Cuando el Vaticano y Mussolini firmaron la paz más conveniente de la historia
En febrero de 1929, mientras Europa se recuperaba de una guerra mundial y se encaminaba sin saberlo hacia otra, dos poderes aparentemente antagónicos se daban la mano en Roma. La Archienemigos por Conveniencia entre el Vaticano y la Italia fascista de Benito Mussolini culminaba con la firma de los Pactos de Letrán, poniendo fin a casi seis décadas de «cautiverio» papal.
La narrativa oficial sostiene que la Santa Sede, guiada por su misión espiritual y la defensa de los católicos, se vio obligada a negociar con el régimen fascista para garantizar la independencia de la Iglesia y la libertad religiosa en Italia. Un acuerdo pragmático y necesario que no implicaba apoyo al fascismo.
Pero vamos a ser sinceros: cuando firmas un tratado con alguien que ha marchado sobre Roma, ha disuelto partidos políticos y ya está montando su dictadura personal, no estás precisamente «resistiendo al mal». Estás eligiendo un bando y, de paso, recibiendo una compensación de 750 millones de liras más bonos estatales. Spoiler: no era exactamente dinero de indulgencias.
La «prisión» más cómoda de la historia
Desde 1870, tras la unificación italiana y la pérdida de los Estados Pontificios, los papas se habían declarado «prisioneros en el Vaticano», confinados voluntariamente en protesta por la anexión de sus territorios. Una postura que la historia tradicional describe como heroica resistencia frente al laicismo agresivo del nuevo estado italiano.
Lo que esta versión omite convenientemente es que ser «prisionero» en un palacio de 11 hectáreas con miles de sirvientes, arte incalculable y poder internacional no es exactamente lo que la mayoría entendemos por «cautiverio». La verdad incómoda es que esta «prisión» era más bien un puchero político, una herramienta de presión que permitía al Vaticano mantener viva la «cuestión romana» mientras esperaba mejores condiciones de negociación.
La narrativa escolar presenta a Pío XI como un líder espiritual preocupado por la libertad de la Iglesia en tiempos turbulentos, que firmó los acuerdos pensando en el bien de los fieles.
Curiosamente, esta misma narrativa olvida mencionar que el mismo papa que «solo buscaba proteger a los católicos» definió a Mussolini como «el hombre que la Providencia nos ha hecho encontrar». Vaya, parece que la Providencia tenía un sentido del humor bastante peculiar en los años veinte.
Las matemáticas de la reconciliación
Los Pactos de Letrán, según nos cuentan, fueron un triunfo diplomático que creó el Estado de la Ciudad del Vaticano, reconoció el catolicismo como religión oficial de Italia y estableció relaciones financieras justas en compensación por los territorios perdidos en 1870.
Lo que esta versión pulida no detalla es que el Vaticano recibió 750 millones de liras en efectivo y 1.000 millones en bonos estatales. En dinero actual, estamos hablando de aproximadamente mil millones de euros. Para poner esto en perspectiva: mientras Italia se hundía en la Gran Depresión y los italianos comunes pasaban hambre, el Vaticano recibió fondos suficientes para convertirse en uno de los mayores inversores financieros de Europa. Nada mal para una institución que predica la pobreza evangélica.
Los libros de historia suelen resaltar que el acuerdo permitió al Vaticano mantener su independencia frente al fascismo, garantizando que la Iglesia pudiera ejercer su magisterio moral sin interferencias.
Claro, tan «independiente» que cuando Mussolini promulgó las infames leyes raciales antisemitas en 1938, el Vaticano expresó su preocupación principalmente porque podían afectar a los matrimonios entre católicos y judíos convertidos. Sobre el pequeño detalle de la persecución sistemática a los judíos italianos… pues hubo un silencio bastante ensordecedor desde la cúpula de San Pedro.
Los beneficios mutuos que nadie quiere recordar
La versión habitual presenta los Pactos como un acuerdo entre partes desiguales, donde la Iglesia, desde su debilidad territorial pero fortaleza moral, negoció con un régimen poderoso pero necesitado de legitimidad.
