El último de los Romanov: un incompetente (Zar nicolás II) con corona
El relato oficial nos muestra a Nicolás II como un monarca bondadoso, un devoto padre de familia y un mártir de la revolución bolchevique. La Iglesia Ortodoxa Rusa lo canonizó en 2000, elevándolo al estatus de santo. Hoy, en la Rusia post-soviética, su imagen ha sido rehabilitada como símbolo de la grandeza imperial perdida y víctima inocente del comunismo.
Pero vamos a hablar claro: Nicolás II fue a la gestión de un imperio lo que un niño de cinco años a la neurocirugía. Si existiera un manual titulado «Cómo arruinar una potencia mundial en tiempo récord», el último zar habría escrito el prólogo, los capítulos principales y las notas a pie de página. Su reinado fue una obra maestra de la incompetencia coronada.
A lo largo de 23 años (1894-1917), Nicolás II presidió el desmoronamiento del Imperio Ruso mientras se aferraba obstinadamente a la autocracia como sistema político. Heredó un país con profundos problemas estructurales, cierto, pero su respuesta consistió invariablemente en reprimir cualquier intento de reforma mientras vivía en una burbuja de opulencia y misticismo.
Imaginen a un capitán que, viendo su barco hacer agua por todas partes, decide que la mejor solución es ordenar que se toque música más fuerte, disparar a los pasajeros que señalan las vías de agua y consultar a un chamán borracho sobre qué rumbo tomar. Bienvenidos al estilo de liderazgo de Nicolás II.
De la guerra ruso-japonesa al Domingo Sangriento: primeras señales de incompetencia
En 1904, Rusia entró en guerra con Japón, un conflicto que Nicolás II consideró un paseo militar contra un enemigo «asiático inferior». La realidad le golpeó como un martillo: la flota rusa fue destrozada en Tsushima y Port Arthur cayó tras un asedio humillante. Rusia, superpotencia europea, había sido derrotada por un país que muchos rusos apenas podían ubicar en el mapa.
El zar había confundido «ser emperador» con «tener la más mínima idea sobre estrategia militar». Para sorpresa de nadie excepto él mismo, resulta que declarar guerras basándose en prejuicios raciales y en contra del consejo de sus generales no es una táctica ganadora. ¿Quién lo habría imaginado?
Esta derrota desencadenó protestas en toda Rusia. El 22 de enero de 1905, una manifestación pacífica de trabajadores se dirigió al Palacio de Invierno en San Petersburgo para entregar una petición al zar. La respuesta imperial fue ordenar disparar contra la multitud. El resultado: cientos de muertos en lo que se conocería como el «Domingo Sangriento».
Cuando tus súbditos vienen a pedirte pan y tú les respondes con balas, probablemente no estés destinado a ganar el premio al «Monarca más querido del año». Pero Nicolás II tenía una habilidad especial: cada vez que podía elegir entre una decisión razonable y una catastrófica, elegía consistentemente la segunda, y luego se sorprendía de que la gente estuviera molesta por ello.
La Primera Guerra Mundial: el desastre final
En 1914, Nicolás tomó la decisión de entrar en la Primera Guerra Mundial, principalmente por sentimientos de solidaridad con Serbia y para no quedar mal ante sus aliados. Rusia no estaba preparada para un conflicto de esa magnitud, pero eso no detuvo al zar.
El Zar decidió que, después de perder espectacularmente contra Japón, lo lógico era intentarlo de nuevo, pero esta vez contra Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Otomano simultáneamente. Es como perder un combate de boxeo aficionado y decidir que tu próximo paso es enfrentarte a tres campeones mundiales a la vez. Estrategia brillante, Niki.
En 1915, con la guerra yendo terriblemente mal, Nicolás II decidió asumir personalmente el mando supremo del ejército, a pesar de no tener experiencia militar. Dejó el gobierno interno en manos de su esposa, la impopular zarina Alexandra, y de su consejero, el místico Grigori Rasputín.
Imagina esto: tu país está perdiendo una guerra, la economía se desploma, y tú decides que la solución es abandonar la capital para jugar al generalísimo, dejando el poder real en manos de tu esposa (que odia a los rusos) y de un monje siberiano autoproclamado curandero que huele a cabra y tiene fama de seducir aristócratas. Si esto fuera ficción, los editores lo rechazarían por inverosímil. Pero Nicolás II lo consideró un plan perfectamente razonable.
Rasputín y la irracionalidad en el trono
La influencia de Rasputín sobre la familia imperial, especialmente sobre la zarina Alexandra, es uno de los ejemplos más sorprendentes de la falta de juicio del zar. Este místico siberiano ganó la confianza de los monarcas por su aparente capacidad para aliviar la hemofilia del zarévich Alexis.
Si usted cree que dejar decisiones de estado en manos de un «hombre santo» que parece salido de una tienda de adivinación de dudosa reputación es una buena idea, felicidades: ha alcanzado el «Nivel Nicolás II» de incompetencia gubernamental. El Zar básicamente entregó las llaves del imperio a un tipo cuyo currículum consistía en mirar fijamente a la gente y no bañarse con frecuencia.
Rasputín influyó en nombramientos ministeriales, decisiones políticas y militares, todo mientras escandalizaba a la sociedad con su comportamiento licencioso. Los nobles rusos estaban tan desesperados que acabaron asesinándolo en diciembre de 1916, pero para entonces el daño a la reputación de la monarquía era irreparable.
