáculo teatral para sus aliados occidentales. «Miren, respetamos la libertad religiosa», decía el guión, mientras los espías soviéticos informaban que Roosevelt y Churchill valoraban positivamente cualquier señal de «normalización» del régimen soviético. Puro marketing político, vamos.
Se creó incluso un nuevo organismo estatal, el Consejo para los Asuntos de la Iglesia Ortodoxa Rusa, dirigido por Georgy Karpov, un coronel de la NKVD (la policía secreta soviética), especializado precisamente en la represión religiosa. ¿Pueden imaginar una ironía mayor? El mismo hombre que había dirigido la persecución ahora «protegía» a la Iglesia.
Es como si en un hospital nombraran jefe de pediatría al lobo feroz. Pero en la URSS de Stalin, este tipo de contradanzas burocráticas eran el pan nuestro de cada día. Karpov pasó de interrogar sacerdotes en las mazmorras de la Lubianka a organizar la elección del Patriarca. Un cambio de funciones notable, sin duda.
El 8 de septiembre de 1943, apenas cuatro días después de la histórica reunión con Stalin, se celebró un Concilio de Obispos que eligió al Metropolitano Sergiy como Patriarca de Moscú y de Todas las Rusias. La prensa soviética, habitualmente vociferante contra la «superstición religiosa», guardó un respetuoso silencio y hasta publicó notas informativas neutrales sobre el evento.
Los mismos periódicos que unos meses antes ridiculizaban a los «curas oscurantistas» ahora los trataban como respetables líderes comunitarios. Un ejercicio de cinismo digno de estudio. La población, confundida pero aliviada, vio reabrir algunas iglesias y pudo practicar su fe con menos miedo. Aunque, eso sí, bajo la atenta mirada de los agentes de Karpov infiltrados en cada parroquia.
Lo que Stalin recibió a cambio: un aliado en sotana
La Iglesia Ortodoxa, liderada por el Patriarca Sergiy y después de su muerte en 1944 por el Patriarca Aleksiy I, cumplió escrupulosamente su parte del trato. Se convirtió en un fervoroso defensor del esfuerzo bélico soviético y en un instrumento de la política exterior estalinista.
Si alguien espera encontrar resistencia o dignidad en la jerarquía ortodoxa de la época, mejor que busque en otro capítulo de la historia. Los líderes religiosos, sobrevivientes del terror de los años 30, entendían perfectamente que la alternativa al sumiso colaboracionismo era la eliminación física. Así que abrazaron su papel con entusiasmo, o al menos con convincente actuación.
Los sacerdotes ortodoxos no solo predicaban sermones patrióticos, sino que recaudaron enormes sumas para el Fondo de Defensa, que financió tanques y aviones para el Ejército Rojo. La Iglesia también se convirtió en un instrumento diplomático, estableciendo contactos con otras iglesias ortodoxas en los Balcanes y Oriente Medio.
La danza era fascinante: los prelados ortodoxos viajaban al extranjero, siempre acompañados por «asesores» del Ministerio de Asuntos Exteriores (léase: agentes de la inteligencia soviética), para hablar maravillas del régimen que unos años antes los había estado masacrando. El síndrome de Estocolmo elevado a política de Estado.
Particularmente útil fue la Iglesia para absorber las parroquias de los territorios anexionados por la URSS tras la guerra: los países bálticos, Ucrania occidental, Moldavia… La jerarquía moscovita absorbió estas iglesias locales, siguiendo fielmente la expansión del imperio soviético.
Un detalle esclarecedor: cuando Stalin anexó territorios de Polonia oriental en 1939, las autoridades soviéticas cerraron 53 iglesias ortodoxas. Cuando reconquistaron esos mismos territorios en 1944, permitieron abrir 55 iglesias ortodoxas. Misma tierra, mismo régimen, política radicalmente opuesta. La diferencia: ahora la Iglesia era útil para «rusificar» las nuevas adquisiciones territoriales.
Las mentiras convenientes de ambos bandos
Lo fascinante de esta historia no es solo el oportunismo de Stalin, sino cómo ambas partes —tanto la historiografía soviética como la eclesiástica— han manipulado posteriormente esta relación para adecuarla a sus respectivas narrativas.
Este es el momento en que tanto la versión comunista como la religiosa coinciden en un punto: ambas mienten descaradamente sobre lo que realmente sucedió. Como esas parejas que se divorcian y reescriben completamente su historia de amor para quedar bien ante sus nuevos círculos sociales.
Los historiadores soviéticos presentaron el cambio como una muestra de la «madurez» del régimen, que toleraba las creencias privadas mientras mantenía el ateísmo como política oficial. Omitieron convenientemente mencionar que Stalin usó la Iglesia como herramienta propagandística y diplomática.