La realidad menos publicitada es que ambas partes obtuvieron exactamente lo que buscaban: Mussolini consiguió legitimidad internacional, apoyo de los católicos italianos y la neutralización de la oposición católica al fascismo. El Vaticano, por su parte, recuperó poder temporal, privilegios legales y una inyección financiera masiva. Un win-win que ninguna de las partes tenía interés en presentar como tal.
Los manuales afirman que tras el acuerdo, la Iglesia mantuvo una postura crítica con los aspectos más extremos del fascismo, preservando su autoridad moral.
Lo que omiten es que el mismo año de los Pactos, el Vaticano disolvió las organizaciones católicas juveniles independientes para no competir con las juventudes fascistas de Mussolini. O que el papa ordenó al Partido Popular Italiano, fundado por el sacerdote Don Sturzo como alternativa católica al fascismo, que se disolviera. La crítica al fascismo parecía tener límites muy convenientes.
Cuando la memoria es selectiva
Tras la caída de Mussolini y la derrota del fascismo, la historia oficial reescribió los eventos para presentar a la Iglesia como una fuerza que había mantenido distancia moral con el régimen, destacando las tensiones puntuales entre ambos poderes.
Este cómodo relato postbélico convenientemente olvida que los Pactos de Letrán fueron el único tratado fascista que sobrevivió a la guerra. Mientras se desmantelaban todas las estructuras legales del régimen, el acuerdo con el Vaticano se mantuvo intacto e incluso fue incorporado a la constitución de la República Italiana de 1948. Parece que el antifascismo tenía sus excepciones.
La narrativa católica posterior a 1945 enfatiza los momentos de fricción entre la Iglesia y el fascismo, como la encíclica Non Abbiamo Bisogno de 1931, que criticaba aspectos del totalitarismo fascista.
Lo que esta narrativa autocelebradora omite es que esa misma encíclica no condenaba el fascismo como sistema político, sino únicamente su intromisión en la educación católica. De hecho, confirmaba explícitamente la lealtad de la Iglesia al régimen de Mussolini en asuntos temporales. Un detalle que suele desaparecer misteriosamente de las clases de historia eclesiástica.
El baile diplomático entre sotanas y camisas negras
Los textos escolares presentan la relación entre el Vaticano y el fascismo como un necesario modus vivendi donde la Iglesia, pese a sus reservas morales, tuvo que mantener canales diplomáticos abiertos con el régimen establecido.
Esta cómoda explicación minimiza el entusiasmo con el que muchos eclesiásticos abrazaron aspectos del fascismo. El cardenal Alfredo Ildefonso Schuster, arzobispo de Milán, llegó a describir a Mussolini como «el hombre de la Providencia» y bendijo estandartes fascistas. El cardenal Nasalli Rocca de Bolonia celebró que «finalmente Italia tiene un gobierno que no se avergüenza de Dios». Parece que las «reservas morales» tenían bastantes excepciones.
La jerarquía eclesiástica y el fascismo: una relación complicada
La historiografía tradicional suele presentar a la jerarquía católica como un bloque unido que mantuvo distancia crítica con el régimen fascista, defendiendo valores cristianos frente al totalitarismo.
La realidad más incómoda es que numerosos obispos y cardenales vieron en el fascismo temprano un baluarte contra el comunismo y el liberalismo secular, ambos considerados enemigos de la Iglesia. Muchos prelados apreciaban el anticomunismo de Mussolini, su retórica pro-familia y sus políticas natalistas. El clero italiano no solo no se opuso masivamente al fascismo, sino que en muchos casos lo legitimó activamente desde los púlpitos.
Los relatos oficiales destacan cómo el Vaticano intentó proteger a los judíos durante el Holocausto, especialmente después de la ocupación alemana de Italia en 1943.
Lo que estos relatos suelen omitir es que durante años, la prensa vaticana como L’Osservatore Romano y La Civiltà Cattolica había publicado regularmente artículos antisemitas que contribuyeron a normalizar el clima de prejuicio. O que cuando el régimen fascista promulgó el censo racial de los judíos en 1938, preludio de las leyes raciales, no hubo protesta oficial vaticana. La «protección» llegó bastante tarde y después de años de silencio cómplice.