Los asesinos de Rasputín tuvieron que envenenarlo, dispararle varias veces y finalmente ahogarlo para conseguir matarlo. Irónicamente, el imperio de los Romanov fue mucho más fácil de matar: bastó con la persistente incompetencia de Nicolás II.
La Revolución: consecuencia directa de la incompetencia zarista
En febrero de 1917, con la economía rusa colapsada, las derrotas militares acumulándose y el hambre extendiéndose, estalló la revolución. Nicolás II se vio obligado a abdicar, poniendo fin a tres siglos de dinastía Romanov.
Después de ignorar sistemáticamente todas las señales de alarma, reprimir cualquier intento de reforma y llevar a su país a la ruina, el Zar parecía genuinamente sorprendido de que la gente quisiera un cambio. Es como si un pirómano se sorprendiera al descubrir que las casas que ha estado rociando con gasolina y prendiéndoles fuego acaben quemadas.
La narrativa tradicional suele presentar la caída de los Romanov como una tragedia causada exclusivamente por revolucionarios despiadados. Sin embargo, esta visión ignora conveniente que fue la obstinada negativa de Nicolás II a adaptarse a los tiempos modernos y su desastrosa gestión lo que creó las condiciones para la revolución.
Los bolcheviques no conquistaron Rusia; Nicolás II prácticamente se la entregó en bandeja. Lenin y compañía simplemente recogieron los pedazos de un sistema que ya había implosionado bajo el peso de su propia incompetencia imperial.
La canonización: cuando la historia se reescribe
En 2000, la Iglesia Ortodoxa Rusa canonizó a Nicolás II y su familia como «portadores de pasión», un tipo de santos que sufren en imitación de Cristo. Esta decisión, más política que teológica, ha contribuido a blanquear la imagen del último zar.
Convertir a Nicolás II en santo es como nombrar capitán a quien hundió el Titanic. Sí, murió trágicamente, pero quizás deberíamos recordar que antes de su trágico final, su incompetencia costó millones de vidas. Pero supongo que «San Nicolás el Catastrófico» no suena tan bien en las homilías.
La narrativa del «zar mártir» convenientemente omite su responsabilidad en la represión violenta, las políticas antisemitas y la obstinada negativa a considerar reformas que podrían haber evitado el colapso del imperio. En lugar de eso, se le presenta como víctima inocente de fuerzas revolucionarias malvadas.
La Iglesia Ortodoxa presenta a Nicolás II como un inocente cordero sacrificado, olvidando oportunamente que antes de convertirse en cordero, fue un lobo bastante efectivo cuando se trataba de ordenar disparar contra manifestantes desarmados o autorizar pogromos antisemitas.
El zar rehabilitado: historia a la carta para la Rusia actual
En la Rusia contemporánea, la figura de Nicolás II ha sido rehabilitada como símbolo de gloria imperial y valores tradicionales. Esta reinterpretación histórica sirve a agendas políticas actuales, presentando la era soviética como una aberración y la época zarista como una edad dorada perdida.
La Rusia actual mira a Nicolás II con nostalgia, como quien recuerda con cariño a un ex tóxico olvidando convenientemente los platos rotos, los gritos a medianoche y esa vez que quemó tu pasaporte por celos. «Aparte de la represión, la incompetencia y la ruina del país, era un gobernante estupendo», parecen decir.
Esta versión rosa de Nicolás II omite convenientemente su papel fundamental en la creación de las condiciones que hicieron inevitable la revolución. Su canonización y rehabilitación histórica son ejemplos perfectos de cómo la historia se reescribe para servir a intereses contemporáneos.
Convertir al zar en santo y mártir es el equivalente histórico de esos filtros de Instagram que hacen que todo se vea perfecto: bonito para las fotos, pero completamente alejado de la realidad. La verdad es que si buscas responsables del colapso del Imperio Ruso, Nicolás II debería estar en la parte superior de la lista, con letras mayúsculas y subrayado varias veces.
La lección de Nicolás II: la incompetencia coronada tiene consecuencias
El reinado de Nicolás II nos enseña una lección histórica fundamental: incluso los sistemas más arraigados pueden colapsar cuando sus líderes se muestran consistentemente incapaces de adaptarse a las realidades cambiantes.
Resulta que poner una corona en la cabeza de alguien no automáticamente lo convierte en competente. ¿Quién lo habría imaginado? Nicolás II fue la demostración viviente (y luego no tan viviente) de que la herencia puede darte un trono, pero no la capacidad para sentarte en él sin provocar una revolución.
El último zar ruso no fue simplemente una víctima de circunstancias históricas inevitables; fue un agente activo en la creación de esas circunstancias. Su obstinación, su desconexión de la realidad y su dependencia de figuras como Rasputín aceleraron el fin de una dinastía que había gobernado Rusia durante siglos.
Si la historia de Rusia fuera una serie de Netflix, Nicolás II sería ese personaje del que el público no para de gritar «¡por el amor de Dios, toma una buena decisión aunque sea por accidente!». Pero no, el guion de su vida real consistió en una consistente sucesión de errores monumentales, cada uno peor que el anterior.
La tragedia personal de Nicolás II y su familia no debe hacernos olvidar la tragedia mucho mayor que su incompetencia infligió al pueblo ruso. Mientras lo recordemos solo como un mártir, estaremos ignorando las lecciones más importantes de su reinado.
La verdadera tragedia no es solo que Nicolás II y su familia fueran ejecutados; es que millones murieron innecesariamente antes debido a su incompetencia. Pero supongo que es más fácil recordar a un zar muerto como mártir que como el capitán que hundió deliberadamente su propio barco mientras insistía en que el agua que les llegaba al cuello era fake news.