Es como si un carnicero presumiera de su respeto por los animales porque a veces no mata a todos los cerdos del corral. La realidad es que el «respeto» de Stalin por la religión era puramente instrumental, y tan pronto como la guerra terminó, las concesiones comenzaron a limitarse de nuevo.
Por su parte, la historiografía religiosa ha tendido a presentar la reconciliación como un «milagro» o una «conversión» parcial de Stalin al reconocer la importancia de la espiritualidad rusa. Algunas narraciones incluso hablan de una supuesta religiosidad secreta de Stalin, quien había estudiado en un seminario ortodoxo en su juventud.
Estas leyendas piadosas son tan creíbles como suponer que Drácula se hizo vegetariano en sus ratos libres. Stalin seguía siendo el mismo dictador despiadado; simplemente descubrió que la religión podía ser útil para sus fines. Las anécdotas sobre un Stalin secretamente devoto son pura fantasía compensatoria de una Iglesia que necesita justificar su colaboración con un régimen asesino.
El epílogo que la historia oficial omite
Tras la victoria sobre la Alemania nazi en 1945, Stalin mantuvo la mayoría de las concesiones a la Iglesia, aunque el control estatal sobre las actividades religiosas seguía siendo absoluto. La Iglesia Ortodoxa Rusa se convirtió en un brazo más de la política exterior soviética, especialmente útil durante la Guerra Fría.
El Patriarcado de Moscú se transformó en una especie de «Ministerio de Asuntos Exteriores con incienso», promoviendo internacionalmente las posiciones soviéticas en temas de desarme y política internacional. Los jerarcas ortodoxos viajaban por el mundo predicando la «paz» en términos sospechosamente idénticos a los del Kremlin. Coincidencias de la vida.
La verdadera naturaleza de este acuerdo quedó en evidencia tras la muerte de Stalin en 1953. Aunque Nikita Jruschov denunció los crímenes de Stalin en su famoso «discurso secreto» de 1956, nunca mencionó la persecución religiosa. Y cuando él mismo lanzó una nueva campaña antirreligiosa entre 1959 y 1964, la jerarquía ortodoxa apenas protestó.
La Iglesia había aprendido la lección: su supervivencia dependía de su utilidad para el régimen. Cuando Jruschov cerró miles de iglesias en una nueva oleada de ateísmo militante, el Patriarca Aleksiy I guardó un silencio tan sepulcral como el de las catacumbas cristianas. Y cuando Leonid Brézhnev volvió a necesitar a la Iglesia para sus propios fines diplomáticos en los años 70, los jerarcas volvieron a sonreír dócilmente ante las cámaras.
La lección incómoda para todos
Esta extraña alianza entre Stalin y la Iglesia Ortodoxa nos revela una verdad incómoda: las ideologías absolutas se relativizan asombrosamente cuando el pragmatismo político entra en juego. Ni el comunismo soviético fue tan firmemente ateo, ni la iglesia ortodoxa tan inquebrantablemente fiel a sus principios.
Esta es la parte donde todos se remueven incómodos en sus asientos. Los comunistas no quieren admitir que sus principios ideológicos eran flexibles hasta la desvergüenza. Los religiosos prefieren no recordar cómo bendicieron tanques y legitimaron un régimen que había masacrado a sus hermanos en la fe. Y el ciudadano común descubre que, una vez más, ha sido títere de narrativas construidas para justificar lo injustificable.
Cuando miramos más allá de las grandes declaraciones y las estatuas heroicas, encontramos a seres humanos navegando las turbias aguas del poder, la supervivencia y el compromiso moral. Stalin, el feroz antirreligioso, descubrió que las cruces ortodoxas podían ser tan útiles como las estrellas rojas para mantener su régimen. Los líderes religiosos aprendieron que, a veces, colaborar con el César era preferible a enfrentarse a sus leones.
Y así, amigos míos, es como se escribe la historia. No con épicas batallas entre el bien y el mal, sino con acuerdos bajo la mesa, principios flexibles y justificaciones a posteriori. Stalin y la Iglesia Ortodoxa nos recuerdan que, en el gran teatro del poder, a veces los supuestos archienemigos comparten camarín, mientras el público sigue creyendo que representan papeles opuestos.
La próxima vez que alguien les presente una historia de héroes impolutos o villanos absolutos, recuerden esta peculiar alianza. Porque así no fue: ni los comunistas fueron tan coherentemente ateos, ni los religiosos tan heroicamente fieles a sus principios. La realidad, como siempre, es mucho más gris, mucho más humana y mucho más incómoda que las fábulas que nos contamos para dormir mejor.