El mito de la resistencia católica
La memoria histórica posterior a la guerra ha construido un relato donde la Iglesia aparece como un bastión de resistencia pasiva al fascismo, destacando casos individuales de católicos que se opusieron al régimen.
Esta narrativa conveniente olvida que la resistencia católica al fascismo fue minoritaria y generalmente no contó con el apoyo institucional del Vaticano. Figuras como Don Minzoni, sacerdote asesinado por los fascistas en 1923, o los hermanos Rosselli, católicos antifascistas asesinados en 1937, actuaron contra la corriente predominante en la Iglesia italiana. El Vaticano no solo no respaldó estos movimientos, sino que a menudo los desautorizó para mantener buenas relaciones con el régimen.
La amnesia histórica de posguerra
Tras la caída del fascismo, tanto la Iglesia como la nueva Italia democrática tenían interés en reescribir la historia de su relación durante el ventennio fascista.
Este conveniente olvido colectivo permitió al Vaticano presentarse como una fuerza moral que había estado «por encima» del conflicto político, mientras la nueva República Italiana, necesitada del apoyo católico frente a la amenaza comunista de posguerra, aceptaba mantener intactos los privilegios concedidos por Mussolini a la Iglesia. Una operación de lavado histórico donde todos ganaban, excepto la verdad.
El legado de los Pactos de Letrán en la Italia actual
Los textos educativos suelen presentar los Pactos de Letrán como un acuerdo histórico que finalmente resolvió la «cuestión romana» y permitió una convivencia pacífica entre Estado e Iglesia en Italia.
Lo que suele omitirse es que este acuerdo fascista siguió definiendo las relaciones Iglesia-Estado en Italia hasta 1984, cuando se firmó un nuevo concordato. Durante casi cuatro décadas de democracia italiana, las relaciones con la Iglesia estuvieron reguladas por un tratado firmado por Mussolini. Un detalle que provoca amnesia conveniente tanto en el Vaticano como en los sucesivos gobiernos italianos.
Los relatos oficiales minimizan el impacto duradero del acuerdo, presentándolo como un momento histórico superado.
La realidad es que los privilegios fiscales, el estatus legal especial y la influencia política del Vaticano en Italia actual tienen sus raíces directas en aquel pacto con el fascismo. El sistema del «ocho por mil» (otto per mille), donde los contribuyentes italianos pueden asignar parte de sus impuestos a la Iglesia, o la enseñanza obligatoria de religión católica en escuelas públicas, son herencias directas de aquel matrimonio de conveniencia que nadie quiere recordar en sus términos reales.
Conclusión: una amistad incómoda que la historia prefiere olvidar
La narrativa tradicional sobre las relaciones entre el Vaticano y la Italia fascista ha sido cuidadosamente depurada para presentar lo que fue una alianza de intereses mutuos como una necesidad histórica donde la Iglesia mantuvo su independencia moral.
La realidad histórica, apoyada en documentos, declaraciones y hechos concretos, revela una colaboración mucho más profunda y cómoda de lo que ambas partes quisieron admitir posteriormente. Los Pactos de Letrán no fueron solo un acuerdo diplomático, sino un intercambio de legitimidad por privilegios y dinero que benefició a ambas partes a costa de principios supuestamente innegociables.
Esta amnesia selectiva sobre la relación entre el trono de San Pedro y la silla del Duce nos recuerda que la historia oficial, especialmente cuando toca a instituciones poderosas, suele ser un ejercicio de edición conveniente más que de registro fiel.
Y mientras la Iglesia postfascista se presentaba como un faro moral que había resistido al totalitarismo, los millones de liras fascistas seguían generando intereses en los cofres vaticanos. Un detalle menor, por supuesto, en la gran narrativa de la resistencia moral que a todos nos gusta creer pero que, como tantas veces en la historia, así no fue.