Tráfico triangular de esclavos
Serie: Ética Bajo Cero
La civilización y sus Excel: cómo las potencias europeas profesionalizaron el horror
Durante siglos, Europa nos vendió la moto de la Ilustración, la Razón, el Humanismo… y, de paso, también vendió seres humanos. Literalmente. En el corazón del Atlántico, entre Europa, África y América, se gestó uno de los sistemas de comercio más eficaces y desalmados que la humanidad ha parido: el tráfico triangular de esclavos. Un sistema tan racionalizado y meticulosamente optimizado que haría sonrojar a cualquier CEO de Silicon Valley.
«El barco parte de Liverpool cargado de textiles, alcohol y armas, llega a la costa africana, los cambia por esclavos capturados en guerras tribales (o directamente secuestrados), atraviesa el Atlántico, descarga los cuerpos en América y vuelve cargado de azúcar, tabaco y algodón. Y vuelta a empezar.»
En los registros contables, no había personas. Había unidades. Rendimiento. Rentabilidad. Un esclavo sano equivalía a un ingreso neto. Uno enfermo era pérdida por deterioro. Y si moría en el trayecto, se anotaba como “baja inevitable”. Lo ético no cabía en el balance contable.
Lo más perturbador no es la brutalidad en sí (aunque es abismal), sino la normalidad con la que se gestionaba. Las naciones “civilizadas” no sólo aceptaron este comercio, sino que lo institucionalizaron. Lo dotaron de leyes, contratos, aseguradoras y hasta filosofías morales adaptadas para no perder el sueño por las noches.
De la ética al Excel: cuando el sufrimiento fue una celda más en la hoja de cálculo
Se podría pensar que el tráfico de esclavos fue un acto salvaje cometido por tipos sin escrúpulos. Pues no. Fue promovido por parlamentos, ejecutado por compañías reales y financiado por filósofos ilustrados que, entre ensayo y ensayo sobre la libertad, invertían en cargamentos de carne humana.
La Real Compañía Africana, por ejemplo, tenía entre sus inversores a John Locke, padre del liberalismo moderno. Sí, el mismo que defendía los derechos naturales del hombre… siempre que ese hombre fuera blanco y británico.
Así, mientras Locke hablaba de libertad y propiedad en sus tratados, también se embolsaba dividendos por cada esclavo vendido en las Antillas.
La hipocresía no era un defecto del sistema: era su pegamento. Y la moral, ese estorbo incómodo, fue encapsulada en debates académicos que siempre acababan con un “sí, pero…”, seguido de una justificación económica que lo barría todo.
El pragmatismo como religión: instituciones y cátedras al servicio del negocio
No se trataba de un secreto vergonzoso, sino de una política de Estado. Francia, España, Inglaterra, Portugal, Países Bajos… Todas las potencias coloniales tenían su propio departamento de esclavismo optimizado. No era “un error del pasado”: era la base del sistema colonial.
Las universidades de Europa enseñaban economía colonial. Las iglesias debatían si los africanos tenían alma… pero después del bautizo, no antes. Los reyes otorgaban cartas de privilegio a navieras con “licencia para cazar negros”. Y los periódicos informaban del número de esclavos muertos como quien anuncia la cotización del oro.
Bienvenidos al siglo XVIII: el apogeo de la Razón, la época de los enciclopedistas, el tiempo en que los valores ilustrados brillaban… pero no lo suficiente como para iluminar las bodegas de un barco negrero.
Y es que, aunque hoy nos horrorice, en su día se vendía como progreso. Un modelo económico moderno, con oferta, demanda, contratos, avales, exportaciones y, claro, beneficios. Muchos beneficios.
Las cicatrices que no cierran: consecuencias del tráfico triangular que aún nos marcan
Sería cómodo pensar que todo terminó con la abolición. Que se hizo justicia, se corrigió el rumbo y aquí paz y después gloria. Pero no. Las secuelas del tráfico de esclavos siguen vivas, incrustadas en la estructura económica, política y social del mundo.
Primero, las Américas. Las plantaciones del sur de EE. UU., el Caribe y Brasil no serían lo que fueron (ni lo que son) sin la mano de obra esclava. Y cuando se abolió la esclavitud, la solución no fue reparar el daño, sino reemplazar la opresión por contratos laborales diseñados para parecer libertad sin serlo.
Después de la abolición en Haití, Francia exigió una compensación económica por la “pérdida de propiedades”. Propiedades que, sí, incluían personas. Haití tuvo que pagar esa deuda durante más de un siglo. Hoy, sigue siendo uno de los países más pobres del mundo.
Es lo que en geopolítica se llama “hacer borrón y cuenta nueva… sin borrar nada y con la cuenta a tu favor”.
Después, África. Las redes esclavistas destruyeron comunidades enteras, provocaron guerras tribales que fueron fomentadas por intereses europeos y dejaron un vacío demográfico brutal que condicionó el desarrollo del continente hasta bien entrado el siglo XX. ¿Casualidad que las potencias coloniales se repartieran África tras vaciarla? Para nada.
Y en Europa, claro. Ese comercio financió bancos, construyó ciudades, pagó guerras y engordó fortunas que aún hoy siguen generando dividendos. Las grandes casas financieras de Londres, los imperios mercantiles de los Países Bajos, la infraestructura portuaria de Lisboa… todos deben una buena parte de su esplendor a millones de seres humanos tratados como contenedores.
La memoria selectiva: cuando los museos callan y los libros susurran
El relato oficial de la esclavitud suele presentarse como un “error del pasado” ya superado, conmemorado con estatuas y días internacionales. Pero mientras eso pasa, pocas veces se mencionan los nombres concretos de los beneficiarios. Se habla del esclavo, pero no del empresario. Del sufrimiento, pero no del Excel.
En 2006, el entonces presidente francés Jacques Chirac inauguró un monumento a la abolición de la esclavitud. En el discurso, no se mencionó una sola vez a los comerciantes franceses que se hicieron ricos con ella. El monumento es abstracto. Nada de nombres. Nada de apellidos. Mucho símbolo y poco cargo de conciencia.
Y así se escribe la historia: con lágrimas en la cara, pero sin tocar el bolsillo.
Lo más inquietante es que las estructuras mentales que permitieron el tráfico triangular siguen vigentes. El principio es el mismo: si puedes deshumanizar al otro y convertirlo en unidad de producción o amenaza externa, todo lo que le hagas es justificable.
Migrantes tratados como estadísticas. Trabajadores explotados bajo el manto de la eficiencia. Pueblos enteros devastados por intereses económicos con sonrisa diplomática. La cadena sigue, sólo que ahora los barcos son discursos.
¿Creías que el comercio de esclavos era un desliz histórico? No. Fue un plan de negocio. Y funcionó. Así de bien. Así de mal. Así no fue como nos lo contaron.